Quedan pocos días antes de que se defina la composición del próximo Parlamento, muy relevante para establecer los límites de lo posible durante cinco años. La campaña ha dejado que desear en la comunicación de lo mucho que está en juego.

Una de las causas obvias es que la mayor parte de la ciudadanía tiene definida desde hace tiempo su preferencia entre los dos grandes bloques en pugna. Ambos tratan de ganar apoyo en una franja relativamente pequeña pero decisiva, adecuándose a sus características y a sus menores niveles de interés en la política. Ambos enarbolan candidatos, más que identidades colectivas y propuestas.

Es una táctica racional en términos de publicidad electoral, pero instala la noción de que todos harán casi lo mismo. Sin embargo, tras los 15 años de gobiernos nacionales frenteamplistas, el actual oficialismo cambió de rumbo en numerosas áreas de gran importancia para la calidad de vida de la mayoría y el futuro del país. Esto no surge de una apreciación sesgada: lo muestran con elocuencia indicadores económicos y sociales básicos, y disimularlo tiene riesgos graves en el terreno de la estrategia política.

Para ganar una elección, los motivos de cada intención de voto firme son cuestiones de poca entidad, y la diversidad de esos motivos dentro de un bloque no es un costo, sino un beneficio. En una perspectiva estratégica, por el contrario, resulta muy inconveniente que el electorado propio sólo tenga en común su fidelidad.

Después de ganar hay que gobernar. A esos efectos, no da lo mismo contar con un respaldo amplio y organizado a objetivos claros que lidiar con expectativas muy distintas en una masa sin estructura, o con contradicciones sectoriales sin resolver.

La diferencia es crucial para quienes se involucran en la política con ideas progresistas y de izquierda. Asumir las características del electorado sin intentar cambiarlas está muy cerca de la renuncia al cambio social, propia de quienes creen que el individualismo egoísta, la competencia despiadada y la voluntad de dominio son rasgos inmutables de la naturaleza humana.

Hay quienes atribuyen el estilo insulso de esta campaña a que los partidos deben adecuarse al estado de ánimo de la población, en la que ha ganado terreno el desencanto con la política e incluso con la democracia. Esto también se puede asumir con resignación, en nombre de un presunto realismo, o se puede enfrentar con rebeldía y decisión de transformarlo. Debería ser evidente que la primera opción agrava el problema.

La formación política de las personas, que aumenta los niveles de ciudadanía en el electorado, es un objetivo irrenunciable para quienes desean mejorar la calidad de la democracia. No se logra única ni principalmente en los períodos de campaña electoral, pero tampoco se debería desatender en estos meses, cuando hay más gente dispuesta a escuchar qué dicen los partidos y sus dirigentes.

Llamar por su nombre a las diferencias y a los conflictos es indispensable para la formación política ciudadana y también para lograr, desde esas diferencias y conflictos, acuerdos que construyan un futuro mejor.