Las últimas mediciones de opinión pública vienen mostrando el retorno de la inseguridad como la principal preocupación de los uruguayos, al tiempo que se registra una sucesión de hechos violentos de marcada gravedad. Es así que el tradicional interés científico por desentrañar las causas de la violencia delictiva trasciende el estrecho ámbito experto de los académicos, situándose como uno de los principales puntos de interés para las polémicas mediáticas, ideológicas y políticas.

En tal sentido, podemos interrogarnos sobre los tópicos que se integran al debate, cuáles son sus principales componentes, qué énfasis y circunstancias son destacadas, dónde se ubican las ausencias más notorias. Este ejercicio intelectual resulta muy válido y perentorio, en tanto las definiciones que se realizan sobre los problemas, por más que se pretendan “objetivas”, no son neutras, sino que, por el contrario, habilitan el campo de especulaciones sobre las eventuales soluciones que de ellas surgen, se integran a la agenda mediática y trascendiendo el terreno de la reflexión teórica, terminan alimentando el diseño concreto de políticas criminales con contenidos específicos de legislación penal y de administración de justicia, con determinados modelos de despliegue policial y particulares políticas de control penitenciario.

Una lectura de la actual narrativa hegemónica sobre las causas de la violencia ampliamente reproducida por los medios de comunicación puede resumirse del siguiente modo: estamos en presencia de una repentina irrupción del crimen organizado que ha promovido conflictos territoriales entre bandas de narcotraficantes fuertemente armadas por apoderarse de territorios, generando una espiral de homicidios rotulados como ajustes de cuenta; episodios de violencia protagonizados por sicarios que involucran a víctimas que poseen antecedentes penales.

La excesiva focalización de estos tres elementos (crimen organizado, homicidios por ajustes de cuenta y víctimas con antecedentes) como absolutos interpretativos evidentes en sí mismos resulta problemática, tanto teóricamente por la imprecisión de los términos involucrados como por la débil evidencia empírica para demostrar los supuestos implicados. Pero más relevante todavía: imponen lecturas que opacan la historicidad de los fenómenos, los aspectos estructurales y territoriales implícitos en la reproducción de las violencias, las subjetividades alienadas elaboradas en contextos de privación absoluta y relativa; al tiempo que deslinda la responsabilidad estatal en el mantenimiento de las situaciones de exclusión social que padecen sus protagonistas.

El crimen organizado como problema

Resulta un lugar común apelar a la figura del crimen organizado y sus perversas ramificaciones cuando la anomalía delictiva que se quiere explicar es de extrema gravedad por su violencia. No obstante, podemos preguntarnos qué fenómenos pueden incluirse en un término que ha sido objeto de múltiples críticas por su indefinición conceptual y el difuso campo de conductas y actividades que pretende calificar. De acuerdo a Eugenio Zaffaroni,1 estamos en presencia de un “pseudo concepto” que posee un origen periodístico y a pesar de nunca haber alcanzado una “satisfactoria definición criminológica” es objeto de una vigorosa legislación penal y creciente punitivismo. La extrema peligrosidad que conllevarían las multifacéticas expresiones atribuidas a una actividad criminal de una dimensión desconocida en el pasado culmina justificando una escalada de tipos penales nuevos, penas más prolongadas, menores controles para las agencias policiales y el deterioro de las garantías individuales frente al poder estatal.

En su más directa expresión de sentido, se supone que el crimen organizado debería referir a un heterogéneo conjunto de actividades ilegales con diverso grado de sofisticación y concierto internacional, incluyendo, por ejemplo, la trata de personas con fines de explotación laboral o de explotación sexual, el tráfico de fauna exótica, el blanqueo de capitales, la evasión impositiva y el lavado de activos, el gran contrabando de artículos falsificados de consumo masivo y suntuario, el robo de automotores y un larguísimo etcétera del cual pretende rendir cuenta la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional del año 2000 (Convención de Palermo). Sin embargo, en la agenda mediática y política local el término es aplicado casi exclusivamente en aquellas ocasiones que se intenta dilucidar episodios de violencia vinculados al narcotráfico, ambientando así un reduccionismo extremo del fenómeno que se quiere comprender; dejando, además, en las sombras la propia emergencia, desarrollo, especificidades locales y eventuales impactos de una criminalidad transnacional que se postula adquiriendo inéditas consecuencias y que, a su vez, también requiere ser explicada.

Paralelamente, si aceptamos la idoneidad de la volátil categoría para explicar el curso actual del tráfico de drogas con su violencia asociada, nos quedan en el limbo interpretativo cuestiones más tangibles, como el rol desempeñado por el Estado respecto de la influencia adquirida por estas organizaciones, la constancia con que ese crimen organizado se manifiesta solamente en determinados territorios y que sus protagonistas tienen rasgos definidos. En suma, adjudicar la responsabilidad de todos los males actuales a la incidencia de un crimen organizado fetichizado no promueve interpretaciones comprensivas de la complejidad del fenómeno, aunque resulte funcional a una lógica que alimenta discursos y prácticas que terminan contribuyendo a profundizar la violencia.

Los ajustes de cuenta

El indicador más inmediato que los medios de comunicación postulan con la pretensión de expresar en su dimensión más cruda al crimen organizado es el ajuste de cuentas. Los discursos se alimentan con los datos que surgen de la clasificación que realiza el Observatorio de la Violencia y la Criminalidad, que también incluye en la categoría los conflictos entre criminales. La lectura de estos para el período 2013-2023 muestra que las disputas saldadas con sangre cuyas motivaciones son caratuladas como ajustes de cuenta o conflictos entre criminales representaron casi el 55% de los homicidios en Montevideo para los cuales se conocen los motivos. Esa violencia, pretendidamente originada por una novedosa criminalidad organizada, no afecta en similar medida a todas las personas ni se extiende por igual a todo el territorio. Al igual que lo que enseñaba la antigua teoría de la dependencia, podemos hacer un paralelismo con la violencia entre zonas desarrolladas o centrales con una tasa de homicidio de nivel europeo que ostentan algunos barrios del centro y de la costa (inferiores a cuatro cada 100.000 habitantes); estos valores contrastan con los existentes en algunos de los barrios que componen la periferia montevideana, que exhiben cifras que igualan o superan a los peores países ubicados al sur del río Bravo (entre 17 y 25 cada 100.000 habitantes).

La excesiva focalización en tres elementos (crimen organizado, homicidios por ajustes de cuenta y víctimas con antecedentes) como absolutos interpretativos evidentes en sí mismos resulta problemática.

El registro administrativo que realiza el Ministerio del Interior en todo el país sobre las diversas motivaciones de los homicidios ha sido objeto de controversia. Si bien pueden entenderse las dificultades eventualmente presentes en la institución a la hora de relevar los datos, lo cierto es que la información brindada plantea algunas limitaciones a los efectos interpretativos. En este sentido, al igual que el término crimen organizado, dentro de la definición de ajuste de cuentas pueden presentarse situaciones dispares que terminan desdibujando su pretendida relación exclusiva con el narcotráfico. En otras palabras, no todos los homicidios así categorizados expresan exclusivamente una competencia por territorios entre grupos criminales, no siempre puede descartarse la existencia de factores coadyuvantes que incidan decisivamente en los homicidios.

En la cruda síntesis expresiva del concepto mediatizado, a su vez, resultan negadas las historias particulares de quienes protagonizan ese conflicto, antagonismos sangrientos actuados por jóvenes geográficamente cercanos que realizaron trayectorias vitales similares, padeciendo las mismas violencias estructurales y simbólicas. Que sufren, además, una de las peores formas de prescindencia estatal: la mutilación del derecho ciudadano de acceder a la justicia en tanto el nivel de esclarecimiento de los crímenes es extremadamente reducido, estado de situación que promueve, además, la generalización de un sentido de impunidad que perpetúa el ciclo de las venganzas. De acuerdo a datos suministrados por el Observatorio de la Violencia y la Criminalidad, el nivel promedio de esclarecimiento de los homicidios en Montevideo se situaba en un 46%, existiendo grandes asimetrías según el área geográfica y los motivos precipitantes. A modo de ejemplo, en el caso de las seccionales policiales con mayores tasas de homicidios se alcanzaban cifras de aclaración de apenas el 28% (seccional 12ª), el 36% (seccional 16ª), el 43% (seccional 17ª), el 49% (seccional 24ª) y el 46% (seccional 19ª). Estas cifras contrastan con la jurisdicción que corresponde a la seccional 10ª (Pocitos y Punta Carretas), que en los últimos once años sufrió 13 homicidios y logró aclarar 12 de ellos.

Si observamos el universo específico del ajuste de cuentas/conflicto entre criminales como la causa precipitante del homicidio, se aprecia un descenso aún más pronunciado en la proporción de esclarecimiento, ya que en varias seccionales de la capital quedan impunes tres de cada cuatro de los homicidios perpetrados por esas motivaciones. Por el contrario, en el citado caso de Pocitos-Punta Carretas no existió en el lapso de 11 años ni un solo homicidio con tales características.

Víctimas con antecedentes

Las noticias policiales permiten “encapsular” la violencia homicida al exponer la existencia de antecedentes penales de las víctimas que habitan determinadas zonas, situación que incluso puede ser celebrada como una buena noticia por la máxima jerarquía del Ministerio del Interior. Ese dato puntual sobre el pasado de la víctima, que podría ser complementado con varias otras características de esta, ya que así lo permite la información sistematizada por el Observatorio, estimula una inmediata asociación con el crimen organizado como el factor precipitante de un conflicto en el que la víctima resulta parte activa de la relación, dándose a entender, en consecuencia, que no es totalmente inocente.

Se construye así mediáticamente un fenómeno que se reduce a dos partes que, en sanguinaria confrontación, actúan una disputa necesaria para un crimen organizado ávido de obtener los mayores beneficios posibles mediante la comercialización de drogas. En este sentido, su insidiosa presencia encuentra un nuevo indicador cuando focalizamos la atención en la existencia de antecedentes penales que, al igual que la victimización, no se distribuyen aleatoriamente por todo el territorio de la capital. De acuerdo a los datos disponibles, la proporción de víctimas con antecedentes se sitúa en 44% para el total de la capital, oscilando las cifras entre dos víctimas con antecedentes en la seccional 10ª (Pocitos-Punta Carretas) hasta proporciones en torno al 50% en las seccionales 16ª, 12ª, 15ª, 25ª, 23ª y 8ª.

En síntesis, algunos barrios concentran una importante proporción de víctimas que en su pasado ingresaron al sistema judicial generando un antecedente penal, muy probablemente luego de haber experimentado previas vulneraciones de derechos con múltiples y prolongadas violencias estructurales y simbólicas. Una vez egresados del sistema, se presume no sin razón que el Estado resultó omiso en su mandato constitucional de rehabilitarlo, por lo cual debe cargar con el estigma del antecedente, que lo perseguirá –ya difunto– en el breve texto y espacio de la crónica policial que se encargará de insinuar que cayó como parte de las habituales confrontaciones territoriales alimentadas por los tentáculos del crimen organizado internacional.

Por las razones aquí apenas esbozadas, creemos que apelar al concepto de crimen organizado sin mayores consideraciones como insumo para una teoría no formulada con precisión, que opere como modelo explicativo de los actuales niveles de violencia, presenta serias limitaciones. Pero, sin duda, lo más relevante es que termina focalizando la agenda de la seguridad en la profundización de una serie de recursos legales, policiales y penitenciarios que abordan las consecuencias y secuelas de la violencia, cuando ya ha sido profusamente demostrada su incapacidad de revertir la situación. Y al mismo tiempo, se dejan de lado las causas estructurales, institucionales y territoriales, al tiempo que se diluye la responsabilidad estatal en la reducción de las asimetrías existentes en múltiples planos.

Luis Eduardo Morás es doctor en Sociología.


  1. Zaffaroni, Eugenio: Globalización y crimen organizado. Disponible en: https://vdocuments.mx/zaffaroni-globalizacion-y-crimen-organizado.html