A menos de un mes y medio de las elecciones nacionales, la campaña electoral sigue sin ganar potencia en materia de propuestas y debates. Los mensajes publicitarios plantean consignas con las que cualquiera puede estar de acuerdo, porque no se refieren a ningún conflicto de intereses, y en ocasiones destacan características de candidatos a la presidencia que nada tienen que ver con su capacidad para el alto cargo al que aspiran. Todo esto se vio antes, pero está llegando a niveles sin precedentes.

Los motivos tienen que ver, en gran medida, con algunas características de la disputa. Como sucede desde hace ya décadas, las preferencias están presentes de antemano en la mayor parte de la ciudadanía: en esta ocasión, según las encuestas, 80% o más ya tenía una intención de voto a mediados de 2023. Por lo tanto, el enfoque técnico de las campañas se dirige a un sector minoritario y poco interesado en la política; allí hay que ganar simpatías, o por lo menos no perderlas. A eso se debe el estilo de las comunicaciones, que puede resultar insulso, aburrido y aun irritante para quienes ya están decididos.

A lo antedicho se suma que entre los méritos de los actuales candidatos a la presidencia no se destacan el brillo de la oratoria ni el afán por transmitir contenidos. El resultado es que las formas superficiales de la campaña no condicen con la profundidad de lo que está en juego.

En la mayoría de la población, hoy espectadora de una campaña para la minoría, hay identidades y convicciones arraigadas, que llevan a votar siempre por uno de los grandes bloques políticos y nunca por otro, con independencia de la definición cada cinco años de programas, candidaturas y mensajes publicitarios. Son alineamientos persistentes, en los que pueden influir tradiciones, contextos de socialización y factores emocionales, pero que también se deben a intereses sociales y a fundamentos razonados con mayor o menor acierto.

En el enfoque publicitario, importan relativamente poco las motivaciones del electorado fiel, con tal de que se mantengan sin vacilaciones. Esto tiene costos de tipo estratégico: no se le dedican muchos esfuerzos a la formación política de quienes son votantes seguros, e incluso se evita la promoción de debates internos que puedan traer consigo desconciertos y fisuras.

Seguramente hay, tanto en el actual oficialismo como en la oposición frenteamplista, muchas personas –dirigentes, militantes y simples votantes– que desearían ver en sus respectivos bloques compromisos mayores, o a veces menores, con algunas orientaciones programáticas de fondo, pero a menudo se opta por una adecuación a las opiniones y creencias predominantes.

Cuando se amortiguan o se diluyen las propuestas, después es difícil contar con apoyo suficiente para impulsar cambios profundos desde el gobierno. Y después pueden venir las desilusiones.

La cuestión es que Uruguay necesita cambios hondos para no quedar empantanado, y es preciso construir convicciones y entusiasmos que hagan viables esos cambios. No va a ser fácil lograrlo con publicidad para indecisos.