A menudo se utiliza la imagen de los militares irrumpiendo en el Parlamento como un ícono del golpe de Estado de 1973. Los militares y los civiles colaboracionistas del régimen fueron protagonistas de la escalada represiva, pero el proceso que desembocó en el golpe fue largo y tuvo múltiples actores. La historiadora Magdalena Broquetas, en su nuevo libro Ganar la guerra. Cultura, sociedad y política en el Uruguay autoritario. 1967-1973, editado por Banda Oriental, se centra en las organizaciones sociales y sindicales y en las expresiones culturales que contribuyeron a “configurar la matriz política y social de las derechas” desde 1967 a 1973. Organizaciones de padres preocupados por la “infiltración comunista” en los liceos, jóvenes violentos que irrumpían con garrotes y armas de fuego en asambleas gremiales, una organización sindical que intentó contrarrestar la acción de la Convención Nacional de Trabajadores (CNT), editoriales de los diarios El País y La Mañana que llamaban a luchar contra el “comunismo”, contra el Frente Amplio (FA) y contra las expresiones culturales de izquierda al tiempo que reivindicaban los roles tradicionales de género, entre otras expresiones sociales y culturales que marcaron la pauta de un período clave para la consolidación autoritaria.

“La guerra que libraron los protagonistas de estas páginas fue para ganar la calle, los centros de estudio, el sindicato, la iglesia, los clubes políticos y el arte popular. Para ganar la guerra, ellos creían que había que ganar las almas, no sin antes cortar de raíz la marea de cambios que trastocaba cada arista del orden establecido”, resume Broquetas.

El autoritarismo también se plasmó en las decisiones políticas del gobierno de la época, liderado por Jorge Pacheco Areco desde diciembre de 1967, tras el fallecimiento de Óscar Gestido. Una semana después de la muerte de Gestido, Pacheco firmó un decreto que dispuso la clausura del diario Época, el cierre del periódico socialista El Sol y el retiro de la personería jurídica del Partido Socialista, del Movimiento Revolucionario Oriental, de la Federación Anarquista del Uruguay, del Movimiento Izquierda Revolucionaria y del Movimiento de Acción Popular Unitario. “La medida causó fuerte impacto en una sociedad como la uruguaya, que durante el siglo XX no había experimentado ilegalizaciones de partidos políticos o movimientos políticos”, al tiempo que ratificó y consolidó la línea “dura” en materia económica, “el inicio del ascenso triunfal de la derecha neoliberal autoritaria”, detalla la historiadora.

Los padres vigilantes de la “infiltración comunista” en la educación

En la década de 1960 se constituyó la Organización de Padres Demócratas (Orpade), que “exigieron la depuración del cuerpo docente en Enseñanza Secundaria, mantuvieron férrea vigilancia ideológica sobre textos y contenidos de programas y hasta llegaron a ocupar por varios días locales de estudio que entendían amenazados por el comunismo”.

En un primer momento, la Orpade se dedicó a estigmatizar con nombre y apellido a profesores presuntamente comunistas, convocando a “padres y amigos demócratas” a denunciarlos, y ejerciendo presión sobre las autoridades para sancionarlos. También impulsaron leyes para lograr una efectiva vigilancia ideológica en los centros educativos –y en la administración pública, en general– así como para ilegalizar al Partido Comunista. Además, recolectaron firmas para abolir la libertad de cátedra.

Entre 1964 y 1965, la actuación más destacada de la Orpade fue en la órbita sindical, donde llevó adelante una campaña contra el derecho de huelga de los funcionarios públicos, recuerda Broquetas.

El 18 de julio de 1969, en el liceo de Bella Unión, en un acto conmemorativo de la Jura de la Constitución organizado por el Club de Leones en la plaza principal de la ciudad, la Policía detuvo al profesor Carlos Rampa por el contenido de su discurso. Según una crónica de El Popular, el profesor hablaba de “las enseñanzas de Artigas contra minorías oligárquicas” y recibió silbidos y gritos pidiendo que se bajara del estrado. Tuvo que interrumpir su oratoria. Horas más tarde, la Policía exigió que entregara el texto de su discurso y esa misma noche fue detenido en el marco de las medidas prontas de seguridad. Al día siguiente el liceo fue ocupado por estudiantes y padres de la Orpade que reclamaban que las autoridades revocaran de sus cargos a “los malos profesores” e incluyeran al frente de la institución a “un digno representante de la Educación y el Civismo Nacional”, se recuerda en el libro.

Ese mismo año se formó una comisión investigadora para estudiar las numerosas denuncias que existían contra profesores y funcionarios.

El 12 de febrero de 1970, Pacheco, en el marco de las medidas prontas de seguridad, decretó la intervención de los consejos de Secundaria y de la Universidad del Trabajo alegando que se estaba ante una “situación caótica”. “La intervención supuso la sustitución de las autoridades electas por personas de confianza del gobierno, cuya prioridad debía ser el restablecimiento de la autoridad, aunque también se preveía que abordaran la revisión de los contenidos curriculares”. La decisión fue aplaudida por la Orpade, menciona Broquetas. En el primer semestre de 1970 los consejos interventores realizaron numerosos sumarios que finalizaron con la destitución de funcionarios docentes y administrativos. La mayoría de ellos se basaba en denuncias de padres, de alumnos y de direcciones de liceos, o en acusaciones divulgadas en la prensa.

Jóvenes “demócratas” preocupados por la “deformación de conciencias”

En 1970 se funda la Juventud Uruguaya de Pie (JUP), a partir de la convergencia de varias organizaciones estudiantiles que se presentaban como “demócratas”. La JUP contó con el respaldo incondicional de la Orpade y convocaba a los “indiferentes” o a las mayorías silenciosas, apunta Broquetas en su libro.

La JUP “recogió el reclamo por una nueva universidad en el norte” que compitiera con la Universidad de la República (Udelar), para que los “jóvenes del interior” pudieran estudiar sin verse obligados a abandonar a sus familias para trasladarse a Montevideo e ingresar en lo que se describía como “uno de los principales antros de deformación de conciencias a favor de intereses extranjeros como es, desgraciadamente, esta Universidad” (en referencia a la Udelar). Definían también a Montevideo como el “centro principal de la tarea destructora y de enfrentamiento que pretenden llevar a cabo los enemigos de la Patria”. Y llamaban a no descuidar la vigilancia sobre los docentes en centros educativos, a la defensa de una sensibilidad cristiana y a la reivindicación de un universo cultural y de valores entendidos como autóctonos (“orientales”), señala la historiadora.

El 24 y 25 de octubre se organizó en Salto el primer congreso de la JUP, “con la calurosa adhesión de organizaciones sociales y religiosas, colectivos estudiantiles y de profesores y asociaciones empresariales”.

En 1971, la JUP cobró notoriedad en liceos de la capital a partir de acciones de amedrentamiento y violencia física en centros de estudio y zonas cercanas. Desalojaban de manera violenta las ocupaciones, ingresaban de forma violenta a los locales cuando se realizaban asambleas gremiales, “con cadenas, cuchillos, barretas de hierro y armas de fuego”. En el otoño de 1971, en el Instituto Bauzá, un grupo de entre 20 y 25 personas irrumpieron en el local y dispararon indiscriminadamente sobre los estudiantes. Sólo en agosto de 1971, cinco institutos fueron asaltados con violencia y atacados con armas de fuego.

El temor de las derechas ante un mundo nuevo

Broquetas también señala la alarma que generaron en el espacio conservador las transformaciones de los roles tradicionales de género y el cuestionamiento al orden patriarcal, así como distintos aspectos de la modernización cultural. “La respuesta no fue meramente reactiva, sino que se promovieron otros modelos de jóvenes y de mujeres, a la vez que se reivindicaban manifestaciones artísticas que exaltaban el criollismo y un nacionalismo de raigambre ‘oriental’”, advierte la autora.

El temor a la degradación moral de la juventud aparece en numerosas expresiones gráficas y artículos periodísticos. “De la lectura sistemática de la prensa periódica de este período surge con claridad la condena de lo que se entendía como una erotización desmedida de las mujeres en el cine, el teatro, el periodismo y la literatura, siendo habituales en los medios de comunicación de derecha las opiniones contrarias a la ‘nueva ola’ que se asociaba al hedonismo y al consumismo”, menciona Broquetas.

Había una convicción de que la proletarización había perjudicado a las mujeres, alejándolas de sus hogares y sometiéndolas a trabajos inapropiados. Broquetas cita un artículo de opinión de El País publicado el 20 de abril de 1970, titulado “El sexo femenino en la insurrección social”, que sostiene que en América del Sur “la mujer desempeña un papel de real importancia” en la “actividad sediciosa” y en la “obra de la insurrección”.

La JUP también alertaba que la “mujer revolucionaria” representaba una peligrosa desviación de un supuesto orden natural. Se establecían asociaciones entre la mujer revolucionaria, su pérdida de atributos femeninos, la negación del instinto maternal y la proclividad hacia la masculinización, según consta en el libro.

También se vinculaba esta situación a un supuesto resentimiento social que consideraban propio del marxismo y a la incapacidad de amar de esas mujeres. Nuevamente en un artículo de El País, del 17 de enero de 1969, se señalaba: “Es evidente que cuando la mujer pretende igualarse socialmente al varón, todo lo que gana en influencia externa lo pierde en influjo íntimo sobre el hombre. El aire altanero que a menudo toman, así como el espíritu de dominación que las embarga, les alarga los tenues hilos que aún pueden sujetarla al varón, adoptando los rasgos del marimacho”.

Uno de los objetos de mayor encono de las derechas en la escena cultural fue el llamado “canto de protesta” o “canción social”, apuntando a artistas como Alfredo Zitarrosa, Los Olimareños o Daniel Viglietti. Un artículo de La Mañana calificaba “A desalambrar” como “un grito guerrillero, dado en pleno centro de la capital uruguaya”, un “intento de subversión bolchevique”.

“El malestar en el ámbito cultural se correspondía con un sentimiento más general de recriminación hacia los intelectuales”, remarca Broquetas. Un editorial de El País sostenía que correspondía a los intelectuales uruguayos “la responsabilidad en el desarraigo de las nuevas generaciones y en la grave crisis que atraviesa el país”. Se les recriminaba lo que se entendía como una actitud extranjerizante, y una vida hipócrita y ociosa.

Por otra parte, en el año electoral se afianzó la certeza de que el teatro independiente estaba al servicio del FA.

También en el ámbito cultural expresiones como “el interior”, “el campo” y “la campaña” eran “usadas para aludir en clave dicotómica a Montevideo, la ciudad capital, sobre la que se proyectaban una serie de aspectos negativos de orden moral (cuna de vicios y perversiones), cultural (escenario del nocivo arte ‘comprometido’), económicos (ámbito improductivo, expoliador de las riquezas agropecuarias) y políticos (sede de la llamada burguesía parasitaria)”, detalla Broquetas.

La reacción contra el Frente Amplio

Uno de los capítulos del libro está dedicado a la reacción contra el FA tras su creación. Menciona las agresiones a la comitiva del FA que recorría el país. En una de ellas, en el departamento de Rocha, un niño murió a causa de un disparo dirigido a Liber Seregni.

Seis días antes de las elecciones, Pacheco dio un discurso transmitido por cadena de radio y televisión en el que habló de votar contra “lo foráneo”, contra el terrorismo “dirigido desde afuera”, que por años se había infiltrado de manera constante en la educación, el teatro y la literatura, corrompiendo las mentes de los jóvenes”.

Se acusaba al FA de estar dirigido por el comunismo y de ser antidemocrático. Seregni, presidente de la fuerza política y candidato presidencial, fue objeto de una campaña de injurias y difamación que lo tildó de hipócrita y embustero, recuerda Broquetas.

Disciplinar, despolitizar

Hay otros actores y manifestaciones en las que Broquetas se detiene especialmente: los comandos anticomunistas activos desde 1968 y los escuadrones que protagonizaron violencia paraestatal; las preocupaciones de la derecha política, las cámaras empresariales y el gobierno de Estados Unidos en relación con el vigoroso y combativo sindicalismo clasista, así como el intento de construcción de una red de sindicatos “libres” y “democráticos”; la reacción en el universo cristiano bajo la convicción de que el marxismo se había infiltrado en los creyentes y en las jerarquías eclesiásticas.

“En definitiva, el desafío de construcción de un ‘Nuevo Uruguay’ implicaba también –y sobre todo– desandar transgresiones, poner en su lugar a quienes se habían corrido de sitio, reglamentar, disciplinar, despolitizar. Así también, el golpe se presentaba como la ansiada oportunidad para remoralizar la sociedad sobre la base de un orden conservador que restauraba la importancia de la familia patriarcal y la complementariedad de los roles, respetando las jerarquías de género. Esto suponía la reivindicación de un modelo de juventud “sana”, alejada del activismo político y de la promiscuidad sexual, comprometida con el deporte y cercana a actividades telúricas y a las canciones folclóricas en castellano”, resume la autora sobre el final de la obra.

Y concluye: “En definitiva, el golpe de Estado de junio de 1973 no fue sólo una oportunidad para afianzar el poder económico sino también un hito para la contrarrevolución de la orientalidad y el nacionalismo”.

Ganar la guerra: Cultura, sociedad y política en el Uruguay autoritario (1967-1973),de Magdalena Broquetas. 350 páginas. Banda Oriental, 2024. $ 860.