Golpizas con bates de béisbol, apaleamiento, destrato, violencia con modalidades diversas son algunas de las manifestaciones más extremas del rechazo a las personas en situación de calle. Faloperos, delincuentes o exconvictos, borrachos, linyeras con patologías psiquiátricas, pichis y vagos: es el perfil que se construye de la gente que no tiene techo ni hogar. El sociólogo francés Robert Castel (1995) se refería a los supernumerarios o inútiles para el mundo, o los que sobran en una sociedad que no los precisa en absoluto, en otras palabras, son descartables o un lastre difícil de ocultar. Adela Cortina (2017) aseguraba que se trataba del odio a los pobres, aporofobia, y en declaraciones recientes del padre Omar Franca, relativas a la denuncia de agresiones físicas (2022), más bien del odio a los adictos a las drogas.

Sea cual fuere la teoría con la que analicemos el “fenómeno” creciente de los ciudadanos en situación de calle o de los sin techo, se trata de un problema social, por cuanto conviven en los espacios públicos con los “otros”, con “nosotros”. Perturban la estética de las ciudades y ensucian el espacio público: así los ve la sociedad de los “normales”, de los incluidos o socialmente integrados. Una imagen que delata ausencia de solidaridad y empatía. Para muchos “ciudadanos de bien”, no valen la pena, el gasto social que generan es un lastre que pagamos con nuestros impuestos, y para colmo algunos se niegan categóricamente a ingresar a los refugios. Para otros, constituyen una causa perdida, vale más apostar a la infancia para prevenir y evitar futuros ciudadanos innecesarios (falso dilema). Y hay quienes creen, aunque no lo manifiesten con explícito cinismo, que el lugar de aquellas personas sobrantes debería estar bien alejado de la vista, del mínimo contacto y, si se prefiere, “ausentados” de toda vida comunitaria.

Lo cierto es que, con el paso del tiempo, aquellos “viejos de la bolsa” que arrastraban sus pertenencias junto a perros callejeros, únicos seres vivos leales a su paso, pasaron a ser miles de ciudadanos expulsados de la trama social. Porque jamás recuperaron el empleo perdido, no pudieron reconstruir sus vínculos familiares, fueron incapaces de superar sus adicciones, ni tampoco recuperar su lucidez o equilibrio emocional, y al salir de las cárceles poco o nada se hizo para extenderles una mano.

Entonces, ¿qué hacer? Para empezar, debemos cambiar el paradigma, tanto el que funda nuestra comprensión del problema social, como modificar radicalmente la retórica de la estigmatización y de los argumentos que los culpabilizan por su propia situación. La estrategia desplegada durante muchos años ha sido básicamente mitigatoria. Acaso muy pocas iniciativas en un sentido diferente puedan ofrecernos alguna luz. Reconocer su condición de ciudadanos implica recuperar la noción de titularidad de derechos de los ciudadanos en situación de calle. Comprender supone, en primer lugar, analizar e interpretar adecuadamente (esto es, sin prejuicios) las causas o factores que han provocado que estos compatriotas se hallen desprotegidos o totalmente desamparados. En segundo lugar, diferenciar los casos; unos que devienen de problemas de orden psicológico, otros de trayectorias violentas anteriores, de adicciones de larga data, y, en prácticamente todos, la insuficiencia absoluta de recursos económicos. Y en muchos casos estas situaciones son el resultado de una combinación multicausal. En tercer lugar, asumir la empatía como herramienta de reconstrucción de las relaciones que –sobre la base del diálogo genuino– habilite a proporcionar las “salidas” y producirlas en conjunto.

Reconocer su condición de ciudadanos implica recuperar la noción de titularidad de derechos de los ciudadanos en situación de calle.

Una de las alternativas se apoya en la provisión de un techo, o, más que eso, un hogar autogenerado, con participación activa y en modalidad de ayuda mutua. Me explico: se trata de proporcionar casa o apartamento en condiciones de habitabilidad decente a grupos de entre cinco y diez personas, ciertamente para quienes no tuvieran ninguna otra opción. El aporte de trabajo en el aprestamiento y recuperación física de casas abandonadas –a modo de ejemplo– redundaría en la doble finalidad de obtener una residencia digna y recuperar el sentido de la convivencia solidaria. Para ello, el acompañamiento de un equipo multidisciplinario es una de las claves, tanto en la selección previa como durante el complejo proceso de adaptación a la cotidianidad compartida bajo un mismo techo.

Otra de las alternativas es, como se ha ensayado, brindar alojamiento de media o larga duración en “hoteles” y espacios comunes donde la interacción, junto con trabajadores sociales, psicólogos y profesionales especializados, haga posible transitar hacia una autonomía duradera y sostenible de las personas en situación de calle. Precisamente, en función de características relativamente semejantes, la probabilidad de lograr una reintegración social dependerá de los medios disponibles y los respaldos públicos. Reconocer que no hay “salidas” universales o estandarizadas es crucial, sobre todo en razón de los perfiles singulares de las personas situadas en los bordes de la convivencia social.

Agrego, y probablemente esta idea provoque la irritación de algunos: se debería otorgarles un ingreso básico o mínimo –en tanto no tuvieran ninguna fuente de respaldo económico– con el objetivo de restaurar las capacidades de decisión más elementales. Lógicamente, se alzarán las voces en contra: “darles dinero para la droga, para que sigan alcoholizados... Es una barbaridad”. No obstante, la propuesta apunta a la provisión de un ingreso mínimo bajo ciertas condiciones; de involucramiento en los programas apropiados para superar las fragilidades, obstáculos y problemas específicos; de manifiesta voluntad para encontrar las rutas de salida a las situaciones de exclusión estructural; en suma, se trata de contraer un compromiso mutuo. Del Estado y sus instituciones se espera una respuesta plausible, consistente y ajustada a las realidades dispares y complejas de cada uno de los miles que sobreviven en las calles; de parte de ellos mismos, el compromiso y la disposición a superar sus vulnerabilidades. Obviamente, solos no pueden. No desconozco la existencia de una organización que ha hecho ingentes esfuerzos en clave autogestionaria como Ni Todo Está Perdido. Precisamente, una de sus reivindicaciones se ha expresado en la consigna “Casas vacías, gente sin casas”, en la misma dirección que he planteado como una de las opciones estratégicas. La incorporación de sus voces es imprescindible en la medida en que, desde su perspectiva vivencial, iluminan los abordajes de una problemática compleja que reclama imperiosamente la concurrencia de múltiples actores sociales e institucionales en el territorio.

Finalmente, los recursos presupuestales de que dispone el ministerio competente no han sido suficientes. Es indispensable una coordinación y articulación más estrecha entre los niveles nacionales y los departamentales. Obviamente, el problema no podrá resolverse en poco tiempo; sin embargo, por su complejidad, debería convocar a las élites políticas, a los gobiernos, a los actores y organizaciones sociales a diseñar una política pública sobre nuevas bases.

Christian Mirza es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.