Por lo general se asocia la vida bohemia montevideana de ciertos idealizados años con grandes cafés en la zona céntrica, o bien en el (actualmente) denominado Bajo. Pero los hubo a lo largo y ancho de la ciudad. El Café Vaccaro estaba en General Flores y Domingo Aramburú, una reconocible esquina de Goes, pero muy alejada de los hoy (y entonces) puntos capitalinos más apetecidos. Es que no se puede pensar en el Vaccaro —hablando, al menos, desde la década de los 30 hasta comienzos de los 60— sin tener en cuenta su carácter interbarrial. Servía no sólo a Goes, sino fundamentalmente al barrio Reus al Norte (y yendo a más, se podría incluir a Arroyo Seco, a Reducto y hasta a los que, por algún motivo, no querían ser vistos merodeando el Centro).

Sin dudas, más allá de las expandidas zonas comerciales y las buenas construcciones y comercios que no faltaban, lo más peculiar era Barrio Reus y sus homogéneas casas con buhardillas. “En aquel panorama monótono e incambiable de las casitas iguales, las buhardillas eran como un aderezo aristocrático, un pedazo de París puesto en el barrio, una coquetona y casi innecesaria elegancia y un desafío a los altos edificios del centro. Sus negros techos de pizarra, lustrosos, parejitos, sin una sola rotura, producían un hermoso, poético espectáculo… En la planta baja había comercios, en el primer piso y segundo piso apartamentos que se escondían entre los vericuetos de las larguísimas escaleras. Pero arriba, en el tope, a ochenta escalones por lo menos, estaban las buhardillas. Sabíamos sí, quiénes moraban en ellas. Eran todos hombres”, escribía Gualberto Fernández en Barrio Reus al Norte (publicado por Banda Oriental en 1968).

La historia comenzó cuando un día Jerónimo Vaccaro, inmigrante italiano conocido como Yurumín, resolvió abrir un almacén y bar. Yurumín pasó a ser el boliche clásico de esta zona de Montevideo; no el único, pero sí al que se accedía de modo casi natural por su proximidad con la Estación Goes y los tranvías. Mientras Vaccaro atendía el área más “familiar”, sus hijos se dedicaban al expendio de todo tipo de bebidas (según algunos, esta parte del comercio se mantenía abierta la noche entera).

Era la década de 1920, los Vaccaro empezaron a pergeñar un café y gran salón, al estilo de los grandes del Centro. Nacía así un café con influencias arquitectónicas que nos invitan a pensar en diversas modernidades y hasta en la propia Viena.

Dice nuevamente Fernández: “Así desapareció Yurumín y el coqueto Vaccaro se inauguró –por lo que parecía imposible– con la aprobación y alegría de todo el mundo. Nuestra tristeza había dado paso a un sentimiento de superioridad, de fortaleza: el centro tendría su Tupí Nuevo, con su estilo chinesco…; pero nosotros disfrutábamos del Vaccaro con su confitería, su esmerado bar, su peluquería, baños calientes y sobre todo su sala de billares”.

Entre los personajes insoslayables del Vaccaro se cuentan Juan Carlos Patrón, autor de la célebre pieza teatral Procesado 1040, Carlos Brussa y Alberto Candeau. También el pintor Julio Verdié y el poeta Roberto Ibáñez. Y ni qué hablar de Roberto Fugazot, autor de “Barrio Reo”, tango en alusión justamente al mencionado Reus al Norte, donde había nacido. Y Carlos Roldán, cantante de Canaro. Hasta hace no mucho en la puerta del Vaccaro, por General Flores, una placa decía simplemente: “Aquí cantó Carlitos Roldán”.

Entre crisis y reformas que introdujeron materiales nada nobles, el Vaccaro entró en un declive acaso ya al promediar la década de 1960. Espacio cosmopolita en una zona lejos de estar entre las más favorecidas, era frecuentado por inmigrantes de diversas colectividades que poblaban la ciudad, en particular por la expandida colectividad judía. El Vaccaro supo ser, además, un imán para todo lo que giraba en torno al tango y su cultura en Montevideo.