Cuando en la noche del domingo 30 de junio vimos la foto de los cinco candidatos a presidente de la República de los principales partidos políticos, muchas mujeres experimentamos un profundo sentimiento de desolación. ¿Qué había pasado? Cinco fotos, cinco hombres. Lo de siempre. A pesar de todo, nada parecía haber cambiado. Desde principios del siglo XX hasta ahora. ¡Y, sin embargo, tantas cosas han cambiado!

En estas elecciones internas, por primera vez, en los tres históricos partidos del sistema político uruguayo han competido mujeres. Y en los dos principales partidos, estas mujeres han hecho campañas propias que amplificaron su voz, sus propuestas y su figura en ese espacio público que tanto nos ha costado conquistar. Adquirieron proyección nacional y liderazgo propio.

Las marchas de los 8 de marzo, por otra parte, han evidenciado la fuerza de los movimientos de mujeres y de los feminismos. Hemos conquistado la despenalización del aborto, el reconocimiento del femicidio, el Sistema Nacional de Cuidados, y somos la mayoría de la población con estudios superiores de Uruguay. Todo esto lo hemos logrado las mujeres: no solas, pero con nuestro liderazgo. Por si fuera poco, desde filas del “conservadurismo”, y en el propio Partido Nacional que ha ostentado siempre la menor representación de mujeres, se presentó un proyecto de democracia paritaria. Es cierto que fracasó, pero también es cierto que la defensa de la democracia paritaria desbordó por primera vez el campo de los “progresismos” y tuvo otras protagonistas.

Hemos visto a dos mujeres competir en México, por izquierda y por derecha. Y hemos visto las presidencias destacadísimas de mujeres en Chile, Brasil y Argentina. Presidentas, en todos estos países, apoyadas e impulsadas no sólo por mujeres sino impulsadas y apoyadas por hombres. Y en Uruguay, ¿qué está pasando? ¿Qué pasó con ese 22% de listas encabezadas por mujeres en las elecciones internas? ¿Cómo es que no hay una sola candidata a la presidencia que sea mujer?1 La pregunta ¿qué pasa en nuestro país? debe ser hecha una y otra vez en voz alta y enérgica. Para recordarnos que algo anda mal. Que anda muy mal. Uruguay tiene una de las representaciones de mujeres más bajas de todo el continente. Nos preguntamos ¿qué pasa? como quien pregunta por una anomalía. Es una pregunta ética y política. Y no alcanza con decir “es que no las vota la ciudadanía”. Hay litros de tinta escritos sobre esto.

La forma en que el sistema político uruguayo está asimilando esta cosa de que las mujeres queremos representarnos a nosotras mismas (algo que a varios de quienes votaron en contra del proyecto de democracia paritaria les resulta imposible imaginar) es tradicional y conservadora: las mujeres somos las “vices”. Nada nuevo bajo el sol: acompañamos, en un lugar subordinado, la fórmula. Igual es un avance, diremos nosotras, habida cuenta de que llegar a la “vice” les llevó a las mujeres uruguayas 100 años. Recordemos que el entendimiento de este lugar de las mujeres en política no tiene más de cinco años. Hasta la elección de 2019 no se había “impuesto” esta suerte de sentido común –que sigue aún siendo controvertido para muchos– de que la fórmula paritaria es una forma de honrar la democracia. Una que no es paritaria pero que lo “parece”, si las mujeres son “las vice”.

Pero la forma en que se construyen las fórmulas también deja a las mujeres en un lugar subordinado: son los hombres los que dicen: esta sí, esta no. No son los votos ni la “voluntad ciudadana”. No importa cuántos votos una mujer saque a la interna: el líder decidirá a quién elige. Desde la muy controvertida decisión de Daniel Martínez en 2019 a la de Álvaro Delgado en 2024, parece claro que la mujer sigue siendo “elegida” por el hombre. Especialmente, cuando no triunfa con sus votos propios, como nos pasó a tantas en las elecciones internas de los partidos.

Una mujer se sustituye por otra. La política reproduce la lógica del mito del donjuán: lo que se busca es representar a “la mujer”, pero el valor mismo de la mujer como individuo es lo que todavía está en juego.

Es cierto que ninguna regla obliga al ganador a elegir al derrotado. Pero el “sentido común de la política” no honra la regla de los votos, sino la regla de la voluntad política del hombre que gana la elección. En el caso del Frente Amplio, hoy, esta regla se reemplazó por la “voluntad colectiva” del partido. No fue sin mucho sufrimiento que se llegó a este “pacto”.

En el fondo todo sucede, como lo señalaba con gran acierto Celia Amorós, porque los hombres son seres individuados y las mujeres todavía somos un “genérico”. Y es que las mujeres no somos las iguales, somos las idénticas. Una mujer se sustituye por otra. Pasa en el matrimonio, pasa en la política. Las mujeres somos manada. O, dicho en términos de Celia Amorós: el espacio de los iguales es el de los hombres. Ellos han ganado esta batalla al luchar por la democracia y los derechos del hombre. Son los hombres los iguales, pues cada uno vale como individuo. Pero las mujeres, subordinadas al espacio privado por los siglos de los siglos, somos “lo genérico”, lo indiferenciado. Venimos de ser el cuerpo de la especie (o más bien su vientre) y todavía no conquistamos plenamente nuestro lugar de ciudadanía. No en el mundo (donde menos de un 16% son presidentas o primeras ministras), pero mucho mucho menos en Uruguay.

Las mujeres no llegamos a tener un valor individual propio. Una mujer se sustituye por otra. La política reproduce la lógica del mito del donjuán: lo que se busca es representar a “la mujer”, pero el valor mismo de la mujer como individuo es lo que todavía está en juego.

Es posible que, en esa lógica, la voz de las “vices” no sea una voz destacada en el concierto de una competencia masculina por el poder. También es probable que alguien piense que poner a las “vices” a competir entre ellas (una “querella de mujeres”) da rédito. Ninguna mujer debería aceptarlo. Si queremos valer como iguales y no ser idénticas en representar el lugar de “la compañera del hombre”, esta elección será un espacio donde deberíamos intentar romper los techos de cristal que tan bien conocemos.

Constanza Moreira es politóloga.


  1. A excepción de Rita Rodríguez, del Partido Verde Animalista.