La seguridad en debate es un espacio que promovemos desde la diaria para dar una discusión a fondo sobre sociedad y políticas de seguridad. Profesionales en la materia brindan sus aportes para abrir un debate necesario en estos tiempos.
Los mandatarios suelen ser expertos en hacer malabares retóricos, encubren las malas intenciones detrás de fórmulas llamativas, a veces políticamente incorrectas y otras veces correctísimas, tal como lo exige jugar en cancha grande. A fines de abril, el presidente Luis Lacalle Pou se dejó caer por la ciudad de Buenos Aires para asistir a una cena organizada por la Fundación Internacional para la Libertad que reunió a las principales figuras del neoliberalismo y la derecha argentina. Allí dedicó unas palabras al resto de los comensales, entre los que se encontraban Javier Milei, Mauricio Macri y José María Aznar.
Fue una oportunidad para agradecerle a Milei por la autorización para dragar el canal de entrada al puerto de Montevideo, pero también para tomar distancia o manifestar algunos matices con la élite neoliberal argentina que estaba allí reunida, levantando sus copas, celebrando la “banalidad del bien”.
Necesidad o libertad
Lacalle Pou fue cortito pero contundente: “No hay libertad sin un Estado fuerte”. Concretamente, señaló “que [es] difícil gozar de la libertad individual si se vive en un rancho”. “Tenemos que tener un Estado fuerte para que el individuo pueda gozar del ejercicio de la libertad”, dijo. En otras palabras: donde hay pobreza no hay libertad, donde hay pobreza hay necesidad, y ya se sabe que, como reza el refrán, “la necesidad tiene cara de hereje”.
Las declaraciones del presidente uruguayo, al lado de su par argentino, estuvieron a su izquierda; le devolvieron discreción a ese cónclave neoliberal. Pero la prudencia de Lacalle Pou esconde otros propósitos que merecen leerse con mayor detenimiento. En efecto, sus palabras son provocativas, intrincadas, tienen sus entrelíneas y cosas no dichas que conviene poner sobre la mesa.
La fórmula de los liberales es conocida: un Estado chico no es incompatible con un Estado fuerte. Al contrario, un Estado chico necesita de un Estado fuerte. Por eso, agregaba el presidente Lacalle Pou, “para que sea un Estado fuerte seguramente no necesita tener mucha dimensión”. Planteó que “un Estado fuerte necesita instituciones fuertes”, una fortaleza que –y acá su discurso se vuelve prestidigitador– se cargaba a la cuenta de los partidos políticos.
Llamemos las cosas por su nombre: un Estado fuerte es un Estado con una Policía presupuestada, bien equipada, con facultades discrecionales, con una política criminal acotada o reorganizada en función de lógicas prudencialistas, con mucha prevención situacional, con más cárceles. Son misiones que necesitan de consensos políticos, de reformas que se fueron acordando en las últimas décadas. Ahí está la fortaleza que requiere el Estado: en los acuerdos políticos que se fueron montando para erigir un Estado cada vez más fuerte.
Pero regresemos a la pobreza, es decir, a la falta de libertad. Donde hay pobreza hay delito. Detrás del delito están la desocupación crónica y la marginalidad, pero también la desigualdad social. El delito, esto es, la lucha del individuo aislado por la reproducción de la vida, no es una patología, pero tampoco una elección individual, sino una determinación material, una conducta determinada por las condiciones reales de existencia. Si en algo coinciden la derecha y la izquierda en general es en este diagnóstico: la pobreza es la causa del delito callejero y predatorio.
Más allá de la pobreza
No se puede negar que la pobreza y la desigualdad social no sean factores a tener en cuenta, pero en la sociedad contemporánea las cosas resultan más complejas. Son factores que hay que leerlos al lado de otros factores, donde el Estado no es la mera respuesta al delito sino un factor central. Insisto, no se plantea que la desocupación crónica, la carestía y la marginalidad sean factores que debamos sacar de nuestro radar, pero en las últimas décadas hay que empezar a mirar hacia otro lado.
En primer lugar, hacia la cultura del consumo, a la presión que el mercado ejerce sobre los jóvenes para que asocien sus estilos de vida a determinadas pautas de consumo. Vale preguntarnos: ¿cuántas de las transgresiones callejeras están vinculadas a la cultura del consumo?; a la centralidad que tiene el mercado en una sociedad donde la familia, la escuela y el trabajo se caracterizan por su impotencia instituyente, por tener cada vez más dificultades, no sólo para proveer autoridad sino los insumos morales para que los jóvenes compongan sus lazos sociales y respondan las preguntas del millón con las que se miden: ¿quién soy yo y cuál es mi lugar en el mundo?
No se plantea que la desocupación crónica, la carestía y la marginalidad sean factores que debamos sacar de nuestro radar, pero en las últimas décadas hay que empezar a mirar hacia otro lado.
En segundo lugar, hacia la fragmentación social, es decir, al deterioro de los contratos comunitarios que enmarcaban o normaban las relaciones cotidianas, organizando los diálogos entre las distintas generaciones. La pobreza y la desigualdad social generan delito en contextos de desorganización social. Cuando las tramas sociales se debilitan o desfondan, cuando las instituciones barriales tienen cada vez más dificultades para estar cerca de los jóvenes, es probable que estos puedan derivar hacia el delito, no sólo para componer sus lazos sino los paraguas morales para sentirse tenidos en cuenta por alguien. No se dice con esto que la grupalidad constituya una subcultura que alienta el delito. Los jóvenes plebeyos no son extraterrestres sino que están en una sociedad vertebrada alrededor del mercado. Comulgan los mismos valores, sólo que desarrollan otros rituales para adecuarse a ellos.
Tercero, hay que mirar hacia esa impotencia instituyente. Esto refiere a la incapacidad de las instituciones tradicionales, como la escuela o los clubes, para estar cerca del mundo de los jóvenes, a la altura del mundo y las expectativas y deseos de ellos, para escuchar y hablar sobre sus problemas, para acompañarlos en su derrotero diario.
En cuarto lugar, hacia la estigmatización social: las palabras filosas que los vecinos van tallando cotidianamente para nombrar al otro como problema no son inocentes. No sólo agregan nuevas dificultades al cotidiano de los jóvenes, sino que pueden ser transformadas en un insumo moral para componer una cultura de la dureza que les permita hacer frente no sólo a los prejuicios de los empresarios morales, sino a aguantar la violencia policial y sobre todo para hacer frente a los otros grupos de pares con los cuales mantienen broncas y picas. Para decirlo con las palabras del sociólogo alemán Norbert Elias: “Dale a un grupo un nombre malo, que ese grupo tenderá a vivir según él”. Estamos en el terreno de las profecías autocumplidas, de modo que las palabras que se componen para nombrar al otro como problema, tarde o temprano, pueden volverse en su contra, y no lo hacen de la mejor manera, con los mejores modales. Ya lo dijo también Jean-Paul Sartre en su San Genet: “Antes era ladrón, ahora seré ladrón”. La manera de transformar la vergüenza en orgullo, de emblematizar el estigma, será apropiándose del estigma, pero cargándolo de otra vitalidad. Aquello que era sentido como una afrenta ahora será vivido como algo positivo.
La fortaleza punitiva
Finalmente, cabe detenernos en otro factor que nos devuelve al inicio de este debate: la fortaleza del Estado. Gran parte de los delitos callejeros son el resultado de las intervenciones oportunas y severas del sistema penal. El sistema penal no es una respuesta al delito, sino que es parte del problema. Las agencias que componen el dispositivo punitivo y sus operadores no son una reacción al delito sino una de sus causas principales.
El hostigamiento policial, la composición de trayectorias criminales con la participación de los distintos operadores judiciales (y sociales también) contribuyen a perfilar trayectorias vulneradas, a precarizar aún más sus vínculos laborales y afectivos. Un joven que estuvo en la cárcel saldrá con un certificado de mala conducta que no sólo le agrega nuevas dificultades a la hora de reproducir su vida, sino que lo coloca en el centro del radar de las policías que no se resignan a que el “liberado” deje de formar parte de su clientela y, por añadidura, del elenco estable de la agencia judicial. Hay que recordar que Uruguay tiene la segunda tasa más alta, después de Argentina, de policías en América Latina: 679 policías cada 100.000 habitantes. Hay que recordar que también posee la mayor tasa de prisionización del continente, después de El Salvador, Cuba y Panamá, superando a la mayor de Sudamérica: 454 presos cada 100.000 habitantes.
En este escenario, un Estado tomado por la agenda neoliberal será un Estado con muy poca paciencia, que no mira las cosas con tiempos largos. Más aún cuando tiene encima a los grandes medios que reclaman respuestas urgentes. A los políticos les sale más barato, políticamente hablando, cambiar votos por policías, por reformas penales o procesales que endurezcan las penas o las condiciones de detención. Así, un Estado chico es un Estado que gobierna para el mercado, que no sólo contribuye a expandir las fuerzas del mercado sino aquellas otras fuerzas que se necesitan para contener el sobrante social, es decir, las policías.
Donde hay pobreza no hay libertad, donde hay delito habrá privación de la libertad. Cuando el Estado se descompromete de la cuestión social, la cárcel sigue siendo la respuesta de rigor. Conviene entonces escuchar las declaraciones formuladas por el presidente Lacalle Pou en Argentina asociadas a los discursos de mano dura de los representantes de su gobierno o incluso de parte de la oposición. Pero conviene, sobre todo, escuchar los discursos mirando las prácticas de Estado, las decisiones que tomaron y continúan tomando los políticos en sus gestiones.
Es cierto, como dijo Lacalle Pou, que hay cosas que funcionan en un país y no funcionan en otro. Pero hay otras cosas que están funcionando en todas las sociedades permeadas por las lógicas neoliberales: el emprendedurismo, la meritocracia, la demagogia punitiva, la retórica bélica que llega con la “guerra contra el narcotráfico” y el delito. Algo que pasa más aún cuando se avecinan tiempos electorales.
Esteban Rodríguez Alzueta es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) y de la Universidad Nacional de La Plata en Argentina. Es profesor de Sociología del Delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales y de la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control, La máquina de la inseguridad, Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención, La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.