1.

Hay quien sostiene que el país mantiene algún esquema de incentivo a la inversión por medio de franquicias tributarias desde la segunda mitad del siglo XIX. Pero quizás en ninguna de sus fases anteriores hayan alcanzado estos mecanismos la relevancia económica que han tenido desde 2007 a la fecha. A nivel internacional son escasísimos los países que no han experimentado con incentivos fiscales.

La magnitud de los recursos movilizados seguramente sería suficiente para justificar un debate sobre esa herramienta. De hecho, el Régimen de Promoción de Inversiones (RPI) viene siendo analizado con algunas de las mejores armas estadísticas y económicas, al menos desde 2011. Entre los ejemplos de investigación abarcativa, con grandes bases de datos y preguntas clave para las políticas, se incluye “Una evaluación económica de los incentivos fiscales a la inversión en Uruguay, 2005-2011”, de donde salen varios de los datos referidos más abajo, elaborada en colaboración entre el Instituto de Economía de la Universidad de la República, el Centro de Investigaciones Económicas y el Centro de Estudios Fiscales. Como suele ocurrir, la investigación “concluida” responde preguntas importantes, pero al mismo tiempo sugiere nuevas interrogantes.

A nivel político, es notorio que, para una fracción amplia de la izquierda, la idea de subsidiar desde el gobierno la acumulación privada de capital es un anatema. Al fin y al cabo, se trata de un gobierno catalogado como progresista, que vuelca recursos no triviales a empresarios presumiblemente “ricos”, para que hagan aquello que es su rol inherente y su fuente de riquezas en el capitalismo.

Desde otros sectores del gobierno y la academia, vinculados a las políticas de desarrollo económico, se admite que los subsidios en sus diversas manifestaciones deben permanecer en la caja de herramientas del gobierno, pero se deberían concentrar en financiar el desarrollo de sectores que producen bienes de alto contenido tecnológico. En otras palabras, deberían concederse en el marco de estrategias nacionales que orienten los recursos del Estado hacia los sectores que se han mostrado “dinámicos” en experiencias ya clásicas de industrialización rápida y profunda (como las de Japón, Corea, Taiwán, Nueva Zelanda o Irlanda). Los partidarios de esta estrategia en general han visto al RPI (con ligero desdén) como una política “horizontal”, porque establece incentivos o estímulos sin diferenciar sectores prioritarios (lo que para los “horizontalistas” equivaldría a preseleccionar actores “ganadores”, una estrategia desacreditada en varios espacios de debate de la economía del desarrollo).

A una distancia prudencial del fragor de la lucha política, la PI en el Uruguay de la izquierda emite reflejos enigmáticos. Aproximarse a comprenderla y contextualizarla puede ayudar a entender mejor cómo la izquierda ha intentado promover el crecimiento, y lo que se ha logrado.

2.

El principal mecanismo con que cuenta el Estado para estimular directamente el crecimiento de la inversión privada es el RPI. Este esquema de política tiene antecedentes que datan de 1974, pero en 2007 experimentó una profunda reforma que le dio la preeminencia que aún mantiene y que justifica su centralidad en nuestro análisis.

La PI tiene como propósito principal estimular el crecimiento de la inversión privada. Para ello, otorga beneficios a las empresas que presenten proyectos que incrementen su propia capacidad productiva. Los beneficios consisten en exoneraciones de impuestos (en particular, del Impuesto a las Rentas de la Actividad Económica, IRAE) que les tocaría pagar si no existiera la política de promoción. El Poder Ejecutivo es el que aprueba los decretos que otorgan ese beneficio, cuyo monto máximo surge de una fórmula de público conocimiento. La fórmula asigna mayores exoneraciones cuanto mayores logros prometa alcanzar el proyecto de inversión, en un conjunto de dimensiones que el gobierno considera valiosas (por ejemplo, generar empleos de calidad, exportaciones, inversiones en incorporación de tecnología, inversiones que se concreten en departamentos o barrios socioeconómicamente deprimidos, etcétera).

De algún modo, los créditos de IRAE de un proyecto aprobado por el RPI son una expresión numérica de los beneficios que el país espera obtener por la puesta en marcha del proyecto presentado. Además, los inversores obtienen un plazo para aplicar el beneficio que se les ha concedido, que es más prolongado cuantos mejores puntajes obtenga la inversión a promover.

La necesidad de un “plazo” surge de la modalidad de entrega del subsidio: este se asigna a las empresas cuando se les aprueba el proyecto de inversión, pero no se les “entrega” hasta que esa empresa use el “crédito” para pagar IRAE generado en su operativa. En otras palabras, el proyecto aprobado es un compromiso del inversor con el Estado, que no desembolsa nada si el inversor no genera una actividad rentable (que genere IRAE a pagar). De allí que algunos analistas planteen que el Estado se hace “socio” del inversor, ya que hace su contribución sólo si el privado cumple su plan y obtiene rentas.

Más que un esquema de “asistencia social para ricos”, el diseño del RPI sugiere que se buscó un mecanismo de subsidio condicionado que fuera eficaz como incentivo a la inversión y administrativamente simple y seguro. Pero quizás el régimen no se aplique como dicen las normativas, o quizás algunos empresarios abusen de fallas para quedarse con algún valor que no les corresponde. Un ejemplo de comportamiento oportunista: una empresa, incumpliendo la normativa, reporta inversiones realizadas en años anteriores como si fueran la nueva inversión comprometida en el proyecto. Una situación similar sería que los “nuevos puestos de trabajo” de un proyecto sean en realidad un cambio de estatus, de informal a formal, de los mismos trabajadores que ya trabajaban para la empresa (en este caso, al menos se obtiene como ganancia los beneficios extra que recibirán los trabajadores alcanzados por la formalización).

3.

Estos ejemplos nos recuerdan que el funcionamiento de una política en los papeles difícilmente coincida con su implementación en la práctica. Por eso, no es suficiente con evaluar mapas u hojas de ruta, sino que se requiere analizar los caminos efectivamente recorridos y a dónde han conducido.

En ese sentido, con base en métodos de diseño semiexperimental, los estudios realizados sobre el período 2005-2011 estiman que el RPI tuvo un efecto positivo sobre la tasa de inversión de las empresas de alrededor de 10%, o algo más en algunas de las pruebas ensayadas. Pero los estudios no se limitan a estimar ese efecto medio cuantitativamente importante, sino que arrojan otras observaciones útiles para la “reforma de la reforma” que eventualmente ocurra. Por ejemplo, la investigación muestra que los subsidios se tienden a usar temprano en el ciclo del proyecto, lo cual sería un respaldo para usar el RPI en períodos en que se busca reactivar la economía; o permite documentar que las empresas medianas son las que registran un mayor impacto del RPI sobre su inversión, o que el RPI no es particularmente bueno para facilitar la creación de empresas nuevas.

De estos y otros resultados en proceso, el RPI emerge como un mecanismo evaluable y evaluado; adaptable, por ejemplo, al ciclo económico, pero no la panacea de toda la agenda de desarrollo del país. Un aspecto no menor de los regímenes desde 2007 es la transparencia en la operativa cotidiana y en la disposición a informar sobre desempeños más amplios. Gracias también a la Dirección General Impositiva, sabemos que el RPI significó renuncias de renta fiscal al gobierno del orden de 0,4% del Producto Interno Bruto (en promedio 2011-2014) y los estudios realizados confirman que “el costo” de subsidiar a las empresas que lo solicitaron fue inferior que la inversión adicional atribuible al RPI.

4.

La definición de inversiones que se usa en esta nota es la habitual en economía: el incremento en el stock de bienes de uso o bienes de capital, que a su vez son los bienes y servicios almacenables que se usan sin consumirse instantáneamente para producir otros bienes o servicios en un período futuro. Dicho de otro modo, las inversiones de un año representan grosso modo la variación entre la cantidad de esos “bienes de uso” que tenía el país 12 meses antes y la que tiene ahora.

Cabe preguntarse por qué el gobierno debería intervenir y aportar recursos en la acumulación de capital a nivel privado. En la corriente principal del análisis económico hoy se ofrecen dos explicaciones atendibles. En primer lugar, ciertas inversiones generan un valor social superior al valor privado. Esto quiere decir que, para ciertos bienes de inversión (por ejemplo, construcciones, caminería, señalización y capacitación de los guías para un parque de interés turístico y ecológico), una empresa privada estaría dispuesta a invertir hasta un nivel inferior que el que reflejan los intereses colectivos. De ser así, un subsidio puede inducir a una empresa a producir más de ese bien, que de otro modo estaría “racionado”.

Un segundo motivo razonable para que el gobierno intervenga sería ante fallas de coordinación, como cuando la demanda de un bien en una región justificaría instalar una atracción turística, pero la atracción sería inviable con un número insuficiente de hoteles participantes. Aquí el subsidio permite al inversor iniciar la obra, aunque al comienzo no cuente con los apoyos necesarios.

La adhesión o no a la racionalización más ortodoxa de las intervenciones públicas para el desarrollo es una dimensión adicional de divergencias que se acumulan para delinear dos polos entre quienes están cerca de las políticas de crecimiento: el polo que ve más frecuencia de fallas de mercado, visualiza al RPI como “demasiado horizontal” y, por lo tanto, procura sumar criterios a las matrices de valoración del régimen, de algún modo choca con el polo para el que las fallas de mercado corregibles existen pero no son tantas, los sistemas como el RPI le resultan aceptables si son simples, transparentes y predecibles, y le preocupa la multiplicación de demandas a un mismo instrumento. El Frente Amplio, en sus años de mayorías y usina de reformas económicas, pudo gestionar esas divisiones. Pero gestionar no es laudar, y los presidentes revelaron alta capacidad para beneficiarse de esas divisiones duraderas. La izquierda puede articular una respuesta que explicite qué clase de política industrial necesita Uruguay, o volver a hacer política industrial “por defecto”. ¿Cuál será esta vez la solución?

5.

Comentarios finales: en el verano de 2016, en los medios cercanos a la izquierda se procesaba un debate sobre el crecimiento. Es interesante retomar ese debate como trasfondo de una reflexión más global sobre las políticas de desarrollo que involucren subsidios a privados. Una de las posiciones de aquel debate establecía que Uruguay necesita crecer para construir un país más equitativo sin tensionar la política o poner en riesgo la democracia. Esa interesante integración de factores económicos y realismo político implica la existencia de unos umbrales tácitos a la redistribución que da a los dueños del capital un poder específico derivado de la amenaza de des-inversión. Esta interpretación, a su vez, sitúa el debate en la izquierda en términos de la distancia a la que estamos o podríamos estar de esos umbrales. (Este autor, por ejemplo, opina que los gobiernos de izquierda se han movido, especialmente desde 2010, bajo el supuesto de que dichos umbrales están mucho más cerca de lo que es razonable sostener; pero ese sería tema para otra nota).

En cuanto a la inversión, si el lector ha llegado hasta aquí, puede que no necesite mayores justificaciones, pero vale la pena recordar que desde finales de la década del 50 la economía uruguaya mantenía entre sus facetas más arraigadas y limitantes del crecimiento a los bajos niveles de inversión. Un mecanismo de incentivos tributarios que puede demostrar analítica y empíricamente su eficacia debería mantenerse como un instrumento muy valioso de la política industrial, aunque esto no debería significar excluirlo del monitoreo y evaluación de desempeños agregados, ni de microdesempeños.

La experiencia de diez años deja ver cierta convergencia entre representantes de la izquierda cercanos al gobierno sobre fortalezas de un régimen como el analizado, pero también la persistencia de divergencias sobre cuánto es posible imponer a las empresas y sus direcciones. Este debate, a su vez, está ligado a otro sobre la pasividad o proactividad de los empresarios. En pocas palabras, cierto desinterés en el instrumento y dudas sobre cuánto aporta a la política industrial van de la mano de la convicción de que se puede imponer más condiciones a los empresarios para que realicen mayores contribuciones al cambio estructural, y en particular a la construcción de una estructura productiva priorizada desde el gobierno y centros de conocimiento.

Quienes creen que se debe limitar y simplificar las condiciones de otorgamiento de los créditos fiscales, lo hacen en buena medida porque consideran que los empresarios no responden pasivamente a los programas de los gobiernos, y tienden a encontrar rápidamente los vericuetos explotables de las políticas, en conciencia de que en última instancia les queda la alternativa de no participar en “los planes mejor diseñados”.

Además de una afirmación positiva pero condicionada respecto del uso de este tipo de esquemas, el argumento hasta aquí expuesto debería interpretarse como un llamado a entender mejor cómo toma decisiones el empresariado uruguayo (y el que estaría dispuesto a invertir en Uruguay) como una de las piezas cruciales para diseñar estrategias de desarrollo. Esta es una tarea para equipos de investigación que adhieran a los métodos más rigurosos y pertinentes de investigación social, pero de interés de los comprometidos en la elaboración y aplicación de políticas.