La tangente es un ciclo de conversaciones con los precandidatos a la presidencia que se desvían de la agenda política diaria, para deslizarse por otros terrenos.

Un reloj de madera colgado en la pared delata cómo pasa el tiempo. Pero no el que marca diariamente sino el que se desliza a través de los años y las décadas: ese reloj pasó por cuatro generaciones y ostenta más de 100 años cantando la hora. Acaba de avisar que son las nueve de la mañana en una casa ubicada en el barrio La Comercial, donde todo está en su lugar, envuelto en un invisible manto de meticulosa armonía. A la banda sonora mañanera de este hogar se le suma el tierno y apacible ronquido de Sasha, una perra labradora de cinco años que duerme sobre una manta, al lado del sillón, sin la más mínima intención de levantarse.

Sentado en el sillón está el dueño de la casa, Robert Silva, mate en mano, y cuenta entusiasmado cómo el centenario reloj, que fue pasando de pared en pared –la de su bisabuela, la de su abuela y la de su madre hasta llegar a la suya–, todavía funciona y se acuerda de avisar las horas redondas. El precandidato del Partido Colorado (PC) muestra todavía más entusiasmo cuando habla de Sasha. Dice que en su Tacuarembó natal, de gurí, era bichero, tuvo gato y perro, pero luego, ya radicado en Montevideo, “uno se urbaniza quizás un poco más”. “Es una labradora pura, pero fue un regalo, la adoptamos”, aclara el político.

Sobre la mesa ratona del living-comedor hay tres o cuatro libros apilados, signo de que están a medio leer o acaban de llegar. “Aunque a veces el cansancio me agota, procuro leer cosas por fuera de en lo que habitualmente estoy”, dice Silva, y toma uno de los libros, que le regalaron hace pocos días, cuando estuvo en la Expoactiva. Se llama Patrimonios del campo y trata sobre la artesanía campestre uruguaya. “Esto, por ejemplo –dice, mientras lo hojea–, me hace acordar al otro día, que visité a mujeres rurales en el Valle del Lunarejo: reciben la lana esquilada, la hilan y después con los telares hacen una ruana. Yo no sabía el trabajo que da hacer eso“, comenta.

En la cima de la pila de libros, destacándose por sobre todos los demás –casualidad o no– hay uno llamado Tacuarembó, un pago grande y es el disparador cantado para que Silva recuerde su infancia y adolescencia en ese departamento. El precandidato rememora que su padre era “muy humilde”, tenía sólo sexto de escuela terminado y era trabajador rural. Empezó limpiando baños en un bar y luego de insistir pasó al mostrador. “Él siempre me lo contaba, me inculcó mucho la perseverancia: para ser lo que uno quiere hay que insistir e insistir”, acota Silva, y sigue trazando la vida de su padre con el lápiz de la memoria: después de muchos años atendiendo el mostrador, cuando el dueño se retiró, le financió el bar y lo compró.

En su más pequeña infancia, los padres de Silva estaban separados –físicamente, más adelante separarían también sus sentimientos– porque mientras su padre trabajaba en el bar en la ciudad de Tacuarembó, su madre, que era maestra, daba clases en la escuela de San Gregorio de Polanco. En esos primeros años Silva vivió con su madre en una pensión, y todavía recuerda la humedad de aquel lugar. Luego las cosas “se complicaron” y se fueron a vivir a la escuela en la que ella trabajaba.

Silva tiene guardado en su mente que vivir en la escuela era algo “muy extraño”, porque, obviamente, todos llegaban y él ya estaba, todos se iban y él se quedaba. Comía, se bañaba, dormía y estudiaba en la escuela. Encima, en aquellos tiempos, en la educación pública no había grupo de tres ni de cuatro años, lo mínimo era de cinco (la famosa jardinera), pero la madre de Silva había logrado que con cuatro años el pequeño Robert estuviera en jardinera. Claro está, a los cinco años la cursó de vuelta. Por eso, hasta hoy recuerda que en la escuela de San Gregorio de Polanco lo señalaban y etiquetaban como “el repetidor”.

Robert Silva.

Robert Silva.

Foto: Alessandro Maradei

Tierras Coloradas

Ya de adolescente, las cosas empezaron a mejorar. El precandidato cuenta que su padre era “muy quinielero”, y en una época alquilaron una casa en Tacuarembó, pero luego, con una quiniela que trajo buena suerte y dinero, pudieron comprar el terreno de lo que después fue la casa familiar. Más adelante –con otra quiniela suertuda–, su padre compró una chacra de cinco hectáreas a pocos kilómetros de la ciudad de Tacuarembó, en Tierras Coloradas. “¡Derecho ese surco, Robert!”, grita Silva, verbalizando cómo su padre lo guiaba para arar –a caballo, a la vieja usanza– aquel campo que habían comprado, en donde cultivaban de todo un poco –papas, zapallos, melones, sandías y afines–. Recuerda Silva:

–Nosotros hacíamos todo: plantábamos, cuidábamos y cosechábamos. Cargábamos una Opel del 51 que teníamos e íbamos al pueblo –como le decíamos– y vendíamos nuestra cosecha. Ahí aprendí el sacrificio del trabajo de la gente de campo, y que muchas veces terminan ganando mucho más quienes hacen la reventa entre el productor y el consumidor final. A nosotros nos pasó eso muchas veces: tenías la fruta pero estabas sometido a los eventos climáticos, y después de que la tenías, si no la sacabas, se te pudría y la pérdida era total, entonces, ante perder todo y perder algo… “Está bien, pero tienen que trabajar para tenerla” es otra frase de su padre que Silva recuerda con claridad. La dijo cuando, con su hermano, le pidieron una computadora, ya por 1987, a los 16 años. La manera que encontró el señor Silva para que trabajaran en lo suyo y pudieran comprar una computadora fue inventar una huerta de melón para Robert y su hermano. Luego de plantados, cosechados y listos para vender, salían con una “bicicletita Graciela” que tenía un cajón atrás y vendían los melones en los almacenes de Tacuarembó. Así llegaron a la TK85.

“Yo hice algún curso, debo tener el diploma por ahí. Era lo que ahora es programación: hacías fórmulas y a partir de ahí las traducía. Hacía dibujitos, cosas que se movilizaran mínimamente. Y también tenía jueguitos, tipo el Pac-Man o cosas así”, recuerda Silva.

Naciste en 1971, te criaste en dictadura. ¿En Tacuarembó el régimen se hacía sentir de alguna manera especial?

Mi familia no era política. La primera cuestión a resolver fue el plebiscito de 1980. Le preguntaba a mi abuelo materno, que era muy wilsonista, y me acuerdo de que me inculcó que había que votar por No. En mi casa estaba esa disyuntiva de Sí o No. No me acuerdo bien cuál fue la decisión, pero no estaban en iguales posiciones. Mi casa era de gente trabajadora, humilde, que la estaba peleando todos los días, entonces, no hablaban de política. El primer recuerdo que tengo es de las elecciones internas de 1982, que empezamos a ir al comité. Mi padre me dijo: “Usted tiene que ir”. Con la lista TAL, que la tengo ahí guardada –porque colecciono listas–, con el doctor [Juan José] Alejandro. Mi padre tenía un libro de [José] Batlle y Ordóñez y otro de Luis Batlle, que se los habían regalado. Un día me los puso arriba de la mesa –en 1982, cuando vino la elección– y me dijo: “Usted tiene que leer esto, porque esta gente fue la que hizo que nosotros, aunque seamos pobres, tengamos oportunidades”.

¿Eso fue lo que te inculcó ser colorado?

Primero fui por tradición, luego me formé. Mi padre tenía la Opel del 51, con la que cosechábamos, y salía por el barrio a buscar gente, llenábamos la camioneta e íbamos a las caravanas para recibir a las fórmulas presidenciales. Entonces, primero fui colorado por tradición y luego por convicción, porque milité, leí, me informé y, en definitiva, acá estoy.

Conociste Montevideo por primera vez a los 18 años, en 1989, cuando viniste a estudiar abogacía a la Facultad de Derecho de la Universidad de la República ¿Cómo fue ese primer contacto con la capital?

Siempre les digo a mis hijos que una cosa son los 18 años de ahora y otra los de 1989. El aislamiento... Fijate que cuando yo era gurí, en Tacuarembó, mi padre llegaba de trabajar, aprontaba el mate y nos sentábamos ante el televisor en blanco y negro, junto con mi hermano y mi madre, para mirar el informativo de Canal 12 –por Canal 7 de Tacuarembó– con una semana de atraso: mandaban los casetes en la ONDA. El informativista era Gustavo Adolfo Ruegger, el de pelo blanco. “Hay que mirar el informativo de Montevideo”, decía mi padre, y eso ya lo habíamos escuchado en la radio, alguna de alcance nacional, que llegaban medianamente bien. El aislamiento de Tacuarembó respecto de la capital era muy grande. Entonces, cuando llegué, a los 18 años, que nunca había venido, me impactó, fue un golpe muy grande, porque tenía los edificios, los semáforos... Yo andaba perdido como perro en cancha de bochas: les gritaba a mis amigos: “¡Cuidado, los señaleros!”, y eran los semáforos, porque en Tacuarembó no había semáforos ni edificios. La primera vez que fui al mar quedé sorprendido por la inmensidad. Es el Río de la Plata, pero para mí era ver una cosa...

De puño y letra

“Una letra espectacular, ¿no?”, destaca Silva –con un semblante de orgullo– mientras mira una de las tantas cartas que le envió su madre, que falleció en 2013 –tres años antes que su padre–. Las tiene –todas– celosamente guardadas en una bolsa que trajo de algún recoveco del piso de arriba de su casa. Resalta que es algo que nunca mostró y que a través de ese archivo se puede reconstruir toda su historia. En la casa de la madre de Silva en Tacuarembó no había teléfono, entonces, cuando se vino para Montevideo, la única manera de comunicarse era por misivas. La carta solía venir en una encomienda junto con un billete de diez pesos –y a veces también con comida–, para que Silva fuera a la sede de Antel en Fernández Crespo y 18 de Julio, y así poder hablar por teléfono. “Voy a ir a lo del Bebe a las tres de la tarde”, le contaba su madre en la carta, y a esa hora iba a lo del vecino –el Bebe– y esperaba el llamado de su hijo.

Silva dice que aquellos primeros años en Montevideo iba a Tacuarembó una vez por mes, “con suerte, sí tenía plata para el pasaje”, por eso “el shock afectivo” fue muy grande. Porque de estar “cobijado, cuidado, protegido y guiado” pasó a estar solo, a 400 kilómetros de su tierra natal, en una realidad que nunca había visto. Cuando se recibió de abogado, en 1996, estuvo a punto de volver. Su padre vació un depósito del bar, le inventaron una puerta, y en una tienda “muy económica” Robert Silva compró una moquette y cosas así para armar su estudio y empezar a atender potenciales clientes como abogado.

Pero al final no volvió, porque el gobierno del presidente colorado Julio María Sanguinetti –ya en su segundo mandato– le ofreció el cargo de secretario general del Consejo de Educación Secundaria y, tres años después, en 1999, fue secretario general del Consejo Directivo Central (Codicen) de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP). “Pasé de vivir en una residencia, en la que me encargaba de la limpieza de baños, de cambiar tubos, lamparillas y cuidar cosas, a ser el secretario general de Secundaria. Fue un vuelco que siempre comparo con el que tuve al venir de Tacuarembó a Montevideo”, dice.

“A las siete y media tengo una reunión para formar la comisión de fomento. Estoy haciendo temprano la encomienda para que mamá no camine por la pared con sus tradicionales nervios. Va media torta agridulce y de manzana, buen provecho”, lee Silva, de la letra de su madre –que escribía envidiablemente recto en hojas sin renglones, como buena maestra–, estampada en una carta de 1999, cuando la tecnología de la comunicación ya había avanzado bastante –existían los celulares, internet, el correo electrónico y demás chucherías digitales–, pero aun así seguían con la tradición epistolar.

“Esto hace años que no lo abro”, dice Silva, que sigue sacando cosas de cajas cual mago de los recuerdos. En esta tiene listas y más listas guardadas, desde la elección interna de 1982. No sólo del PC sino de todos los demás partidos, y tampoco se restringe a las listas, ya que también tiene guardados recortes de diarios con casi cualquier noticia relacionada a la política, y acota que incluso por ahí –en otra caja, quién sabe– tiene casetes con discursos.

Los destellos de armonía meticulosa de la casa de Silva también brillan en la forma en la que archivó ese material –en cuadernos forrados, ordenados por partidos, con los recortes prolijamente pegados en las hojas, como buen hijo de maestra–. “Algunos me han dicho que esto tiene pila de valor porque son las originales”, dice. Mientras hojea material de 1984, se topa con la foto de un multitudinario acto colorado, y por un instante a Silva le pica el bicho nostálgico: “Mirá lo que eran los actos… Ya volveremos”.

Asignaciones familiares

¿Cómo te definís ideológicamente?

Humanista, republicano y transformador. Humanista porque es la esencia misma de lo que ha sido nuestro partido y las características de la sociedad uruguaya impregnadas por el batllismo. Somos una sociedad a la que le importa el ser humano en su plenitud y su desarrollo, y somos conscientes de que a partir del desarrollo de cada ser humano viene el desarrollo colectivo. Tenemos en nuestro ADN la movilidad social ascendente, y eso es producto del batllismo. Creo en el mérito, en el trabajo y en el esfuerzo. No creo en la lucha de clases, pero sé que esta sociedad genera diferencias; entonces, ahí tiene que estar el Estado, que no es más ni menos Estado: es orientador, presente, eficiente y eficaz, y desarrolla políticas públicas, como las que me impactaron a mí y hoy me permiten estar acá: la asignación [familiar], la salud pública, la escuela pública y la universidad pública y gratuita.

¿Tu madre fue beneficiaria de asignaciones familiares?

Sí, mi madre me decía “vamos a esperar a cobrar la asignación”, para ver qué compraba. Iba un mes y me compraba algo para mí, otro mes le compraba algo a mi hermano; a veces compraba útiles escolares, o tenía un pantalón que se había roto... Me acuerdo de las rodilleras, eso ya no se usa más, pero en nuestra época eran comunes, porque nos caíamos, se rompían los pantalones, no tenía pantalón para salir y esperábamos la asignación; también para un par de zapatos. Entonces, creo mucho en esas políticas públicas focalizadas; lo hice ahora en la educación. Acá no hay políticas de primera o de segunda, hay gente que está en una situación de desventaja por el lugar en donde le tocó nacer, y el Estado, a través de políticas públicas focalizadas, directamente o en articulación con la sociedad civil organizada, por ejemplo, con los [Centros de Atención a la Infancia y la Familia] CAIF, tiene que llegar.

Siendo presidente de la ANEP, en este gobierno, tuviste muchas idas y vueltas con la Federación Nacional de Profesores de Educación Secundaria (Fenapes). Fuiste profesor, ¿no creés que podrías haber tenido otra actitud hacia ellos?

Yo no estoy en contra de los sindicatos porque soy batllista y los batllistas en este país gestamos los sindicatos. Fui gremialista, integré el Centro de Estudiantes de Derecho de la facultad, fui a marchas de la [Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay] FEUU y soy defensor de los intereses del gremio. Lo que pasa es que a veces los sindicatos –que no son el gremio– se ven impregnados en su accionar por intereses ajenos a los que deben defender. Lamentablemente, muchos sindicatos tienen esa particularidad. En muchas reuniones les dije: “Pero discutamos de educación, no mezclemos con cosas que están por fuera de la educación”, y eso a veces es lo que hace tomar posiciones distantes, en el marco del legítimo ejercicio de la autoridad que confiere un cargo público. Como presidente de la ANEP, puedo tener dos tipos de responsabilidad, por acción o por omisión. Creo que en los gobiernos anteriores hubo mucha responsabilidad por omisión. Entonces, muchas veces procuré acuerdo y diálogo con los sindicatos, y tuvimos buenos acuerdos, firmamos un acuerdo colectivo salarial que defiende los intereses de los trabajadores, pero después, en otras cosas, lamentablemente… Además, los sindicatos de la educación son muy distintos: una cosa es Fenapes y otra cosa es la [Federación Uruguaya de Magisterio] FUM. A su vez, dentro de la FUM, una cosa es la FUM y otra es Ademu Montevideo, hay mucha diversidad. Yo no tengo duda de que la FUM tiene una alta representatividad, pero no tengo duda de que los sindicatos de educación media, no. Creo que los sindicatos –sobre todo los de educación media– estaban muy acostumbrados a que la oposición de ellos implicaba la inacción del gobierno, entonces, se hacían cosas a medias tintas. Pero puede no haber acuerdo, no hay propuesta alternativa, y nosotros tenemos la responsabilidad de gobernar. Llegamos al gobierno para que las cosas sucedan, y en educación sucedieron. Hay algunos que están en contra, hay una enorme mayoría –a mi criterio– que está a favor, pero por algo la transformación educativa está andando.

En tu campaña como precandidato a presidente haces énfasis en la transformación educativa, pero es algo poco tangible para la gente.

Es lo que muchos me dicen, que la transformación educativa es algo a mediano y largo plazo; aunque ya tenemos efectos concretos, se están viendo cosas que hemos logrado, pero es a mediano y largo plazo, es cierto. Creo que hay que generar conciencia en la gente de que la educación es algo a mediano y largo plazo, y que no hay vuelta: para que un proceso de transformación educativa avance, hay que continuar el gobierno, y en gran parte por eso estoy acá.

Suelen proliferar las críticas hacia los batllistas porque ahora integran un gobierno con los herreristas, cuando históricamente fueron como el agua y el aceite.

Había diferencias mucho más marcadas con anterioridad, nos hemos ido acercando en el marco de este gobierno de coalición, aunque somos distintos. No hablan con la verdad cuando a mí me quieren identificar con un herrerista, porque si hay algo que no soy es herrerista, por algo soy colorado y batllista. ¿Tenemos puntos de coincidencia? Sí, porque muchos colorados y batllistas estamos en el gobierno, y hemos logrado que el gobierno en las áreas sociales tenga quizás mayor énfasis.

Ping pong

Te voy a hacer un ping pong de asociación libre. Te tiro nombres y me decís lo primero que se te ocurre: Luis Lacalle Pou.

Tengo muchas cosas para decir, porque tuve –y tengo– una excelente relación con el presidente. Perseverancia.

Guido Manini Ríos.

Desconocimiento, porque no conozco muchas de las cosas que hacen a su accionar.

Ernesto Talvi.

Profesionalismo.

Julio María Sanguinetti.

Articulador.

José Mujica.

Personaje.

Tabaré Vázquez.

Muchos dicen “el primer presidente de izquierda”; yo diría el primer presidente de un partido no tradicional, que para mí es muy importante en Uruguay, porque logró romper la hegemonía de lo que venía históricamente. Es mucho más que un presidente de izquierda, fue el primer presidente de un partido no tradicional.

Pero también fue el primer presidente de izquierda.

Según... Para mí el primer presidente de izquierda de este país fue José Batlle y Ordóñez. Porque yo conceptualizo a la izquierda como aquellas acciones que se desarrollan trabajando por el bien común, saliendo de la ortodoxia tradicional, de las cosas que se vienen haciendo desde siempre. Batlle y Ordóñez fue un presidente que trabajó por los que menos tienen, gestó un partido que estuvo al lado del pueblo e hizo cosas absolutamente disruptivas para su época, entre ellas –con un predominio absoluto de la iglesia católica–, el divorcio por sola voluntad de la mujer, impensable para su época [1913].

La cruz

Silva busca con su mano dentro de la camisa que lleva puesta y muestra la cruz que le cuelga del cuello, cuando se le pregunta si es religioso, pero aclara que, desde que vivió algún “incidente” en su vida, con su esposa se alejaron “un poco” de la religión: eran de ir a misa y hace un tiempo que no van. “Soy cristiano, pero si me preguntás si profeso la religión o voy a encuentros religiosos, no”, acota.

Siendo cristiano y batllista, destaca la separación de la iglesia católica del Estado, instaurada en la Constitución de 1918, y explica: “Yo soy defensor de la laicidad, creo que el Estado tiene que permitir en su seno y en su accionar todas las concepciones sobre todos los temas. Un Estado asociado a la iglesia católica no cumple con el rol que tiene que cumplir, porque en definitiva toma partido por una de las visiones que existen”.

¿Qué fue lo que hizo que te alejaras de la religión?

Parte de mi formación en Tacuarembó fue en un colegio jesuita, en el que mi madre consiguió una beca, y eso me permitió acercarme a la iglesia católica. Formé parte de movimientos sociales, trabajamos en los distintos barrios desde ese colegio, el San Javier. Luego, acá en Montevideo, ante la soledad, esos grupos de personas que vas conociendo te llevan a interactuar, a estar más unido, porque hacíamos salidas, retiros y campamentos, que sirven para generar afectos y nuevos vínculos. Después, en 2006, falleció Joaquín [su segundo hijo], y son de esas terribles injusticias que ponen en jaque a una familia. Es decir, tenés dos caminos: te separás y destruís la familia o te unís muchísimo; por suerte, en nuestro caso, nos unimos muchísimo a partir del fallecimiento de Joaquín, y tuvimos algunas cosas que nos afectaron. Eso llevó a que fuéramos paulatinamente alejándonos de la práctica.

¿A qué edad falleció tu hijo?

Ocho meses, le vino púrpura fulminante. Murió el 24 de diciembre de 2006 y lo enterramos el 25. También eso en la familia ha sido complejo, porque las navidades ya no son las mismas. Y en esa Navidad nosotros lo hablamos con mi esposa, en medio de la situación tan difícil, de que Bruno, nuestro hijo de cinco años, no podía no tener Navidad, entonces, hicimos todo lo que estaba previsto para Navidad, sabiendo que en la morgue teníamos a nuestro otro hijo. Pasamos esa Navidad lo mejor que se pudo, el 25 lo enterramos y comenzó una segunda etapa en nuestras vidas, en nuestra familia y en nuestro matrimonio. Después vino Agustina, que tiene 15 –Bruno tiene 22–.

¿Cómo se llevan tus hijos con tu exposición pública?

No ha sido un proceso fácil, siempre impacta. Tomaron distancia de las redes sociales porque son muy ingratas, hay mucha impunidad, mucha gente que, bajo el anonimato, inventa y dice cualquier cosa. Pero ellos siempre están apoyándome.

Gimnasia en el patio

“Yo me miraba al espejo y decía: ‘Tengo que estar mejor, no me gusta cómo estoy, tengo que cuidarme, me tengo que controlar’”, recuerda Silva sobre el momento que significó un quiebre en relación con su estado físico. Cuenta que a los 16 años llegó a pesar 120 kilos y todavía tiene amigos en Tacuarembó que cuando lo ven le gritan “gordo”. “Antiguamente, al menos en el ambiente en el que yo estaba, había como una lógica de que ser gordo era síntoma de salud”, dice.

Pero luego se dio cuenta de que quería adelgazar, aunque confiesa que, “más que por un tema de salud”, en aquel momento era por una cuestión estética, para verse “mejor, bien”. Así fue que empezó un proceso de “autocontrol” con la alimentación. Sus padres se negaron a que fuera a un gimnasio porque no tenían plata, entonces, se guardaba los pesitos de la merienda, se salteaba esa comida y así pagaba los 30 pesos por mes del gimnasio. Bajó a 77 kilos y aquello del entrenamiento le quedó. Hoy, en el patiecito de su casa, se arma circuitos de aparatos: tiene pesas, barra y un banco. Dice que, en la vorágine de la campaña, entrenar lo afloja y lo distrae.

Tacuarembó Fútbol Club

“Es de las cosas que no se saben de mí”, dice Silva sobre los varios años que fue delegado de Tacuarembó Fútbol Club en la Asociación Uruguaya de Fútbol. El cuadro de su departamento natal se fundó a fines de 1998 y estuvo una década ininterrumpida en primera división. El precandidato destaca que el equipo logró que los simpatizantes de cuadros tradicionales dejaran sus colores para abrazar la camiseta roja y blanca de Tacuarembó. De todos modos, cuando se le pregunta si es futbolero, contesta: “Mi hijo es fanático de Peñarol y en mi familia éramos todos aurinegros, pero yo no soy futbolero. Miro, obviamente, un partido de fútbol, entiendo el deporte, me motiva la selección uruguaya, pero no soy de ir a los estadios, salvo cuando estaba Tacuarembó; incluso, cuando estuvimos un tiempo en la B, fui mucho”.

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