La humanidad enfrenta una década de creciente desigualdad marcada por una pandemia global, nuevas guerras, crisis del costo de vida y colapso climático. Según el informe “Desigualdad SA” de Oxfam (2024), 4.800 millones de personas, principalmente mujeres, personas racializadas y grupos excluidos, son más pobres hoy que en 2019, y la desigualdad entre el Norte y el Sur global continúa en aumento. Mientras los precios superan a los salarios, lo cual provoca protestas y huelgas, los gobiernos de países de renta baja y media-baja luchan por mantener sus finanzas a flote debido al aumento de deudas y pagos de intereses. Pero la desigualdad no es simplemente una ecuación. Comprender sus diversas manifestaciones nos ayudará a crear soluciones integrales para priorizar a la población más excluida.

Primero, existen desigualdades socioeconómicas basadas en la acumulación y la carencia de bienes materiales y simbólicos. De hecho, la mayor parte de la riqueza mundial y los súper ricos se concentran en el Norte global, un legado del colonialismo europeo basado en la esclavitud y el despojo de pueblos indígenas y afrodescendientes. Estas relaciones neocoloniales persisten hoy, perpetuando desequilibrios económicos que favorecen al Norte, que, a pesar de representar sólo el 21% de la población mundial, posee el 69% de la riqueza mundial y el 74% de la riqueza billonaria.

Segundo, las desigualdades étnico-raciales y culturales retoman estigmas y estereotipos negativos provenientes de la invasión colonial que creó un eje de dominación cultural basado en la raza, justificando la inferioridad de lo “no blanco”. En Brasil, por ejemplo, los ingresos de las personas blancas actualmente superan en un 70% a los de las personas afrodescendientes. Mientras el racismo naturalizó las relaciones de dominación, el capitalismo generó nuevas estructuras para el control del trabajo, sustentando la colonialidad y el eurocentrismo del capital mundial.

Tercero, tenemos desigualdades de género que sitúan a mujeres y niñas en un papel subordinado a los hombres, independientemente de clase, país o cultura. Los feminismos han visibilizado estas desigualdades en múltiples ámbitos: en el hogar, donde las mujeres realizan actividades no reconocidas ni remuneradas; en el trabajo, donde enfrentan brechas salariales y ocupan empleos más precarios y peor pagados, y en la esfera pública, con baja representación en puestos jerárquicos a pesar de ser mayoría.

Algunos datos

En 2019, las mujeres ganaron a nivel mundial sólo 51 centavos por cada dólar obtenido por los hombres, quienes poseen 105 billones de dólares más de riqueza que aquellas. Pero estas desigualdades se agravan con discriminaciones basadas en raza y condición migratoria, y afectan especialmente a trabajadoras migrantes.

Frente a este complejo escenario, el concepto de interseccionalidad, originado en los feminismos afro y latinoamericano, ayuda a comprender y nombrar las múltiples desigualdades que se cruzan cuando se pertenece simultáneamente a varios colectivos vulnerabilizados y oprimidos. Es crucial dimensionar las injusticias experimentadas por aquellas personas que, además de ser pobres, enfrentan obstáculos en el acceso a derechos básicos por ser negros, marrones, mujeres, lesbianas, trans, o por vivir en barrios segregados del Sur global, donde se combina la degradación ambiental con la exclusión socioeconómica. La justicia social, económica, racial y de género debe entenderse como parte de un sistema complejo de opresiones y desigualdades.

El debate sobre la justicia climática nos obliga a considerar también las desigualdades ambientales, que señalan el impacto diferencial de la crisis ecológica entre regiones y poblaciones. Por ejemplo, según los cálculos de Oxfam, el 1% más rico de la población mundial genera tantas emisiones de carbono como los dos tercios más pobres de la humanidad. Desde la perspectiva interseccional, observamos que mientras los ricos contribuyen a la crisis, las personas de países de renta baja y aquellos en pobreza son las más afectadas, y las mujeres y las niñas tienen menos probabilidades de sobrevivir a desastres naturales debido a roles de género que limitan sus capacidades para tomar decisiones vitales.

Mientras casi la mitad de la humanidad vive por debajo del umbral de pobreza, los modelos económicos extractivos causan una crisis climática global que es atendida por las personas más afectadas y con menos poder.

Además, las personas racializadas –sobre todo en las Américas– suelen vivir en barrios con menor cobertura arbórea y con mayores temperaturas que los residentes blancos. Los pueblos indígenas también son gravemente afectados por el cambio climático: sus formas ancestrales de gestión de la tierra y su relación estrecha con el ambiente natural han sido amenazados por industrias extractivas, la discriminación y la marginación sistémicas.

El enfoque interseccional permite comprender, entonces, los sistemas de opresión vinculados: colonialismo, capitalismo, extractivismo y patriarcado. Las estructuras de explotación de la naturaleza están intrínsecamente relacionadas con las opresiones patriarcales, racistas y eurocéntricas que sustentan el capitalismo. Estos patrones de poder y los modelos económicos actuales siguen fomentando la desigualdad y la injusticia social y ambiental. Al enfocarse en el crecimiento y la producción, invisibilizan que la economía es sostenida por el trabajo de cuidados, generalmente relegado a las mujeres.

¿Cuánto vale el trabajo de cuidados no remunerado?

El valor económico del trabajo de cuidados no remunerado realizado por mujeres se estima en 10,8 millones de dólares anuales, lo que triplica el tamaño de la industria tecnológica mundial. Las mujeres vulnerables, entonces, cumplen tareas esenciales para el sostenimiento de la vida: desde el cuidado de niños, enfermos y ancianos hasta la protección de ecosistemas y la salud comunitaria en territorios degradados. También se encargan de la limpieza y el saneamiento de barrios populares, de la creación de espacios de recreación, del apoyo a víctimas y de la protección de la biodiversidad, además de liderar reclamos ante el Estado.

Mientras casi la mitad de la humanidad vive por debajo del umbral de pobreza, los modelos económicos extractivos causan una crisis climática global que es atendida por las personas más afectadas y con menos poder. Así, la justicia climática es inseparable de la justicia social, económica, racial y de género. Frente a esta creciente desigualdad, es urgente actuar para reducirla. Economistas como Joseph Stiglitz proponen una radical redistribución de la riqueza, pero también se necesita una educación integral (ambiental, antirracista y feminista). Es fundamental atender las injusticias extremas derivadas de la interseccionalidad de las desigualdades y elegir entre una era de supremacía de una élite o un poder público transformador basado en la igualdad y la dignidad.

Natalia Gavazzo es doctora y licenciada en Antropología y magíster en Estudios Latinoamericanos. Actualmente es docente e investigadora adjunta en Argentina (CIC, Conicet).