Este Día Internacional de la Mujer llegó en una encrucijada de amenazas y esperanzas, que no está planteada solamente para los feminismos, sino también para el conjunto de la humanidad.

En el mundo avanzan las posiciones retrógradas sobre cuestiones de género, con una fuerte interacción entre las redes sociales y las organizaciones sociales y políticas de ultraderecha que ejercen el gobierno en varios países y aumentan su influencia en muchos más.

Las opresiones y las violencias se potencian entre sí. Lo mismo puede pasar –y pasa– con las luchas emancipadoras. En estos años difíciles, las militancias feministas han compartido agenda con otras causas por la justicia y la felicidad, sin perder por ello sus perspectivas y demandas propias.

Procesos como el de las ollas populares en Uruguay, entre muchos otros, muestran un camino promisorio de confluencias y alianzas. También aportan evidencia para contrarrestar narrativas tóxicas, que envenenan a la sociedad en general y a los varones en particular.

El sistema histórico de desigualdad patriarcal genera soledades, frustraciones, angustias y rabias; a la vez, oculta sus responsabilidades y señala falsas culpas para enfrentar entre sí a personas dominadas y explotadas. Siempre ha ocurrido, pero las nuevas tecnologías de manipulación exacerban los daños.

El nuevo gobierno nacional uruguayo tiene orientaciones más afines a las feministas que el anterior, en el que pesaban mucho corrientes ideológicas reaccionarias y se impulsaron numerosos proyectos regresivos. Sin embargo, sabemos que en las fuerzas progresistas y de izquierda persisten tradiciones machistas y temores a la igualdad de género. Es positivo, sin duda, que amainen los discursos de odio desde el poder, pero lo fundamental será, obviamente, el terreno de la práctica, en relación con problemas que se agravaron durante el último quinquenio.

La precariedad laboral y el trabajo no remunerado afectan claramente más a las mujeres, incrementando una brecha histórica. Las políticas públicas necesarias para revertir estas desigualdades van mucho más allá de las asignadas a organismos como el Instituto Nacional de las Mujeres. El conjunto de la acción estatal debe estar impregnado de una perspectiva de género para que el conjunto de la sociedad avance.

Esa perspectiva es indispensable en las normas presupuestales. Para superar la insuficiencia, ya crónica, de recursos para aplicar buenas leyes vigentes, no sólo es necesario que algunos organismos tengan éxito en sus reclamos o que sean apoyados por algunas figuras partidarias y por la militancia social. La cuestión de fondo es construir un enfoque estratégico colectivo.

La desigualdad tiene, por supuesto, efectos terribles para las víctimas, pero a la vez degrada la humanidad del resto de la sociedad. Desde el combate a la explotación sexual de niñas y adolescentes hasta la promoción de la paridad en cargos políticos, hay una enorme diversidad de tareas para el cambio cultural. El camino no conduce a privilegios para las mujeres, sino a una vida mejor para todas las personas.