Cuando las bombas dejan de caer, el mundo da por terminada la guerra y la llama paz. Pero en Gaza el silencio que sigue al bombardeo no es paz; es el comienzo de una confrontación con el dolor verdadero. Un alto el fuego no significa el fin; simplemente significa que el ruido se ha calmado, permitiendo que la voz del dolor se escuche.

En el momento en que se declara la calma, la memoria empieza a hablar. El padre que perdió a su hijo despierta cada mañana con su imagen. La mujer que se despidió de su esposo mártir aprende a hablar con la ausencia misma. El niño sobreviviente lleva en sus ojos el recuerdo de un hogar reducido a cenizas.

El fin de la guerra en Gaza no es una victoria, sino un doloroso despertar. Abramos los ojos ante la magnitud de la pérdida y aprendamos a vivir sin aquello por lo que una vez vivimos. Los hogares destruidos no se reconstruyen fácilmente en el corazón, y los rostros que han desaparecido no pueden ser reemplazados por el silencio ni por promesas de reconstrucción.

Esta frágil calma que se cierne sobre las ruinas es el espacio donde los gazatíes se confrontan a sí mismos, descubriendo que sobrevivir no es un consuelo, sino una nueva responsabilidad. Vivir, después de todo, significa soportar el dolor de quienes no lo lograron.

Así, cuando el fuego se apaga, no es la paz lo que comienza, sino las palabras. Palabras de corazones rotos, recuerdos pesados y personas que buscan su camino en una ciudad agotada por la pérdida. En Gaza, el fin de la guerra no es el final; es el comienzo de otro capítulo de sufrimiento silencioso, no menos doloroso que los bombardeos.

La reconstrucción no empieza con piedras. Se pueden reconstruir los hogares, pero ¿quién reconstruirá a los seres humanos que vivieron en ellos? ¿Cómo puede una madre, que aún tiembla al oír el viento que le recuerda las explosiones, sentirse segura de nuevo? En Gaza, la gente no sólo repara muros, sino también almas destrozadas por el miedo incesante.

Los niños, sin embargo, son una historia interminable. Aquellos que aprendieron a contar por el sonido de los cohetes en lugar de por los números de sus cuadernos, y que comprendieron la ausencia antes de comprender el futuro. Cada noche, un padre se sienta a su lado, prometiéndoles que la vida les volverá a sonreír, pero sus ojos revelan lo indecible: el miedo a que sus hijos crezcan creyendo que la guerra es normal.

En las mañanas después de la guerra, el café ya no huele como antes; el aire se mezcla con polvo y ceniza. La gente camina lentamente, con el pan en la mano y el peso de los recuerdos en el corazón. Se detienen ante las ruinas de sus hogares, tocando las piedras como si fueran los rostros de sus seres queridos, recogiendo fotos de los escombros como si estuvieran reuniendo los fragmentos de sus propios corazones.

Y al anochecer, el silencio no es apacible, sino que se llena del clamor oculto de preguntas. Cada ventana cerrada susurra una historia, cada calle en ruinas resuena con pasos que nunca volverán. En este silencio las almas hablan más de lo que las personas podrían jamás.

Miramos el cielo aún envuelto en humo, susurrando en nuestro interior: reconstruiremos. No sólo lo destruido a nuestro alrededor, sino también lo roto en nuestro interior.

“La guerra ha terminado”, decían. Pero en los corazones nunca termina. Tras el silencio del mundo, la voz del dolor se alzó, primero suave, luego clara, como si surgiera de las profundidades. Una madre se sienta en el umbral de una casa reducida a escombros, contemplando la calle de la que su hijo regresaba cada tarde. Antes reconocía el sonido de sus pasos incluso antes de verlos, pero ahora cada paso que oye despierta en ella la falsa esperanza de que ha regresado. Se aferra a la ropa que encontró entre los escombros, apretándola contra su pecho como si intentara recuperar el calor de la vida de las cenizas. El mundo está en silencio, pero en su interior ruge una guerra que nunca terminará, una guerra entre el recuerdo y el olvido, entre el amor y la pérdida.

En otra casa, una chica se sienta junto a una puerta que no se ha abierto desde que él se fue. Su última promesa fue esperarlo después de la guerra, pero la guerra ha terminado y todo ha vuelto a la normalidad, excepto él. Cada noche habla con su fotografía, le pregunta cómo le ha ido el día, le cuenta de la ciudad que le parece extraña sin su voz. Aprende que la ausencia no sana y que la soledad no se encuentra en el vacío, sino en la presencia de un ser querido, solo en los recuerdos. No lo perdió ni una vez cuando fue martirizado, pero lo pierde cada día cuando despierta y no lo encuentra.

El niño que sobrevivió solo ahora parece mayor de lo que es. Le preguntan su nombre, pero él guarda silencio, como si los nombres ya no tuvieran sentido después de que todas las voces que lo llamaban se hubieran apagado. Camina por las calles en ruinas, buscando un rostro familiar, una mano que le sujete, un abrazo que le devuelva la seguridad. A veces juega entre los escombros, pero cada risa lleva consigo una pizca de dolor. Rara vez llora, quizá porque las lágrimas ya no bastan para expresar lo que siente por dentro.

Sí, la guerra ha terminado. Pero sigue viva en los detalles de cada día, en las miradas, en el largo silencio antes de dormirse. En Gaza la guerra no termina con un alto el fuego; permanece tras cada sonrisa rota, tras cada corazón que intenta reaprender a vivir tras perder la vida.

Recuerdo la primera tregua, anunciada en enero de 2025. La gente salió a las calles a celebrar, aplaudiendo y alzando la voz de alegría. Yo, sin embargo, lloré. Lloré con un dolor que no eran lágrimas de alivio, sino lágrimas de opresión.

No sentí que la guerra hubiera terminado; sentí que volvía a empezar dentro de mí. Vi en los ojos de la gente una esperanza inalcanzable, recordando mi antiguo hogar y a la familia borrada de la existencia, recordando todo lo que se había detenido en mi vida como si el tiempo mismo se hubiera congelado en ese primer instante de pérdida. Mientras las voces se alzaban de alegría, sólo sentía el pesado silencio que flotaba entre las ruinas de mi mundo interior. Ese silencio es indescriptible, y no se puede decir “la guerra ha terminado”, porque sabemos que aún no ha terminado.

Sin embargo, sigo creyendo que el corazón que lloró con profunda angustia es el mismo corazón capaz de resurgir de entre los escombros. En Gaza el dolor nunca cesa del todo, pero aprende a vivir con la vida. Llevamos nuestro dolor con nosotros, no como una carga, sino como prueba de que seguimos vivos.

Miramos el cielo aún envuelto en humo, susurrando en nuestro interior: reconstruiremos. No sólo lo destruido a nuestro alrededor, sino también lo roto en nuestro interior. Para nosotros, la verdadera paz no es cuando dejen de caer las bombas, sino el día en que podamos sonreír sin temer los recuerdos.

Lina Ghassan Abu Zayed es escritora y licenciada en Optometría por la Facultad de Medicina y Ciencias de la Salud de la Universidad Islámica de Gaza. Este artículo fue publicado originalmente en Il Manifesto.