Desde una perspectiva de larga duración, la cuestión de la laicidad en Uruguay presenta algunos aspectos interesantes.

En primer lugar, es una seña diferencial de la educación pública uruguaya en el contexto latinoamericano. La conexión de procesos como la temprana secularización (desde Bernardo Prudencio Berro a Máximo Santos, con Lorenzo Latorre y José Pedro Varela en el medio) hasta las estocadas finales anticlericales del batllismo dieron lugar a un sistema educativo público que separó la enseñanza de las grandes mayorías del radio de acción de las iglesias, en especial la católica, de tanta influencia en el resto del continente.

Este desarrollo histórico, al influjo de diversas corrientes filosóficas y pedagógicas (algunas a veces tildadas de “jacobinas”), permitió el surgimiento de un conjunto de prácticas y tradiciones profesionales con respecto a la enseñanza y la investigación que se consolidaron en varias generaciones de científicos e intelectuales de destaque. El normalismo uruguayo, la educación secundaria autónoma y la universidad pública fueron terreno de debate y acción educativa en constante creatividad, de allí el surgimiento de valiosos aportes para las ciencias, desde Clemente Estable a Carlos Vaz Ferreira, Luisa Luisi, Reina Reyes y Miguel Soler, por mencionar algunos casos.

Gracias a la temprana extensión de la matrícula de la educación y a la promoción de un saber docente profesional y liberado de las imposiciones eclesiásticas, Uruguay generó una valiosa masa crítica y sólida de educadores y científicos que acompañaron e impulsaron una historia de avanzada en términos de inclusión hasta mediados del siglo pasado.

Tuvo la particularidad de que el mismo Estado que la promovía mantuvo, no sin tensiones, un respeto (académica y profesionalmente ganado) a la autonomía de los docentes y los equipos de investigación. En este marco, la libertad de cátedra fue un aspecto central de consolidación del perfil laico y republicano de nuestra educación. Se entendía que, con los antecedentes y la tradición de formación en la práctica educativa autónoma y reflexiva, tanto el magisterio como el profesorado y la enseñanza terciaria presentaban sólidos pilares que garantizaban procesos de enseñanza solventes.

Vale recordar que a comienzos del siglo la primera reforma universitaria avanzó en el terreno de la autonomía. Y que luego, ya que con la expansión de la matrícula de primaria en camino, fue durante el gobierno de Gabriel Terra que se creó el Consejo de Secundaria, que se separó de la Universidad, también con autonomía.

Los años 40 y 50 vieron crecer, no de manera absoluta pero sí muy importante, los inscriptos a la enseñanza secundaria (que igualmente lejos estaba de cubrir la universalidad). Pero sobre los años 60 llegaría con fuerza la Guerra Fría a Uruguay, y la cuestión de la laicidad cambió. El temor a que los jóvenes recibieran enseñanzas “foráneas”, la utilización del terreno educativo como coto de caza político, la noción de que las “nuevas generaciones” son presa fácil de la manipulación y la denuncia de un sistema amenazado o en crisis (esto ocurre con cada generación) cambiaron el eje de la discusión.

El ardid de la violación a la laicidad

En la simbólica fecha del 19 de junio de 1972, un año marcado por la violencia y la crisis en todos los ámbitos del país, el Poder Ejecutivo liderado por Juan María Bordaberry hizo un llamado público para ensayos sobre “los valores de la organización democrática y sus principios básicos”. La convocatoria pretendía que los textos “actualicen” algunos “temas nacionales” desde aquel presente que vivía Uruguay. El ensayo vencedor, que también mereció el premio de ser publicado como libro por el propio gobierno, fue escrito por Guillermo Ritter1 con el título “El laicismo: su fundamento político, filosófico y su crisis actual”.2 Atendiendo a las intenciones del concurso, el ensayo procuraba argumentar y explicar una nueva definición del concepto de laicidad y de su opuesto: “la violación de la laicidad”.

En aquel contexto, el debate sobre la laicidad presentaba una creciente separación en relación con los temas propiamente religiosos y una mayor frecuencia en relación con temáticas vinculadas con la “denuncia” de la “politización” de las instituciones educativas. Ya en la primera página del ensayo de Ritter se afirma que la laicidad no tiene una relación exclusiva ni predominante con la temática religiosa, procurando ampliar la órbita de influencia del concepto para llegar a incluir doctrinas políticas: “Es corriente limitar la extensión de ese concepto a una determinada actitud educativa respecto a la religión e inclusive a veces se le interpreta en un sentido antirreligioso. Pero la extensión del concepto es mucho más amplia y su comprensión más rica y compleja. El laicismo no sólo se refiere a una posición frente a la religión sino también ante las concepciones filosóficas y las doctrinas políticas en la medida que descubre en estas manifestaciones de la vida espiritual un elemento coactivo y compulsivo que la mancomuna y vincula” (Ritter, 1973, p. I).

La laicidad se define básicamente, en la obra citada, como “una actitud mental y moral frente a los dogmas”, y por su rechazo ante cualquier procedimiento coactivo que en su esencia obligue a otra persona a aceptar sus valores e ideas. “La intolerancia política como la política posee los mismos caracteres psicológicos y produce las mismas consecuencias. Su fundamento es la inseguridad y el temor, su fin la sumisión, su medio el terror”, indicaba el escrito. Según Ritter, ser laico es ser antidogmático, y describe una historia sobre la lucha que los laicistas, sobre todo en el campo educativo, han realizado contra los dogmas. Presenta históricamente cómo fueron los dogmas religiosos los principales enemigos y el clero católico el foco particular de los combates en nombre de la libertad de pensamiento defendida.

No obstante, la gran “actualización” del tema que Ritter propone es que en aquel presente los adversarios de la laicidad eran “otros”: “como ayer frente a la religión, en el mundo contemporáneo el laicismo, en defensa del derecho a la libertad, hizo suya también la lucha contra el dogmatismo político de los Estados Autoritarios: nazismo, fascismo y marxismo”. Así, en una pretendida posición de “pensador liberal” y desde un concepto con alto prestigio en las tradiciones “nacionales”, denunciaba que las ideologías políticas “autoritarias” deben ser el nuevo foco de combate de los laicistas.

Concretamente, el nuevo gran dogma a ser combatido por la laicidad al inicio de la década del 70 uruguayo era el marxismo. Así, “violar la laicidad” ya no resultaba básicamente del hecho de enseñar o imponer doctrinas religiosas en las salas de aula, sino “ideas marxistas”. Porque, como antes era el catolicismo, ahora era el marxismo: “En abierta oposición a los principios adogmáticos del laicismo, la educación marxista enajena el espíritu del niño y del adolescente a un sistema inflexible de ideas”.

Para llegar al centro de este giro conceptual que podríamos denominar de laicidad conservadora a la uruguaya Ritter afirma: “La teoría de la educación del marxismo [...] implica un rechazo a la educación laica” (Ritter, 1973, p. 126). El texto en ningún momento aborda la temática religiosa y centra sus análisis en este nuevo “enemigo” de la laicidad (y por esto de las tradiciones nacionales) porque “Para el marxismo, la educación laica cumple la finalidad de formar hombres, de acuerdo a la particularidad ideológica de la clase que detenta el poder económico. Esta es la razón por la cual el marxismo es antilaicista” (p. 131). Para evitar esta influencia “alienante”3 del marxismo, el Estado debe actuar para “defender a la democracia” y para impedir el “lavado cerebral”: “La intervención del Estado referente a ‘la seguridad y el orden público’ tiene una evidente significación política, en el sentido más amplio del término, pues el Estado se propone con estas disposiciones impedir una forma de enseñanza que, desde la escuela, socave los fundamentos en que se apoya su régimen institucional democrático” (p. 151).

Con este tono “apocalíptico” y de “cruzada” presenta el desafío que ponía en juego a la propia existencia de la nación uruguaya y sus valores “esenciales”. La “salvación” será que el Estado, considerado “neutral” y representante de los intereses generales, asuma una actitud y una actuación urgente: “Lo que aquí se pone en juego es pues la propia supervivencia del Estado. Los Estados, como los individuos, nacen y mueren. Es natural que toda organización jurídica con su sistema de valores espirituales, morales, políticos y económicos se preocupe por su conservación” (p. 151).

En el mismo contexto en que el llamado público para ensayos era realizado, el diario Ahora publicaba una entrevista con Reina Reyes titulada “Laicidad no es neutralidad”, en la que el periodista de iniciales DTF afirmaba que “en estos momentos el gobierno, y desde la órbita del Ministerio de Educación y Cultura, está anunciando el inminente envío al Parlamento de una nueva legislación sobre la enseñanza, invocando para esa innovación la laicidad”. Reyes respondía sobre los peligros que cargaban aquellas circunstancias en las que lo laico “parece trasladarse de lo religioso a lo político” y el “temor a violarla conduzca a una excesiva prudencia, lo que puede transformar al educador en un ser alejado de la realidad, aséptico en materia de lucha social y, por lo tanto, inoperante y hasta nefasto para la formación del hombre del futuro”. La laicidad abandonaba su impulso republicano, atacada por el maniqueísmo de la Guerra Fría, transformándose en una tradición a conservar y encarnada por un gobierno que se presentaba como el garante en la defensa de los inmutables valores de la nación uruguaya amenazados por el comunismo internacional. Este nuevo sentido autoritario se transformó en peligroso cliché que utilizaba un concepto con alto prestigio en Uruguay para denunciar y deslegitimar ante la opinión pública como supuesta “violación de la laicidad” cualquier oposición al gobierno.

Aquella laicidad de la Guerra Fría y la Doctrina de la Seguridad Nacional se torna más relevante e importante de ser pensada y desarmada porque su sentido perdura hasta el presente y es constantemente movilizado contra la libertad de cátedra, las escuelas, el oficio docente y la tradición republicana.

Con la colaboración de Gabriel Quirici.


  1. Filósofo y docente. Fue jefe del Servicio de Información Bibliográfica de la Biblioteca Pedagógica y periodista del diario Acción

  2. Montevideo: Ministerio de Educación y Cultura, 1973. 

  3. “La educación marxista es alienante, uniforma el pensamiento, homogeniza y masifica, todos dicen lo mismo, todos piensan lo mismo, todos critican y elogian de la misma manera” (Ritter, 1973, p. 132).