La inesperada votación de Javier Milei en las primarias argentinas ha causado, como es lógico, una honda inquietud y numerosos intentos de interpretación, tanto en el país vecino como en el resto del mundo. Esto incluye, por supuesto, a Uruguay, no sólo porque somos vulnerables a las situaciones críticas en Argentina, sino también porque muchas personas se preguntan si es posible que aquí se produzca un fenómeno semejante.

Para acercarse a una respuesta, es necesario identificar bien ese fenómeno y distinguir que entre sus causas hay algunas muy alejadas de la realidad uruguaya, pero también otras presentes y crecientes en nuestro país, que implican riesgos a evitar.

Milei es un evidente ultraderechista, que entre otras cosas glorifica el lucro empresarial, califica la idea de justicia social como una aberración, rechaza el avance histórico en la conquista de derechos, está aliado con defensores del terrorismo de Estado y repudia todo lo que hay desde la socialdemocracia hacia la izquierda. Pero no toda la derecha es ultraliberal en Argentina, y menos aún en Uruguay.

Las ideas de Milei sobre el funcionamiento ideal de una sociedad son marginales en nuestro país, donde la matriz ideológica asociada con el primer batllismo mantiene un fuerte arraigo social y muchas instituciones estatales –pese a todas sus carencias– cuentan con niveles de prestigio y eficacia muy superiores a las de sus pares argentinas.

Esto determina que el liberalismo económico extremista no predomine en ninguno de los partidos uruguayos con representación parlamentaria, que no haya en ellos dirigentes de peso que lo defiendan y que incluso el movimiento Un Solo Uruguay, con su insistente reclamo de “achicar el Estado”, esté a gran distancia de propuestas de desmantelamiento drástico.

De todos modos, parece claro que gran parte de la votación a Milei no se debe a su programa, a la doctrina teórica que expone ni a un súbito vuelco popular hacia el minarquismo o el paleolibertarianismo, sino a su narrativa demagógica y violenta, que culpa al sistema partidario de todas las desgracias y promete llevárselo por delante.

La capacidad de persuasión de ese relato se apoya en, por lo menos, dos factores que sí operan en Uruguay. Uno de ellos es la fragmentación social, que genera un ambiente propicio para que las personas crean que pueden mejorar su situación individual si quedan “libres” de las normas de convivencia civilizada y de las responsabilidades solidarias. El otro es el avance de la polarización y la brutalidad política, que naturaliza la descalificación mutua, aun cuando se basa en falsedades, y les atribuye una virtud de “frontalidad” a los discursos insultantes.

Este tipo de fuego cruzado degrada a la política en su conjunto. Del “son todos iguales” se pasa con facilidad al “que se vayan todos”, que no conduce a la utopía “anarcocapitalista” de Milei, sino, por lo general, a que después de los malos vengan los peores. Del otro lado del Plata están peligrosamente cerca de comprobarlo; de este lado estamos, por ahora, en mejores condiciones para prevenirlo.