Hay diversas formas de rendir homenaje a figuras públicas al momento de su fallecimiento. Naturalmente, la manera más habitual consiste en enumerar los aspectos más relevantes de la biografía del homenajeado que, precisamente, nos ayudan a comprender las razones de su devenir público. Distinto debe ser el homenaje cuando quien escribe el obituario goza del privilegio de la intimidad.

Hace un par de días falleció mi tía, Lil Bettina Chouhy Gonella. No voy a ahondar en lo que ya se sabe. Alcanza con acotar que Lilsa, como la llamaban sus familiares y amigos, fue profesora de Historia, pero su pasión y vocación fue siempre el periodismo. Su generación la recuerda como una mujer extremadamente rigurosa en su trabajo, exigente y respetuosa con su público, de inteligencia aguda, juicio implacable y generosidad desbordante. Lilsa se abrió camino dentro del periodismo en una época en la que era muy difícil para las mujeres desarrollar carreras profesionales de alta exposición pública. Fue, al igual que su madre, Lil Gonella, una de esas grandes mujeres que hicieron feminismo sin estridencias.

Hace un par de días falleció mi tía, Lil Bettina Chouhy Gonella. No voy a ahondar en lo que ya se sabe. Alcanza con acotar que Lilsa fue profesora de Historia, pero su pasión y vocación fue siempre el periodismo.

Pero este obituario no tiene que ver solamente con su contribución pública. Hay algo más íntimo, pero no por ello menos esclarecedor, de esa gran persona; algo que su sobrino considera necesario destacar en este obituario: los libros que recibí de Lilsa y que me marcaron la vida para siempre. Al cumplir 16 años, Lilsa me regaló la profusa biografía del Che escrita por John Lee Anderson. A los 17 recibí de su parte la gran Historia del siglo XX de Eric Hobsbawm. Y a los 18 recibí su necesario contrapunto: Tiempos modernos, del historiador Paul Johnson; esa otra historia del mismo siglo, pero contada ya no desde los grandes acontecimientos colectivos (la lucha de clases, los nacionalismos, la guerra y la revolución), sino desde las decisiones y contribuciones individuales de los grandes líderes políticos e intelectuales. A partir de entonces me volví fanático de su biblioteca. Visitarla era siempre para mí una oportunidad imperdible para visitar también sus libros. El último que le robé, sin decírselo nunca, fue 2666, de Roberto Bolaño. Una novela mazacote, no apta para bolsillo, y que, como sus personajes, recorrió (físicamente) el mundo. Me tomó un buen tiempo terminarla. Empecé a leerla en Boston, Massachusetts. La seguí en Pittsburgh, Pensilvania. La novela fue leída en plazas de Berlín, parques de Praga y playas de Italia. Pero decidí terminarla en el jardín de Bella Vista, en la casa donde mi tía pasó siempre sus veranos, devorando libros. Recuerdo que ese día en la playa, el día que terminé 2666, le leí a mi hermano y a mi cuñada unos fragmentos en voz alta. Y esa misma tarde, sin decirle nada a Lilsa, devolví sigilosamente el libro a su biblioteca. Que en paz descanse.