Comenzó marzo y la campaña electoral ya determina los movimientos en el tablero político. Entre ellos, el mensaje del presidente Luis Lacalle Pou a la Asamblea General hoy, que en el Partido Nacional (PN) se manejó como una oportunidad más de movilización hacia las urnas.

El dilema central está claro: la ciudadanía deberá decidir si renueva su confianza en la coalición que ganó el balotaje de 2019 o si impone una nueva alternancia en el gobierno nacional, devolviéndoselo al Frente Amplio (FA).

Si las empresas encuestadoras no están cometiendo errores de gravedad inaudita, el PN será la fuerza mayor del oficialismo, muy por encima de las demás. El resto está por verse, aunque algunas probabilidades sean mucho mayores que otras.

Los votos de los aliados del PN determinarán si hay o no segunda vuelta con la fórmula del FA y, en el caso de que deba realizarse, si alguno de los dos grandes bloques la encara con la gran ventaja de haberse asegurado mayoría parlamentaria.

Las últimas encuestas muestran al FA con más preferencias que el actual oficialismo, pero esto no indica qué pasará el último domingo de octubre. Otras encuestas, como la de la Usina de Percepción Ciudadana que publicamos en esta edición, señalan que la aprobación al gobierno de Lacalle Pou es mayor que la desaprobación.

Como sucede desde hace décadas, las personas que no tienen opciones firmes por el actual oficialismo o por el FA son clara minoría, pero el resultado dependerá de sus decisiones, en las que incidirán factores aún no definidos. Para empezar, las candidaturas presidenciales de los mayores partidos.

Las competencias hacia las elecciones internas de junio tienen, en algunos casos y hasta ahora, favoritos, y en otros casos ni siquiera eso. Sus resultados no disminuirán las convicciones arraigadas, pero pueden ser importantes para las personas que hoy están indecisas.

Todo lo antedicho aconseja prudencia en los pronósticos y tiene además efectos muy relevantes sobre las campañas, que muchas veces se basan más en el estudio del electorado que en el de la situación nacional.

Los partidos cuentan, por supuesto, con abundantes datos sobre la realidad uruguaya, criterios para interpretarla, diagnósticos y planes con prioridades, pero a la hora de comunicarlos, en el proceso que va desde la redacción de programas hasta las fórmulas publicitarias, pesa cada vez más la voluntad descarnada de ganar votos, muy especialmente en la delgada franja indecisa. Para conquistar la representación de la mayoría, se vuelve crucial seducir a esa minoría.

Así, algunas propuestas se diluyen o se disimulan, la conquista de confianza le cede terreno a la siembra de desconfianza, y hay quienes se afanan menos por convencer a potenciales votantes que por decirles lo que quieren escuchar.

Estas prácticas tienen luego consecuencias indeseables: entre ellas, esperanzas irrealizables, decepciones profundas y polarizaciones crecientes, que complican o impiden la cooperación. Abaratar el discurso sale caro a la larga, no sólo para los partidos sino también para el conjunto de la sociedad. Evitémoslo.