Israel está, una vez más, en medio de una tormenta.

En los últimos dos meses el gobierno de coalición conformado por la derecha conservadora populista, partidos religiosos y ultraderechistas, avanzó sustancial y agresivamente en casi todos los frentes de su controvertida agenda.

Estos decididos avances se toparon con la oposición no menos decidida de las fuerzas contrarias, desatando una tormenta interna inédita en muchos aspectos, y un deterioro adicional en el sangriento enfrentamiento con los palestinos, que se venía arrastrando desde el gobierno anterior.

Sin priorizar unos temas o un frente sobre los otros, el gobierno actual, entre algunos de sus integrantes borrachos de poder y otros conscientes de lo efímera de la ventaja de los primeros meses de mayoría parlamentaria, se lanzaron por todo.

La reforma judicial

El buque insignia del primer ministro Benjamín Netanyahu y su partido, el Likud, es la reforma judicial.

No es difícil explicar por qué esta reforma es prioritaria para Netanyahu. En su centro está modificar la composición de la comisión que designa jueces. Una vez consumada la reforma, el actual Parlamento tendría una mayoría absoluta automática en esta comisión, en detrimento de la representación política de la oposición, del Poder Judicial y del colegio de abogados.

Para un acusado, Netanyahu, cuyo juicio criminal está siendo tratado y a pesar de todas las chicanas imaginables se aproxima a una sentencia en el próximo año, es urgente modificar la composición de la Suprema Corte de Justicia, ante la que muy probablemente presentará su apelación a un fallo que muy posiblemente incluirá una condena en al menos dos de las tres acusaciones de corrupción.

Si esa es la urgencia más terrenal del líder del gobierno, a ella van atadas algunas reformas adicionales que representan viejas aspiraciones de la derecha más dura y que tienden a debilitar la injerencia del Poder Judicial en decisiones políticas.

Para entenderlas, es importante recalcar que Israel es un país sin constitución, que sólo tiene algunas leyes fundamentales y que por lo tanto, la Corte Suprema ha ido funcionando, y de forma más relevante desde la década de 1990, como tribunal constitucional que interpreta esas leyes fundamentales y que ha venido anulando o más frecuentemente observando y exigiendo modificar algunas normas aprobadas en la Knesset cuando estas contradecían elementos sustanciales de las leyes fundamentales. Entre los proyectos de ley que antes o después de ser votados la Suprema Corte de Justicia ha observado y obligado a modificar se encuentran varios que incluían una desvergonzada discriminación racial en contra de ciudadanos no judíos.

Si bien puede decirse que Israel es un estado fundado en la supremacía judía, la Corte Suprema de Justicia era una especie de amortiguador que moderaba y frenaba la legislación más abiertamente discriminatoria, la garante de un mínimo de valores liberales y democráticos.

Por ejemplo, la comisión electoral, integrada por cuota política proporcional, ha venido sistemáticamente proscribiendo a listas árabes o a diputados árabes que se oponen en sus programas políticos a aceptar “el carácter judío del Estado de Israel”.

Ha sido la Corte Suprema que insistentemente, en los últimos veinte años, les permitió participar en las elecciones parlamentarias, considerando que las mencionadas proscripciones afectan a la democracia.

Si la reforma, que se encuentra actualmente tras una primera instancia de aprobación en la Knesset y en la comisión legislativa antes de la segunda y tercera votación reglamentaria, llegara a prosperar, no queda duda de que algunos o tal vez todos los partidos que representan a la minoría árabe serán proscriptos en las próximas elecciones. Pero lo que asusta a muchos de los oponentes a la reforma no es necesariamente el futuro de la representación política de los árabes en Israel.

La reforma judicial daría paso a leyes discriminatorias y a medidas autoritarias en todos los órdenes de la vida del país. Muchos temen que un gobierno dependiente de los partidos religiosos, como el actual, se atreva a legislar leyes que impongan preceptos religiosos en el espacio público. Sobre la mesa y justo un mes antes de Pésaj, la pascua judía, hay una ley que prohibiría a internados y visitantes de hospitales públicos ingresar comida no kosher durante la semana de la fiesta.

Esa misma ley ya fue considerada en el pasado invasiva de los derechos individuales por la Corte Suprema. También muchos derechos de distintos sectores, como la población LGTB, estarían amenazados sin las garantías que otorga una Corte Suprema relativamente liberal y, por sobre todo, independiente del Poder Ejecutivo y Legislativo. La reforma propuesta tiene otras aristas adicionales, todas en la misma dirección de debilitamiento del Poder Judicial.

Los impulsores de la reforma aducen que no se puede gobernar en un sentido conservador y nacionalista al estar atados a un Poder Judicial guiado por una escala de valores liberal y que, por lo tanto, mantenerlo es perpetuar a una élite por encima de las decisiones democráticas.

Sus oponentes señalan que, rompiendo el balance existente entre los poderes, Israel se adentraría en un rumbo autoritario similar al de Hungría, Polonia y Turquía.

La movilización contra la reforma judicial

La reforma judicial generó la indignación de la inmensa mayoría de las élites israelíes y estas se movilizaron a niveles inéditos. Cientos de miles de personas se manifiestan en todo el país, todos los sábados por la noche, en grandes manifestaciones.

No solo la inmensa mayoría de los profesionales ligados al mundo del derecho se han pronunciado tajantemente contra la reforma judicial, sino la inmensa mayoría de los profesores universitarios. En los diarios se publicaron comunicados de casi todas las asociaciones profesionales que se pronuncian contra la reforma y advierten de sus graves consecuencias para sus respectivos campos. Paralelamente, la inmensa mayoría de los generales retirados, exjefes de la policía, jubilados del servicio de seguridad y las cámaras empresariales manifestaron oposición o al menos grave preocupación ante los posibles alcances de una reforma que causaría incertidumbre en las reglas judiciales y daría excesivo poder al Ejecutivo y a mayorías parlamentarias circunstanciales.

En las últimas semanas se dieron situaciones inéditas en las que oficiales retirados del servicio de seguridad se manifestaron frente al domicilio de un exjefe del servicio, que es actual ministro del Likud, acusándolo de traicionar su propia trayectoria.

La semana pasada un exjefe de la marina acompañado de varios excomandantes de la fuerza cerraron por unas horas a bordo de pequeñas embarcaciones el puerto de Haifa, entorpeciendo así las operaciones de exportación e importación, en protesta contra la reforma. Además, la empresa de aviación El Al tuvo dificultades en encontrar pilotos disponibles para transportar a Netanyahu hacia Italia para un viaje oficial, porque todos aducían estar enfermos o tener otros compromisos ineludibles para ese día.

Hace pocos días, en medio de una movilización que incluyó muchos cortes de calles en Tel Aviv y sus alrededores y que fue tratada con mucho tacto por parte de la Policía, el flamante ministro de Seguridad Nacional (así rebautizó al ministerio de Seguridad Interior), el ultraderechista Itamar Ben Gvir, anunció el despido inmediato del jefe de policía de Tel Aviv por no cumplir sus órdenes de aplicar mano dura a los manifestantes.

Los temores de la oposición y de distintos sectores de la población son acrecentados por la ideología racista y violenta manifiesta y las conductas de los ministros dirigentes de las organizaciones racistas de ultraderecha, de quienes Netanyahu es absolutamente dependiente en estos momentos. Ante el pogromo realizado por colonos extremistas a fines de febrero en el poblado palestino de Hawara, como represalia al asesinato de dos jóvenes colonos por guerrilleros palestinos (y esta acción a su vez fue una represalia a una incursión en la que disparando masivamente a población civil en Nablus, el ejército israelí mató a once palestinos), Bezalel Smotrich, actual ministro de finanzas y también responsable de la vida civil en los territorios militarmente ocupados, dijo que el poblado de Hawara tendría que ser borrado por el ejército y no por acciones de colonos.

El maquillaje judicial liberal de la ocupación israelí está desapareciendo y muchos israelíes liberales se asustan ante el rostro que asoma en el espejo, o al menos tienen miedo de salir a exponerlo tan brutal y abiertamente racista en el exterior.

El peligro de pérdida de la autocultivada imagen del Israel liberal es una de las razones que empujan a amplios sectores de la clase media y de clase alta israelí a salir a protestar contra las reformas de Netanyahu y contra sus representantes más impresentables.

Con banderas de Israel en mano, decenas de miles de personas que jamás salieron a la calle a pronunciarse políticamente se sumaron a distintos sectores políticos que conforman una protesta variopinta, abarcando desde la derecha liberal, el centro, la muy disminuida izquierda sionista y la izquierda más consecuente que se empeña en marcar en su sector de las protestas que no se trata tan solo de “salvar a la democracia”, sino que no puede existir democracia mientras exista ocupación militar sobre más de tres millones de habitantes palestinos.

La ofensiva ante los palestinos

Ya desde el gobierno anterior se venían incrementando las incursiones militares israelíes en ciudades palestinas, no sólo para detener a supuestos o reales terroristas, sino también para acompañar a colonos israelíes religiosos a orar en la ciudad de Nablus y para secuestrar computadoras en entidades de derechos humanos y otras organizaciones sociales.

A la vez, iban en aumento las acciones guerrilleras de pequeños grupos palestinos, no reivindicados por alguna organización conocida, contra militares y colonos israelíes.

Esta dinámica sigue intensificándose bajo el gobierno actual que tomó varias decisiones estratégicas que alejan la esperanza de un compromiso pacífico y aceleran un probable y muy sangriento enfrentamiento.

El anuncio sobre la construcción de miles de nuevas viviendas para ampliar los asentamientos israelíes en los territorios ocupados responde a las exigencias del sector de los colonos, clave en la actual coalición de gobierno.

Paralelamente y bajo órdenes de Ben Gvir, la Policía de Jerusalén aceleró el proceso de demolición de viviendas palestinas “construidas sin permiso municipal”, que es casi imposible de obtener para familias palestinas de los barrios de Jerusalén oriental. También por iniciativa de Ben Gvir –un connotado dirigente racista y extremista– la coalición de gobierno votó una nueva ley que instaura la pena de muerte contra “terroristas que asesinen con la intención de destruir el estado de Israel como estado judío”.

La pena de muerte existe teóricamente en Israel, pero no se aplica desde la ejecución del jerarca nazi Adolf Eichmann en 1962.

Esta nueva ley está orientada a convertirla en algo más frecuente, y aplicable únicamente ante el terrorismo árabe.

Se trata no sólo de un retroceso en tiempos en que la mayoría de los países abolieron la pena de muerte, sino que se aplicaría de acuerdo con la motivación de los hechos y no dependiendo de los hechos mismos.

El terrorismo de los colonos israelíes contra la población civil palestina es muy frecuente y casi siempre queda impune.

Ahora, en caso de que se apruebe esta ley, dos acciones similares (asesinatos terroristas) tendrán formalmente penas diferenciadas de acuerdo a la identidad de las víctimas y los victimarios.

¿Formalización del apartheid, dijimos?

Por ahora, la autoridad palestina y la inmensa mayoría de las fuerzas políticas palestinas actúan con suma prudencia, queriendo evitar un incontrolable enfrentamiento generalizado. Las acciones guerrilleras en los territorios ocupados y los pocos actos de terrorismo dentro de Israel –el jueves de noche un palestino hirió de bala a tres jóvenes en una calle céntrica de Tel Aviv– son acciones individuales o pequeñas células aisladas.

Si bien estas acciones son alabadas por algunas organizaciones y justificadas por diversos voceros palestinos, la Autoridad Palestina prosigue utilizando su Policía para evitar atentados y enfrentamientos de la población contra las fuerzas israelíes.

Hay dos variables que determinarán cuándo esta paciencia se vea rebasada: una es la interna política palestina, en lo que parecen ser los últimos días de un liderazgo muy envejecido; y la otra es el grado de avanzada de las ofensivas estratégicas israelíes.

En algún momento, las demoliciones de viviendas, las incursiones militares, el terrorismo colono y las provocaciones religiosas en el monte de las mezquitas en Jerusalén van a explotar.

Hay dos conjeturas acerca de lo que puede suceder en un enfrentamiento generalizado frente a los palestinos en una coyuntura de polarización interna israelí: la más probable, y sobre la que depositan sus esperanzas los partidos de ultraderecha, es que acciones terroristas palestinas terminen por reunificar la población israelí ante el enemigo “externo”.

Una situación en que las protestas contra la reforma judicial se retiren ante una emergencia de seguridad sería aprovechada tanto para consolidar las reformas judiciales como para avanzar con medidas muy duras contra los palestinos, arrasando con pueblos enteros.

La otra, que implicaría un verdadero terreno desconocido, es que la polarización interna tan grande implique la oposición masiva dentro de Israel a medidas drásticas en los territorios ocupados y hasta el cumplimiento de parte de las amenazas de reservistas y las advertencias de jefes militares retirados de que numerosos combatientes se van a negar a servir bajo un gobierno autoritario.

Eso, que hasta hace un año sonaba a ciencia ficción, es ahora una amenaza y una conjetura con alcances impredecibles.

Gerardo Leibner, desde Tel Aviv.