En Uruguay ha ganado mucho terreno la idea, profundamente equivocada, de que es posible llevar a cabo una reforma educativa de segura eficacia y resultados rápidos, impuesta desde las alturas por un líder que señale el camino y ordene recorrerlo. Esta fantasía ha sido alentada por dirigentes políticos y arraiga en las esperanzas de mucha gente, angustiada por las crecientes incertidumbres de estos tiempos y deseosa de que niñas y niños tengan asegurado un futuro mejor.
El grave malentendido se debe, por lo menos en parte, a que la aceleración vertiginosa de los cambios trae consigo una demanda de soluciones inmediatas. Pero también cabe atribuirlo a una visión mítica de la reforma vareliana, de cuyo proceso gran parte de la población uruguaya sólo conoce una versión muy simplificada y –valga la redundancia– escolar. José Pedro Varela murió joven, apenas tres años después del comienzo de la reforma que impulsó, y bastante antes de que pudieran verse sus efectos en alguien que hubiera cursado los diez grados previstos. Mucho antes, también, de que la educación pública llegase a ser laica, porque durante décadas el poder de presión de la iglesia católica la mantuvo solamente gratuita y obligatoria.
El gobierno que termina comenzó tarde y mal “su” reforma. En cambio, le dedicó grandes esfuerzos desde el primer día a tareas de hostigamiento y difamación contra los gremios estudiantiles y docentes. Se afanó ante todo por destruir, y así liquidó de antemano cualquier posibilidad de interacción constructiva para mejorar la educación.
Además, mientras invocaba una falsa concepción de la laicidad, partidizó en extremo la conducción de la Administración Nacional de Educación Pública, con la tesis de que le correspondía el mando a representantes de quienes fueron mayoría en las elecciones de 2019. Pero educar no es mandar, y las mayorías electorales cambian antes de que los procesos educativos culminen. Por eso son fundamentales las políticas de Estado, así como la representación docente y el aporte de las asambleas técnicas, que no son ni deben ser sólo la voz de los sindicatos. Por eso es crucial una amplia y diversa participación social en comunidades educativas.
La velocidad de las transformaciones requiere un sistema con capacidad de aprendizaje colectivo, que involucre al alumnado y a sus núcleos familiares, no una estructura burocratizada, vertical o guiada por consignas superficiales. Requiere una fecunda reflexión compartida sobre lo que ocurre en las clases, y no sólo cambios de los programas, nombres nuevos para las materias o distribuciones distintas de sus cargas horarias. Y requiere, por supuesto, que el horario de cada asignatura no sea una carga, sino una feliz oportunidad de descubrimiento.
Por otra parte, cuando caen los ingresos de la mayoría y se agravan la desigualdad y la vulnerabilidad social, como sucedió en este período de gobierno, es impensable que el sistema educativo logre por sí solo remontar la cuesta. Esto también requiere un aprendizaje colectivo.