Si hace algunos (pocos) años nos decían que uno de los actores más taquilleros del planeta iba a protagonizar una película para la televisión, no lo hubiéramos creído. Pero la relación entre la gran pantalla y la pequeña ha cambiado tanto que estamos obligados a repensar la definición de televisión.

Vivimos en la era de Netflix, generalización nada caprichosa de los servicios de streaming, ya que este en particular no solamente pateó el tablero en materia de entretenimiento audiovisual casero sino que roció el tablero de gasolina, prendió un fósforo y le bailó alrededor una vez que se prendió fuego.

Acaba de estrenarse en Netflix (“estrenarse” ahora significa “estar disponible a un clic de distancia”) una película cuyo presupuesto fue de unos 90 millones de dólares, cuyo papel protagónico es interpretado por Will Smith (indiscutible dueño de la taquilla de los últimos 20 años) y que estuvo dirigida por David Ayer (su Escuadrón Suicida no habrá convencido a los críticos, pero recaudó casi 750 millones de dólares).

Que el párrafo anterior hable de datos puramente cuantitativos no es caprichoso, sino que demuestra el poder de la nueva televisión para atraer figuras que antes solamente se habrían acercado a un televisor si sus choferes los paseaban por delante de una casa de electrodomésticos.

Si en la “Payada de la vaca” de Les Luthiers, Daniel Rabinovich se entusiasmaba tanto con los versos que se olvidaba del animal, aquí no nos olvidaremos de la cinta en cuestión: se trata de Bright, escrita por Max Landis... ya nos ocuparemos de él.

¿De qué va Bright? Bueno, parece pertenecer a esa categoría que los anglófonos llaman high concept y que aquí conocemos como “te la vendo en una frase”. Will Smith es un policía de Los Ángeles al que le asignan al primer orco que entra a las fuerzas del orden. Arma Mortal + El Señor de los Anillos, para aquellos que gustan definir algo nuevo como la suma de dos cosas viejas.

En este mundo alternativo los orcos no son las únicas criaturas fantásticas que existen: los elfos son igual de garcas que en la literatura fantástica, y andan en autos de lujo por los barrios más chetos de la ciudad. Otras criaturas (como hadas y centauros) aparecen en cuentagotas. Alrededor de estas tres especies se cuenta una historia tan pero tan pero tan cliché que sus diálogos parecen recortados y pegados de aquellas películas de acción ochenteras que llenaban ciclos como Cine Espectacular.

Y eso que la cosa comenzó de la mejor manera, con Ayer paseándonos por los barrios bajos de la ciudad y mostrando el arte urbano resultante del choque de razas. Sin embargo, al igual que como ocurrió con Escuadrón, el director parece más preocupado por lo que está mostrando que por lo que está contando.

Para “contar”, está el guion de Landis, con diálogos que tienen dos objetivos principales: a) explicar la parte más complicada de la trama (que incluye una profecía ancestral, tres McGuffins de los que solamente veremos uno y el rol de la magia en ese mundo irreal); y b) recalcar el mensaje de la trama (que hace que la metáfora del racismo en Sector 9 parezca un himno a la sutileza).

Los compañeros del oficial Ward (Smith) le advierten una y otra vez que el orco Jakoby (Joel Edgerton debajo de una psoriasis bicolor) no es de confiar, y un incidente al comienzo de la película solamente complica las cosas. Mientras la pareja despareja responde simpáticas emergencias policiales, termina enredada en una trama que se encargará de quitarles lo único realmente empático a sus personajes: ser dos personas (humano y orco) comunes en un mundo imposible.

En 118 minutos se sucederán los federales que quieren controlar la investigación, los de Asuntos Internos, los corruptos, la escena del interrogatorio, los pandilleros, la persecución en medio de una fiesta, las golpizas (lo que cobra Jakoby no tiene nombre) y otro montón de momentos repetidísimos que buscan ser camuflados con una máscara de goma o unas orejitas de Spock.

Bright no es un film “recomendable” ni siquiera para el consumo irónico, ya que navega en las aburridas aguas de la mediocridad. Sin embargo, es aceptable para ver con amigos en un momento distendido, sin molestarse en poner pausa cuando llega el delivery con las empanadas. O mientras intentan descifrar cuáles son las de queso y cebolla.

Lo que defrauda es la linda posibilidad desaprovechada, ya que estos pesos pesados jugaban en un rico arenero con todas las ventajas económicas. Es la historia (o los diálogos, que son casi toda la historia) la principal responsable. A la hora de película, más o menos, se da el siguiente intercambio entre el orco y la megaestrella de Hollywood:

–¿Somos amigos?

–No, hombre. No te conviene ser mi amigo.

Y uno, que siguió la trama con atención, no termina de entender por qué, excepto por las ganas de que el personaje diga una frase así.

Tampoco ayuda que la primera escena esté musicalizada a puro rap y el cierre parezca pedirle prestado el pianito a Bailando por un sueño. Si hay otra señal del apocalipsis en una cinta sobre una profecía del apocalipsis, que venga Marcelo Tinelli y lo diga.