En la ilustración, de riguroso blanco y negro con tonalidades de verde, un anciano Borges cae por un largo hoyo, o quizá nada, junto a cuatro tortugas. Es la tapa de El secreto de Borges, uno de los títulos que la editorial argentina Pequeño Editor presenta en la 43ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, que está en plena marcha (se inauguró el 27 de abril y estará abierta hasta el 15 de mayo), y que llegará a las librerías de esta orilla del Plata hacia mediados de mes. Ante esa imagen es imposible no pensar en Alicia, la de Lewis Carroll, y el conejo blanco.

Causa cierta extrañeza el nombre de Jorge Luis Borges asociado a literatura infantil; de hecho, él nunca escribió un cuento para niños, aunque haya ideado el que dio lugar a este. La génesis del cuento de Matías Alinovi (1972), con ilustraciones de Diego Anderleib (1979), es una anécdota pequeña —o enorme: depende de la perspectiva— atesorada por el autor en su memoria: en 1981, cuando era niño, Borges conversó con los niños de su clase y les contó un cuento, que Alinovi grabó, a instancias de su madre, aunque luego ese registro no se conservó.

Uno de los estudiantes revela que tiene que ir a la plaza con Borges. Los adultos no le creen, pero el niño no miente: su abuela era el ama de llaves de la casa donde vivía el escritor, y ese niño, José Manuel, amigo de Alinovi, a veces debía acompañarlo a la plaza. A partir de la confirmación de semejante noticia, la maestra organiza una visita de los alumnos de cuarto año a la casa de Borges, donde el escritor conversa con los niños y les cuenta el secreto de su longevidad: el secreto de las tortugas que vivían en el pozo de donde sacaba el agua que bebía en su casa de la infancia. “Dijo que él, un día, se había puesto a pensar, y se había dado cuenta de una cosa: el agua que él había tomado cuando era chico no era agua, sino agua de tortuga. Y como las tortugas vivían tanto, él había vivido tanto”, escribe Alinovi.

El sustento de esta historia es la memoria en tensión con el olvido, y el entramado que llevó a que Borges, ya viejo, ya ciego, ya convertido en monumento de la literatura argentina, conversara una tarde con ese grupo de niños de nueve años de una escuela de su barrio. “A mí lo que me gusta del episodio es que recuerdo perfectamente el momento en que, a la salida del colegio, mi amigo José Manuel me dijo: ‘Hoy voy a la plaza, pero voy con Borges’. En ese momento, Borges no fue para mí más que un adversativo y un gesto desilusionado por parte de José Manuel. Entendí que Borges era un incordio cuyo alcance no podía medir. Confiaba en mi amigo —él sabía de qué hablaba— y confiaba, también, en que podríamos superarlo. Es verdad que, más que el cuento, lo que se cuenta es cómo se llega hasta ahí. Recuerdo los días anteriores a la visita a Borges como importantes, ajetreados. En definitiva, la situación de José Manuel había alterado convicciones de mi madre y de la maestra, de los adultos en general. Sí, José Manuel vivía con Borges, los adultos que no le creían debían creerle. En ese momento, la sensación de los chicos es que se está dando un paso hacia el mundo. Se crece. También recuerdo referencias subsidiarias: ‘dólares’, ‘ama de llaves’, ‘premio Nobel’. Formaban parte de la galaxia Borges, y José Manuel los manejaba con soltura”, contó el autor a la diaria.

El cuento de Alinovi, en definitiva, opera como un triunfo de la memoria: aquel recuerdo quizá destinado al olvido o a la∫ anécdota de circulación familiar permanece y se plasma en libro. Sobre esa construcción, sobre cómo el recuerdo estuvo siempre ahí, dijo el autor: “Lo tuve en mente desde siempre, si la vida empieza a los nueve años. Conté muchas veces la historia. La repetición la habrá fijado en su oratoria. Ahora no podría contarla de un modo distinto a como la cuento. Y me parece, al mismo tiempo, que esa fidelidad es originaria, profunda, en el sentido de que cuento exactamente lo que ocurrió. Pero evidentemente ahí opera la ingenuidad. ¿Qué ocurrió exactamente? ¿Cómo se cuenta? Fatalmente, ha ocurrido lo que ocurre siempre: las historias toman cuerpo por sí mismas y, a lo sumo, la única fidelidad narrativa es la de quien cuenta con su propio estilo, y no con los hechos”.