La dificultad, conceptual y política, de definir las acciones del gobierno israelí en territorios palestinos como genocidio ha sido parte de la discusión pública recientemente, mostrando las desavenencias dentro del gobierno y entre este y el Frente Amplio.

Es importante, para entrar en el debate sobre el uso del término genocidio en este proceso, distanciarse de los eslóganes simplificadores y adentrarse un poco más en la historia del conflicto. También es importante tener claro si nos ceñiremos a una definición estrictamente jurídica de genocidio como la que reconoce la Organización de las Naciones Unidas (ONU), o a otras de tipo académico con mayor densidad conceptual. Tomemos, por ejemplo, la definición del sociólogo argentino Daniel Feierstein, para quien las prácticas genocidas incluyen la identificación de un otro al que se demoniza y deshumaniza, sistemático hostigamiento, persecución, humillación, aislamiento y debilitamiento (guetización) de ese otro, que anteceden a su destrucción física, a su aniquilamiento, acto que más tarde es coronado por prácticas de ocultamiento y negacionismo del genocidio. Este tipo de definiciones invitan a escapar de la estéril y desagradable discusión acerca de la proporción de muertos sobre el total de una población que habilitaría a hablar de genocidio, lugar al que llevó la discusión el presidente de la B’nai B’rith Uruguay recientemente en el programa televisivo Séptimo día.

Pero tan importante como esto es, a mi juicio, asumir que la aplicación inmoderada del término genocidio en discursos condenatorios de las políticas del Estado de Israel puede ser tan efectista como innecesaria. No es necesario utilizar el concepto de forma indiscriminada para condenar a un Estado criminal: delitos de lesa humanidad como el desplazamiento forzoso de población o el apartheid tienen el peso suficiente para sustentar la condena a sus perpetradores. Algo similar sucede con eslóganes como el de “Estado fascista” o “nazi-sionismo” que se manejan con cierta ligereza. No es necesario, tampoco, asimilar a todo nacionalismo supremacista con el nazismo, paroxismo del mal para las sociedades occidentales, para así condenarlo. Nuevamente prima el efectismo de advertir que quienes se presentan como las víctimas del totalitarismo alemán se confunden con la ideología de sus victimarios, pero la devaluación del concepto fascismo envenena el debate o, en el mejor de los casos, hace a quienes lo utilizan susceptibles de la parodia. Por más que intelectuales como Umberto Eco hayan conceptualizado un “fascismo eterno”, portador de una esencia capaz de transmutarse y presentarse con diversas caras, estos análisis ahistóricos devalúan el concepto. El sionismo de Benjamin Netanyahu no necesita ser asociado con los fascismos para ser condenado.

Despejadas estas interferencias conceptuales, cabe preguntarse nuevamente si Israel está perpetrando un genocidio y desde cuándo lo ha hecho.

La ONU, retomando el compromiso de la Declaración Balfour de 1917, obra del colonizador británico de la antigua Palestina otomana, resolvió en 1947 la partición del territorio en dos Estados con el objetivo de garantizar un Estado judío y uno palestino. El sionismo desde ese momento ha sostenido de forma inalterada dos premisas simples. En primer lugar, que la única solución posible para resolver el problema del antisemitismo europeo era la creación de un Estado judío, en un territorio que el sionismo reivindicaba por su vínculo histórico y sentimental con el pueblo judío, el de la Palestina en ese momento bajo mandato británico. En segundo lugar, la idea de una patria acorralada: el sionismo, que reconoció como justa la solución de dos Estados establecida por la ONU en 1947, fue hostigado por un nacionalismo palestino y unos Estados árabes que negaban el derecho del Estado judío a existir. Por ende, todas las medidas tomadas en los conflictos posteriores habrían constituido actos de defensa de la integridad de la nación.

Pero esta segunda premisa, que asume la tradicional defensa del sionismo a la solución de dos Estados, debe matizarse. Para el sionismo en 1947 este compromiso era ineludible para hacer viable su proyecto político, la creación de un Estado judío. Era, sin embargo, un compromiso con el que no todos los sionistas estaban de acuerdo. Su rama más radical, el revisionismo fundado por Zeev Jabotinsky y antecedente directo del Likud, lo rechazaba. Pretendía la creación de un gran Israel que abarcara incluso territorios de la actual Jordania, y representaba un nacionalismo étnico supremacista y excluyente. Con todo, prevaleció el ala laborista del sionismo, liderada por Ben Gurión, que se avino a la partición propuesta por la ONU. No obstante, representantes de esta corriente moderada del sionismo, en su comparecencia en la ONU, argumentaron la posibilidad de que palestinos fueran absorbidos por los Estados árabes vecinos, en tanto el sionismo (laborista o revisionista) negaba la existencia de tal cosa como un “pueblo palestino”. Se trataba de una población árabe, por lo que podía ser absorbida por Egipto, Jordania o Siria sin que esto fuera un problema.

Para los sionistas era claro que la partición implicaba prepararse para la guerra, dado el rechazo del nacionalismo palestino y los Estados árabes a la solución de la ONU. Lo que siguió fue lo que los palestinos denominan la nakba. Lo sucedido entre 1947 y 1949 plantea un debate central en la historia del conflicto. Historiadores sionistas (como Efraim Karsh y Benny Morris) consideran que la población palestina huyó de sus territorios por una combinación del miedo a la guerra y el llamado de sus propios líderes, mientras que otros historiadores (Ilan Pappé, Nur Masalha, Walid Khalidi) han documentado que el gobierno de Ben Gurión puso en práctica un plan sistemático de desplazamiento forzoso de población, masacres y destrucción de aldeas palestinas, conocido como el Plan D o Plan Dalet. Esto implica que el propio nacimiento del Estado de Israel implicó un proceso de desplazamiento forzoso de población y limpieza étnica en los territorios ocupados durante la guerra, que continuó más allá del fin del conflicto, incluso con un renombramiento topográfico tendiente a borrar la memoria de la ocupación palestina de esos espacios. Estos hechos constituyen delitos de lesa humanidad imprescriptibles, aunque difícilmente pueden ser conceptualizados como genocidio.

La guerra de 1967, en la que Israel ocupó Cisjordania y Gaza, inició un proceso que igualmente contraviene las normas internacionales: se trata de lo que Ilan Pappé ha denominado “anexión sigilosa”, un proceso sistemático de transferencia de población hacia los territorios ocupados, de creación de colonias judías y expulsión de población palestina. Ese proceso, que se mantiene hasta el presente, se acentuó en el siglo XXI tras el fracaso de los acuerdos de Oslo y Camp David, y amparado por un cambio de la coyuntura global durante la “guerra contra el terrorismo”. Las ocupaciones ilegales y la división tripartita de los territorios de Cisjordania dada en los acuerdos de Oslo, que implica que amplias zonas se encuentren bajo control militar israelí, configura una situación de fragmentación territorial de aquellas zonas controladas por la Autoridad Nacional Palestina. Esto impide cualquier tipo de unidad económica y política real capaz de convertir al Estado palestino en un Estado viable y no lo que en realidad es, un pseudo-Estado. La dependencia económica, las restricciones a la libertad de movimiento, al acceso a recursos básicos como el agua, la sujeción de la mayoría de la población a la ley militar israelí en contraste con los ciudadanos israelíes sujetos a la ley civil en los mismos territorios, la represión brutal de la protesta, las confiscaciones de tierras son todos elementos que permiten catalogar, como ha hecho la Corte Internacional de Justicia, a la situación de Cisjordania como apartheid. Esto también constituye un delito de lesa humanidad imprescriptible, pero nuevamente es problemático hablar de genocidio para denominar el proceso iniciado en 1967 o el statu quo establecido tras los acuerdos de Oslo.

Probablemente un concepto más apropiado –académico, no jurídico– para designar esta situación sea el acuñado por el historiador camerunés Achille Mbembe, quien denomina necropolítica a este tipo de estrategias de dominación, aplicada en territorios coloniales, a través de instrumentos políticos, económicos y militares capaces de deshumanizar y poner a grandes contingentes de población “indeseable” al borde de la muerte, en un estatus de “muertos-vivientes”. Aunque el horizonte final no sea su eliminación definitiva, la situación a la que esa población es sometida es funcional a la perpetuación de un régimen de dominación.

La década de 1990, en contraste con el panorama abierto por la guerra de 1967, fue auspiciosa para una posible resolución del conflicto. Se combinaron distintos factores que hicieron esto posible. Por una parte, el escenario global de la pos Guerra Fría, marcado por el triunfalismo de Estados Unidos, que se arrogaba el papel de único árbitro en los conflictos internacionales, fue crucial. Sin las inquietudes estratégicas generadas por la Guerra Fría, el gobierno de Bill Clinton estuvo dispuesto a forzar a las partes a negociar. El nacionalismo palestino había sufrido también cambios muy profundos: los acuerdos de Camp David entre Egipto e Israel en 1978 y el conflicto de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) con el gobierno jordano habían clausurado una época, la de las guerras de los Estados árabes contra Israel en defensa de la causa palestina, pero también la de la dependencia o tutela –sobre todo egipcia– de la OLP. La expulsión de la OLP de Líbano en 1982 había puesto a la organización al borde de una derrota definitiva, pero la insurrección popular estallada en los territorios palestinos ocupados, la Primera Intifada de diciembre de 1987, aunque desbordó al liderazgo de la OLP, le brindó una oportunidad para reposicionarse. Su facción mayoritaria, Fatah, liderada por Yasser Arafat, dio un viraje estratégico muy relevante: aceptó el derecho del Estado de Israel a existir y se comprometió a negociar una solución de dos Estados. A su vez, una parte del sionismo laborista, cuya figura más representativa fuera quizá Isaac Rabin, adoptó una postura negociadora con el nacionalismo palestino, que hizo posible los acuerdos de Oslo de 1993.

No obstante, poderosas fuerzas actuaron en contra de la paz. Una de ellas fue el surgimiento, en 1987, como reacción al reposicionamiento de Fatah y la OLP, de Hamas como una facción islamista del nacionalismo palestino, que negaba la solución de dos Estados y el derecho a existencia de Israel. En paralelo, en Israel el laborismo estaba sumido en una franca decadencia política y la fuerza ascendente era la derecha sionista del Likud. En 1977 este partido llegó al gobierno por primera vez con Menajem Begin como primer ministro, iniciando un cambio en la hegemonía política en Israel. Tras un período de alternancia en el gobierno con el laborismo, desde 2001 es absoluta la hegemonía de la derecha sionista, que nunca estuvo comprometida con la solución de dos Estados y siempre boicoteó las negociaciones con el nacionalismo palestino. Este es un hecho que no se puede soslayar, aunque la narrativa del Estado de Israel y sus defensores a nivel internacional pretenda adjudicar el fracaso de las negociaciones a la intransigencia del nacionalismo palestino. Pero otro factor debe considerarse para explicar el cierre de la ventana de oportunidad para la resolución del conflicto abierta por los acuerdos de Oslo: los atentados de 2001 y la “guerra contra el terrorismo” del gobierno republicano de George Bush impusieron un viraje en Estados Unidos. Israel volvía a ser la cabeza de puente de Occidente en un nuevo conflicto civilizacional, y al amparo de la islamofobia global que asimiló nacionalismo palestino con terrorismo islámico, Israel legitimó un endurecimiento de su postura contra la Autoridad Nacional Palestina.

El rol de Hamas

En 2007, tras una guerra civil entre Fatah y Hamas, se consolidó el statu quo actual: Hamas pasó a gobernar Gaza y Fatah mantuvo el control de Cisjordania. La división del nacionalismo palestino fortaleció la posición israelí, que consolidó dos estrategias frente a dos enemigos: el bloqueo militar y el ahogamiento económico de Gaza, y la expansión de las colonias en Cisjordania y del sistema de apartheid. El debilitamiento de la Autoridad Nacional Palestina, cuyo gobierno goza del reconocimiento pleno de la ONU desde 2011, fue un objetivo de Israel en los años siguientes. Al mismo tiempo, los gobiernos liderados por Netanyahu toleraron el fortalecimiento y el financiamiento extranjero de Hamas como un antagonista al mismo tiempo fácil de controlar, funcional para la división del nacionalismo palestino y la sedimentación de un poderoso argumento: Israel no puede transigir con un nacionalismo radical, terrorista, que desea la eliminación de los judíos, por lo que toda negociación de paz es imposible por no contar con un interlocutor leal. Por otra parte, como afirma el historiador español Jorge Ramos Tolosa, bombardear Gaza da votos. No es casual que dos de los ataques más violentos de Israel sobre Gaza se dieran en 2008 y 2014 en vísperas de las elecciones.

Luego de 2001, en suma, la ventana de oportunidad para la paz dio paso a una escalada que alejó la resolución del conflicto del horizonte cercano. Para los gobernantes israelíes y amplios sectores del sionismo supuso un triunfalismo asimilable al de 1967; para los palestinos ha implicado sometimiento y desesperanza. Las características del conflicto luego de 2007 cambiaron profundamente. Los bombardeos masivos en virtud de un muy desigual poder de fuego, sumados a las restricciones a la llegada de ayuda humanitaria y los materiales para la reconstrucción de Gaza, así como la violencia desplegada en el desplazamiento forzoso de población y la expansión de los asentamientos judíos en Cisjordania, son hechos que llevaron a algunos académicos a aplicar el término genocidio en esta nueva coyuntura. Ilan Pappé ha empleado el término genocidio progresivo, que precede a los atentados del 7 de octubre de 2023, pero que se ha acelerado tras ese hito. Si los argumentos para aplicar la categoría en este nuevo estadio del conflicto eran sólidos antes de 2023, luego lo son aún más.

La deshumanización del otro y la voluntad de exterminio están presentes en los discursos de diferentes figuras vinculadas al gobierno israelí. Probablemente el más notable de estos discursos sea el del exministro de Defensa Yoav Gallant. Pero las declaraciones han sido acompañadas también con hechos: las fuerzas militares israelíes han llamado a la movilización de la población civil hacia zonas de seguridad al sur de Gaza, para luego, desde comienzos de 2024, iniciar bombardeos sistemáticos sobre esas zonas. La población del norte, desplazada primero hacia Jan Yunis en el sur, volvió a ser llamada a movilizarse hacia Mawasi en la costa, para ser bombardeada nuevamente en esa zona. A esto se suma el bloqueo de la entrada de ayuda humanitaria para la población afectada por los ataques.

La posición oficial del Estado de Israel y sus defensores a lo largo del mundo promete la paz una vez que Hamas sea vencido. Volvimos a escuchar ese argumento en palabras del siempre polémico Alberto Spektorowski en el ya citado programa de Canal 12. Pero las acciones militares de Israel en Gaza no pueden disociarse de las desplegadas en Cisjordania ni del respaldo a la expansión de los asentamientos judíos. En Cisjordania no gobierna Hamas, ni el islamismo, no predomina una fuerza terrorista que niega irreductiblemente el derecho de Israel a existir. Resulta inverosímil, entonces, que una derrota definitiva de Hamas implique una solución mágica que lleve al desmoronamiento del apartheid en Cisjordania y el desmantelamiento de los asentamientos judíos, cuyos colonos constituyen buena parte de la base social de los partidos de la coalición gobernante en Israel.

Las posiciones en Uruguay

Pero tras este recorrido histórico es preciso volver sobre el asunto que motiva este texto: ¿por qué es tan problemático para el gobierno uruguayo conceptualizar lo sucedido en los territorios palestinos como genocidio? Primero, porque implica deconstruir una narrativa sionista y occidentalista muy fuerte en la valoración que del conflicto se ha hecho tradicionalmente desde Uruguay. Esta narrativa es sostenida por influyentes organizaciones comunitarias judías en Uruguay y por sectores políticos que siempre han estado muy comprometidos con la causa sionista, como la mayoría del Partido Colorado, y por otros que en algún momento posterior a la década de 1950 viraron del antisemitismo al prosionismo, como el Herrerismo. La legitimación del derecho al territorio por un pueblo milenario, anhelante de su regreso durante siglos de diáspora, la idea de Israel como fortaleza rodeada, son algunas de las premisas que se han naturalizado.

Pero existe otra razón que a menudo es olvidada. Los representantes sionistas que comparecieron ante la ONU en 1947 argumentaron que la creación del Estado de Israel en Oriente Próximo implicaría un aporte civilizacional para las poblaciones árabes vecinas. Este aspecto del discurso sionista, que postula una especie de superioridad civilizatoria, mantuvo una continuidad con el del colonialismo europeo previo, se reforzó al consolidarse su papel como cabeza de puente de Occidente en la Guerra Fría, y se vio nuevamente renovado con la creciente islamofobia posterior a los atentados del 11 de setiembre de 2001. Esto refleja la construcción occidental de una otredad “oriental” que Edward Said ha denominado orientalismo, y es uno de los lentes a través de los que a menudo nuestras sociedades ven el conflicto. No en vano una de las principales figuras del Partido Colorado, colectividad tradicionalmente identificada con ese discurso occidentalista, Pedro Bordaberry, declaró estar “con Israel” en tanto “representa la frontera contra la barbarie” (entrevistado por Canal 5 Noticias el 9 de abril). Similares argumentos ha sostenido Julio María Sanguinetti en su libro La trinchera de Occidente.

Pero también existen otros fantasmas que son agitados para condicionar la valoración de los hechos. El antisemitismo es un mal que nunca se ha erradicado de las sociedades occidentales, y la uruguaya no constituye una excepción. La embajada israelí en Uruguay y las principales organizaciones comunitarias judías, ante el pronunciamiento reciente del Frente Amplio sobre el genocidio en Gaza, han agitado este fantasma. Postulan la equiparación de las críticas al Estado de Israel con el antisemitismo o con el estímulo a posturas antisemitas que proliferan peligrosamente a nivel global. Este argumento, profundamente falaz y destinado a marginar del debate público las voces críticas con el Estado de Israel, no resiste el menor análisis y ha sido rotundamente refutado por historiadores como Enzo Traverso e Ilan Pappé.

El Partido Nacional y el Partido Colorado, en sus respuestas al documento frenteamplista, han transitado otro de los lugares comunes de las posturas proisraelíes. Afirman que la denuncia de un genocidio en Gaza no constituye una postura “equilibrada”, pues no condena con igual fuerza los atentados de Hamas. Subyace a esta afirmación el argumento de que las acciones militares israelíes constituyeron una reacción legítima a esos atentados, y que no se trata de una retaliación desproporcionada. Estos argumentos son coronados con una afirmación tajante: la paz llegará cuando Hamas sea desarticulado.

Vale detenerse en este punto. Cualquier defensa de Hamas, un movimiento islamista –esto es, cuyo objetivo es la formación de un Estado confesional– autoritario, que utiliza el terrorismo como estrategia de lucha, es claramente contradictoria con un compromiso con la paz. Es cierto que no es posible mantener una postura comprometida con los derechos humanos coherente si no se condenan sus acciones o si se las matiza de algún modo. Pero igualmente cierto es que no son equiparables con las acciones del Estado de Israel: el despliegue militar de un Estado consolidado como una potencia regional, respaldado por la principal potencia militar global, con una capacidad de fuego infinitamente mayor y una posición de fuerza afianzada desde 1948, no puede equipararse con los actos de una facción de un movimiento nacionalista que controla un fragmento de un pseudo Estado, con un poder de fuego infinitamente menor por más apoyo internacional que reciba.

Pero más allá de esto, vale la pena detenerse un momento en comprender el arraigo social que ha mantenido a Hamas en pie. Esto no se reduce únicamente a la financiación iraní y qatarí, ni a un mero autoritarismo que ha secuestrado a una población civil para utilizarla como “escudos humanos”. Su fuerza radica en haberse legitimado –en contraposición a la desprestigiada Fatah– como único actor capaz de mantener la oposición al dominio israelí, muy relevante para una población sometida a una vida marcada por la desesperación y la desesperanza, y a su vez por haber tomado en sus manos la provisión de servicios sociales básicos ante la ausencia de una estructura estatal sólida. La tolerancia israelí al fortalecimiento de este antagonista funcional y controlable también jugó su papel, hasta que los atentados del 7 de octubre rompieron con ese statu quo frente a la imprevisión de las fuerzas de seguridad israelíes.

He repasado las posturas de las organizaciones judías y los partidos de la oposición uruguaya, que se mueven en el universo de lo esperable, pero es más complejo el caso de las izquierdas. Si parte de ellas en los años 40 fueron prosionistas, como el Partido Socialista, durante las décadas de los 60 y 70 mayormente el campo de las izquierdas se definió por su solidaridad con el nacionalismo palestino en virtud del anticolonialismo revolucionario que encarnaba la OLP. Pero esto, aún hoy, no es unánime. Algunos actores dentro del Frente Amplio parecieran compartir los “lentes” que condicionan la interpretación de blancos y colorados.

Cada vez se hace más evidente que frente a este problema el gobierno uruguayo comienza a mostrar algunas divisiones. El presidente Yamandú Orsi y su canciller mantienen su renuencia a hablar de genocidio, mientras que el secretario de Presidencia, Alejandro Sánchez, respaldó el comunicado del Frente Amplio. No obstante, coinciden en un mantra: a los palestinos no les sirven declaraciones sino ayuda humanitaria –aunque probablemente no llegue a sus manos dado el bloqueo israelí–. El argumento es pobre: implica negar la dimensión declarativa como parte importante de la actividad diplomática y como elemento capaz de generar presión en pos de otras medidas. En otras coyunturas históricas, estos posicionamientos presuntamente estériles fueron decisivos. Tras la Segunda Guerra Mundial, en un contexto de incertidumbre global y con una ONU en ciernes, la importancia de las pequeñas naciones llevó a la delegación uruguaya y guatemalteca a jugar un papel central en la partición de Palestina. En la pos Guerra Fría, el boicot internacional logró acorralar a la Sudáfrica del apartheid. Probablemente la coyuntura internacional actual sea mucho menos auspiciosa que las que cité a título de ejemplo anteriormente, pero enviar bolsas de leche en polvo que probablemente nunca llegarán a su destino o formar palestinos de Cisjordania para cultivar tierras de las que eventualmente podrán ser desalojados, parece ser mucho más estéril. Probablemente fuera más relevante el acto simbólico de cerrar la agencia de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación en Jerusalén, en lugar de que el ministro de Educación y Cultura declarara tristemente que lo científico debe separarse de lo político. Esto podría haber sido un punto de partida para acciones de boicot diplomático, económico y cultural. El aislamiento de un Estado que comete delitos de lesa humanidad debería ser el principal instrumento de presión de la comunidad internacional, y sí, ineludiblemente comienza con un acto declarativo que reconozca que esos delitos se están perpetrando.

Fernando Adrover es profesor de Historia y magíster en Historia Política.