Durante este mes de junio ingresó desde la Comisión de Educación y Cultura del Senado al Parlamento una propuesta de ley de educación emocional. La exposición de motivos dice que la educación emocional “es una forma de prevención primaria inespecífica, consistente en intentar minimizar la vulnerabilidad a las disfunciones del carácter o prevenir su ocurrencia”.
Recorriendo las redes sociales, asistimos a adhesiones que sostienen la necesidad de una ley de educación emocional fundamentadas en que los estudiantes se insultan y pelean. Es decir que en Uruguay hay muchas personas que creen en el valor milagroso de las leyes y sostienen la línea del gobierno de turno que, por ejemplo, decretó una supuesta transformación educativa como una mera enunciación de las autoridades, sin que mediara la participación de los actores educativos. Ahora albergan la fantasía de una ley de educación emocional como el decreto mágico que transformará el mundo de las relaciones interpersonales estudiantiles. Se pretende que además de los contenidos curriculares también se incluya la educación emocional, dándoles herramientas a los docentes para que les enseñen a niños/as y adolescentes cómo gestionar las emociones y así evitar conflictos. Se habla de alfabetizar emocionalmente para abordar, por ejemplo, el berrinche de un chiquito de primaria o el bajón depresivo de un adolescente, dándole un mensaje positivo de alegría.
El proyecto de ley, impulsado por un grupo que se autodeclara plural, integrado por personas que proceden de la academia y de la sociedad civil, además de agregar lo referido a la inteligencia y educación emocional en algunos artículos de la ley general de educación vigente, propone la creación de una comisión de apoyo a la educación emocional.
¿Es esto nuevo?
Para dar una breve introducción a un tema archiconocido y muy bien publicitado, podríamos decir que a finales del siglo XX se comenzó a escuchar que era necesario ayudar a los niños a gestionar sus emociones.
En 1990, Salovey y Mayer presentaron el término inteligencia emocional, y desde entonces comenzaron a aparecer diversos programas y metodologías destinados a comprender las emociones y a ponerlas en palabras, identificándolas, con la pretensión de controlarlas.
La educación emocional, aunque no es un concepto reciente, ha recibido últimamente mayor atención y se ha integrado formalmente en políticas educativas y currículos en las últimas décadas. De hecho, se presenta como una innovación educativa que viene a responder a una necesidad que no ha sido atendida por la educación y por las asignaturas de enseñanza.
Alertamos acerca de varias dificultades con respecto a esta nada novedosa proposición. Una de ellas es que este tipo de propuestas “salvadoras” olvida que somos seres sociales e históricamente situados. La educación emocional promueve seguir pensándonos desde lo individual: cada persona con sus emociones y su forma de sentir, analizándose aisladamente, será capaz de manejar y dirigir su vida con el objetivo de autorregularse. ¿Se relega entonces la importancia de la experiencia social del aula, ese espacio magnífico en el que establecemos nuevos vínculos y nos relacionamos con otras personas diferentes?
Pero hay algo que parece aún peor: ¿será un maestro o el profesor el que defina, de acuerdo con un currículum vigente, cuáles son las emociones y las formas de sentir correctas, buenas y justas? Porque parece ser que el docente ordenará las emociones que el estudiante deberá gestionar para manejar y dirigir su vida hacia la dirección previamente elegida por el mundo adulto, en un currículum y en una política educativa que claramente pretende dominar hacia dónde nos dirigimos. Parece una película de ciencia ficción disfrazada de película de amor romántico, en la que los robots emocionales, guiados por nosotros, los educadores, harán aquello que la sociedad desea que hagan.
Es inevitable que surjan miles de preguntas más, de las que, por cuestiones obvias, enunciaremos sólo algunas: ¿en el orden jerárquico habrá alguien que les indique también a maestros y profesores cómo gestionar sus propias emociones y hacia dónde dirigirse?; ¿será esa una de las funciones de la comisión de apoyo que la ley propone crear? Y aún más: ¿no es un acto de arrogancia adulta someter a los niños/as y adolescentes al repertorio de las emociones permitidas? Por otra parte, ¿es correcto controlar emociones si uno realmente está atravesando situaciones que ameritan que estas emerjan? ¿En qué lugar nos coloca la llamada educación emocional a los educadores, que debemos normalizar y/o rechazar las emociones negativas y ensalzar las positivas, basadas en la resiliencia y en la empatía? ¿Somos los jueces de lo que está bien y lo que está mal a nivel emocional?
De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno.
La educación emocional desviste la educación de su vinculación con lo político y con lo ético, al considerar que los aspectos emocionales están separados de sus condiciones de producción.
Quienes defienden la necesidad de esta ley hablan de ella como un modo de alcanzar y disfrutar los bienes que la Constitución nacional nos garantiza. La cuestión de fondo es que para alcanzar los derechos que se expresan en la Constitución es necesario, en principio, tener políticas públicas que realmente aseguren las condiciones de vida digna para las familias y las y los niños/as y adolescentes. No hay educación que pueda controlar lo que siente un niño, una niña o un adolescente si le duele la panza de hambre, y no hay malestar que pueda borrarse si se vive en condiciones precarias y sin saber cuál será el destino del adulto que está a cargo, si este no tiene trabajo, por ejemplo. Mucho menos si se vive esquivando balas o sufriendo riesgos permanentes por el mero hecho de vivir en una zona de la ciudad en la que pulula la violencia o se negocian las drogas en forma natural y cotidiana.
Sin embargo, queremos dejar claro que más allá de que a nuestro juicio hay una romantización de la situación social y de la supuesta solución a los conflictos y manifestaciones violentas, no dudamos que procede de personas bienintencionadas que no han podido o no han sabido problematizar sobre las dificultades reales por las que atraviesan muchos de nuestros niños/as y adolescentes. Nos preocupa que en ningún momento se proponga indagar en las condiciones sociales de producción de las emociones. En cierto modo, adhiere a los eslóganes fáciles de nuestro tiempo: “Si yo cambio, todo cambia”, “Hagamos que lo que suceda convenga”, “Si soy positivo, todo va a estar bien”.
La búsqueda desesperada de la “novedad”
La propuesta se vende bien. Su marketing reconoce la desesperanza, el aislamiento, la soledad, y livianamente, desde un repertorio que divide las emociones en correctas e incorrectas, nos intenta convencer de cuáles son las manifestaciones emocionales desajustadas. Hace el recorrido inverso porque no considera los procesos sociohistóricos ni ve al niño o al adolescente situado; al contrario, considera que cambiando la manifestación emocional por una más aceptada todo va a estar bien. Digamos que barre para abajo de la alfombra.
Tampoco se trata de una propuesta educativa que considere lo afectivo con sus características epocales, no aporta nada francamente novedoso, sino que replica cierto modo de estar en el mundo y de actuar en él. El mundo aceptado.
La educación emocional desviste la educación de su vinculación con lo político y con lo ético, al considerar que los aspectos emocionales están separados de sus condiciones de producción, en una simplificación que va en contra de toda consideración complejizadora de la tarea educativa y del trabajo docente.
Sería bueno hacer, de una vez por todas, el ejercicio de dejar de adjetivar a la educación y pensarla así, a secas, sin adornos, educación, con toda la sustancia que el vocablo tiene y, desde nuestra perspectiva, bien asentada en el paradigma de los derechos humanos, lo que erradica cualquier simplismo que se quiera imponer. La educación es un proceso humanizante que desde siempre reconoce las emociones, porque ellas forman parte natural de la vida de todas las personas. Hay que trabajar con niños/as y adolescentes dando lugar a que lo humano emerja, propiciando condiciones de vida dignas y favoreciendo el encuentro con los otros para preservar la memoria de la especie y que desde ella se pueda gestar lo nuevo, dar lugar a la transformación que cada integrante de la especie que llega al mundo pueda generar. A lo largo de la historia son infinitos los casos de figuras y grupos humanos que fueron capaces de gestar cambios gracias a la expresión libre de lo que sentían, a la rebeldía frente a la injusticia, a la reacción frente al dolor al que fueron sometidos ellos o sus semejantes. Sus expresiones fueron, en la mayoría de los casos, el punto inicial del camino hacia el cambio.
Pensamos que Uruguay debe reencontrarse con la esencia de su tradición educativa, sembrando hacia el futuro buenas condiciones de vida, asegurando la pasada intergeneracional del tesoro común de la herencia y dando lugar a la construcción de lo nuevo. En definitiva, educando, sin adjetivos, porque educar es un verbo semánticamente potente, que lo contiene todo.
Sentimos que hay una búsqueda de novedad en algunos actores sociales que insisten en conseguir una varita mágica para el cambio. Eso los entretiene y los pone en la palestra como los propietarios de una pócima mágica que va a tener logros insospechados, por eso emergen propuestas como esta, de apariencia novedosa y calado viejo como la llamada educación emocional, que es casi una reaparición de un hit bailable en la Noche de la Nostalgia. Nos gusta, pero si lo empezamos a revisar un poquito, ya se nota que desafinan.
Laura Curbelo es profesora de Filosofía egresada del IPA. Celsa Puente es profesora de Literatura egresada del IPA.