Simetrías y asimetrías del libre comercio

Los promotores más ortodoxos del libre comercio afirman que este sólo trae beneficios. Otros plantean que los beneficios generados son mayores que los costos que debe asumir el país.

Hay muchas evaluaciones sobre este tema. Una de ellas, realizada por Dingemans y Ross (2012), analizó los TLC de 11 países latinoamericanos en el período 1990-2008 y constató un aumento de las exportaciones, pero no la diversificación de productos. Se sigue exportando commodities e importando productos de media y alta tecnología: “La ausencia casi total de nuevos productos y nuevos mercados refleja el fracaso generalizado de la actual estrategia de posicionamiento económico internacional de América Latina”, concluyen. En Chile, que firmó 25 acuerdos de libre comercio, el cobre sigue representando el 60% de sus exportaciones.

Weisbrot (2017), por su parte, analizó resultados económicos y sociales pasados 20 años de la firma del NAFTA. México, en el período 1994-2016, fue de los países que menos creció de América Latina (1% PIB per cápita contra un promedio de 1,4%); los salarios reales se mantuvieron prácticamente incambiados (un aumento de sólo 4,1% en 20 años); la pobreza se sitúa en 55% superando la tasa de 1994 (20 millones más de pobres), y los emigrantes mexicanos a Estados Unidos pasaron de 4,5 millones en 1990 a 12,6 millones en 2009.

Sobre los nuevos TLC

Con los años, los TLC se han transformado. Los “de última generación” incluyen “nuevas” materias de negociación y metodologías para negociarlas, como el Comercio Electrónico, la negociación a través de Listas Negativas (versus Listas Positivas), Cláusulas Statu Quo y Trinquete, Coherencia Regulatoria, Transparencia, entre otras innovaciones; todas ellas limitantes de la soberanía nacional a la hora de desarrollar políticas públicas.

El TLC con Chile sería un acuerdo de este tipo, de última generación y, como tal, incorpora de forma textual un modelo preestablecido. Además, incluye partes idénticas de capítulos incorporados en el TISA y en el Acuerdo Transpacífico (TPP), rechazados por el Frente Amplio cuando se discutía la permanencia de Uruguay en el TISA.

Estrategias y objetivos sostenidos en estudios de impacto

Uruguay no ha realizado estudios de impacto vinculados al TLC con Chile y tampoco se han planteado preguntas básicas para negociar un acuerdo. Por ejemplo, ¿qué sucedería en las actividades de servicios que el TLC liberalizaría?, ¿han ingresado empresas chilenas al mercado nacional?, ¿en qué sectores de servicios es fuerte Uruguay?

Por otro lado, hay que reconocer nuestra debilidad como país en la negociación. Uruguay no ha formado un equipo interministerial y multidisciplinar permanente que haya desarrollado una estrategia país, no sólo de inserción internacional, sino de cómo se vincula esa estrategia con el cambio de la matriz productiva, en el sentido de diversificar nuestras exportaciones con productos de alta tecnología. Y no menos importante: cómo afectarán estas nuevas relaciones comerciales al empleo, salarios, formación de recursos humanos y distribución del ingreso.

El TLC con Chile y nuestra integración al mundo

El TLC en discusión es, en esencia, un acuerdo de servicios. Las cláusulas y compromisos que se establecen igualan el trato de proveedores de servicios chilenos al recibido por proveedores nacionales, y restringe las posibilidades de políticas y regulaciones. ¿Cómo? mediante las Cláusulas de Trato Nacional, Nación Más Favorecida, a través de asumir compromisos en formato de Listas Negativas, entre otros elementos.

El capítulo 10 del tratado –Comercio Electrónico– también limitaría la soberanía de este importante sector. Los países desarrollados realizan políticas activas; entonces, ¿por qué restringir la autonomía para desarrollar políticas en un sector en crecimiento, cuando las reglas de juego todavía se discuten en los países desarrollados?; ¿por qué dos países importadores netos de contenidos transmitidos electrónicamente limitan su soberanía en un sector dominado por las grandes empresas norteamericanas?

Como señala la Asesoría de Política Comercial del Ministerio de Economía y Finanzas (APC, 2013), “en los hechos, dados los compromisos vigentes en los diferentes ámbitos de negociación, Uruguay ya ha perdido autonomía, por ejemplo, para la aplicación de determinadas políticas de desarrollo de promoción de la actividad nacional”, “[... de firmar nuevos tratados] el país gana credibilidad a nivel internacional, a la vez que se facilita la transparencia [...y se] mejora la competitividad y eficiencia de los sectores de servicios”. En buen criollo, ya que firmamos tratados en los que perdimos autonomía, sigamos firmando, que no queda demasiada autonomía por perder.

Un tratado comercial de servicios con Chile, o cualquier otro país de América Latina, debería ser un tratado de complementación comercial, articulación de sectores productivos y cooperación. Por otro lado, el acuerdo de servicios debería hacerse por listas positivas, negociando los sectores que ambos países están dispuestos a liberalizar. Sin embargo, la estructura del tratado propuesto limita inútilmente la soberanía para promover sectores incipientes de alta tecnología, justo aquellos necesarios para modificar nuestra estructura productiva.

No se deberían firmar tratados cuyo formato privilegia el statu quo de la división internacional del trabajo. Este tipo de acuerdos busca liberalizar al máximo la competencia entre empresas y limitar la autonomía de los gobiernos en la implementación de políticas públicas. Y los tribunales arbitrales imponen severas sanciones a los países que incumplen los compromisos firmados. La soberanía es un bien a preservar y profundizar. Y con una soberanía coartada o amedrentada por cláusulas restrictivas y abusivas, sólo podremos administrar las desigualdades, relegando a objetivos secundarios o utópicos, el alcance de un desarrollo pleno con justicia social, ambiental y económica.

Natalia Carrau y Gustavo Buquet