Imaginemos, por un instante, que alguno de estos fenómenos que se perfilan como candidatos presidenciales a caballito del discurso de la inseguridad gana las próximas elecciones y cumple su promesa de terminar con “el flagelo” de la delincuencia. Todo suena muy lindo, pero… ¿alguien se paró un minuto a pensar en las consecuencias sociales y económicas del fin de la delincuencia?

Y cuando hablo de delincuencia, definámoslo bien: no hablo de casos como el de Francisco Sanabria, que nunca fue catalogado como “delincuente” por los medios, sino como “ex diputado” o “ex dirigente colorado”. No. Hablo de aquellos que sí son catalogados como “delincuentes” por Telenoche o El País: esos que forzaron la puerta de una casa para robar una garrafa, tiraron a una vieja para afanarle la cartera o se llevaron la recaudación de una pizzería a punta de pistola.

Si se derrota este tipo de delincuencia, se fundirán las metalúrgicas que fabrican rejas, dejando sin trabajo a peones y soldadores, a los fleteros que las transportan y a los albañiles que las colocan. Caerán las ventas de arena, pórtland, hierro, electrodos, pintura, etcétera. El cierre de cientos de ferreterías será inminente. Desaparecerán las cerrajerías, ya que nadie va a hacer llaves cuando no sea necesario trancar la puerta. Los vidrieros verán seriamente afectadas sus fuentes de trabajo, porque sólo se remplazarán aquellos vidrios que se rompen por accidente. La fábrica de masilla deberá reducir su personal al mínimo, provocando el vaciamiento del otrora poderoso Sindicato de la Masilla.

Miles de guardias de seguridad verán cómo su oficio se vuelve obsoleto, como ocurrió con los linotipistas y los arrieros, porque ya no será necesario perseguir gente por las góndolas de los supermercados, al no haber peligro de que alguien se meta una longaniza en el bolsillo. Las empresas que fabrican los uniformes marrones recibirán un duro golpe. ¿Y cuántos técnicos quedarán en la calle cuando no haya que colocar alarmas ni monitorear cámaras de vigilancia? Empresas multinacionales como Securitas, que se instalaron en el país gracias al buen clima de negocios vinculado a la inseguridad se irán, y tras el descalabro del sector, cerrará la mismísima Cámara Uruguaya de Empresas de Seguridad, dejando el tendal de despidos de secretarias, administrativos y limpiadores.

¿Cuántos millones de litros de combustible menos se venderán cuando no haya más patrulleros ni móviles de seguridad privada recorriendo las calles, tanto para prevenir y combatir el delito como para tomar mate, comer bizcochos y escuchar a Petinatti?

Cerrará “La Casa del Policía” por el desplome en las ventas de gas paralizante, porque las viejas ya no tendrán miedo en la calle.

¿Cuántos creativos publicitarios perderán sus trabajos al no tener motivos para agudizar su ingenio creando publicidades de rejas electrificadas?

Caerá estrepitosamente la venta de aspirinas destinadas por el microtráfico a cortar decenas de veces el mismo gramo de cocaína, con el consiguiente perjuicio para los laboratorios.

Caerán abruptamente las ventas de boletos de las compañías de ómnibus que trasladan a los familiares de presos los días de visita, porque las cárceles estarán vacías. Y difícilmente alguien demuestre mucho interés en visitar el futuro Centro Cultural Fernández Huidobro del ex Penal de Libertad.

Los jueces, actuarios y fiscales estarán aburridos de atender solamente puteríos sobre ANCAP, y los jóvenes perderán interés en la carrera de Derecho. Cerrará la Fundación de Cultura Universitaria por las nulas ventas del Código Penal y habrá despidos en los talleres gráficos donde se imprimen.

Los cronistas policiales quedarán sin trabajo, al reducirse la crónica roja a los accidentes de tránsito. Y este es un sector muy delicado porque lo integran personas con capacidades diferentes que, a pesar de haber estudiado en universidades privadas, no saben hablar ni escribir bien, y por ello difícilmente puedan conseguir trabajo en otro lado. El mismísimo Nano Folle quedará de patitas en la calle.

Los únicos que se beneficiarán serán los fabricantes de cachiporras. La Cámara de la Cachiporra estima que sus ventas al Estado se multiplicarán debido a que este implemento es imprescindible para hacer cumplir el decreto antipiquetes de Tabaré Vázquez. Es que tras la debacle, miles de cerrajeros, guardias de seguridad, obreros de la masilla, metalúrgicos, vendedores de seguros, abogados, periodistas, técnicos, gráficos, limpiadores, administrativos, albañiles y fleteros desocupados cortarán las calles exigiendo trabajo y serán apaleados para garantizar el derecho a la libre circulación. La cachiporra se transformará para los agentes de la Policía en un aliado indispensable para triturar omóplatos, cabezas, costillas y maxilares.

Pero más allá de este caso concreto, la delincuencia es uno de los sectores más dinámicos de nuestra economía, y si se erradica el país entrará en una profunda crisis económica, social y política, que difícilmente se revierta, por más que se construya una planta de celulosa en cada departamento y otra en la Isla de Flores.

Es irresponsable salir a gritar “hay que terminar con la delincuencia” y “hay que matarlos a todos”. Basta de hipocresía: la inseguridad es una industria vital en nuestra economía. Debemos estimular y fortalecer este sector tal como se viene haciendo hasta ahora: no atacando sus causas.