Un hecho espantoso nos recordó esta semana, nuevamente, que la situación del sistema carcelario es gravísima y exige medidas urgentes. El lunes, en el ex Comcar, murieron cuatro personas privadas de libertad, quemadas vivas.
Abundan los diagnósticos y las propuestas fundamentadas. Los esfuerzos realizados han sido meritorios y a veces heroicos, pero siempre parciales e insuficientes. Algunas de las causas de esta crisis ya crónica empeoran año tras año.
Desde hace décadas, el Estado uruguayo encierra a cada vez más gente en establecimientos precarios y a menudo ruinosos, cuya capacidad está desbordada y cuya dotación de personal y recursos materiales está muy por debajo del mínimo aceptable. La vida cotidiana de la población privada de libertad es un sinfín de privaciones y violencias.
En la mayoría de los casos, la temporada en el infierno determina que, muy lejos de rehabilitarse, las personas privadas de libertad salgan en condiciones peores que las de su ingreso, reincidan y vuelvan a ser condenadas. El sistema es un desastre humanitario y también un gran fracaso en términos de seguridad pública.
Las responsabilidades de los tres poderes del Estado y del sistema partidario en su conjunto son evidentes. Urge abandonar este camino insensato, pero no será fácil.
Uruguay necesita dedicar recursos a la resolución de problemas de salud, educación, vivienda, empleo, salarios, jubilaciones, cuidados, políticas para la infancia, desigualdad y violencia de género, seguridad, ambiente, productividad, inversión, infraestructura, inserción internacional... La lista es larga, incluye muchas más áreas y la situación fiscal es delicada.
En ese marco, una parte muy considerable de la ciudadanía no quiere ni oír hablar de que se le asigne más presupuesto al sistema carcelario, y la dirigencia política evita plantear lo que el electorado rechaza. Sin embargo, aun desde los puntos de vista más tecnocráticos y desalmados, se reconoce que ese sistema es, además de un escándalo moral y una incubadora del delito, un freno al desarrollo productivo del país, que lo priva de “recursos humanos”, desestabiliza la convivencia social y dificulta el avance de las políticas en todas las demás áreas.
Por otra parte, la cuestión no es sólo asignar más dinero, propio y de programas internacionales, sino también emplearlo de tal modo que sea una inversión productiva y eficaz. En la actualidad, se habla de que el desembolso estatal por cada persona privada de libertad equivale a unos 1.000 dólares por mes, y aunque habría que considerar con cuidado de qué modo se calcula esa cifra (que con distintos criterios puede ser menor o mayor), es evidente que los réditos resultan muy insatisfactorios.
La política carcelaria es, con buen criterio, una de las tres prioridades definidas por el Ministerio del Interior, pero eso no basta. Hace falta construir un consenso político y social amplio sobre lo que está en juego y asumir la reforma como una causa nacional, para rehabilitarnos colectivamente y recuperar la libertad de ser felices.