La oscuridad es absoluta. Un tenue campo eléctrico es la única forma de orientarse y percibir. Patrulla su territorio cuando otra señal eléctrica lo alerta. Lo reconoce: es otro como él. Puede estimar su tamaño y calcular su trayectoria. Es más grande que él. El otro se acerca, ya no hay más tiempo. Es atacar o ser atacado. Comienza la lucha, y es brutal, los ataques se suceden sin pausa. A los pocos minutos, se ve superado y retrocede. El vencedor lo persigue, implacable. Trata de huir, pero no hay salida. El otro apaga su señal eléctrica y se inmoviliza en un rincón. Es peligroso, ya que ahora no puede percibir nada, pero los ataques cesan. No puede mantener ese estado mucho tiempo y enciende de nuevo. Siente al otro aproximarse con rapidez, y los ataques se reanudan, aun más feroces. Acorralado, emite señales de alta frecuencia, breves, desesperadas, su última señal de rendición, pero es inútil, nada detiene al vencedor. Sabe que está perdido, y de pronto, el enemigo desaparece.

La violencia sacude el mundo y la vida cotidiana todos los días. Entender qué la produce y cómo se controla es uno de los temas más relevantes de la neurociencia, la neuroetología y el estudio de la evolución de las conductas sociales. La agresión, el comportamiento dirigido hacia miembros de la misma especie para producir daño, se manifiesta cuando los animales se enfrentan por recursos limitados: estos pueden ser, por ejemplo, alimento, territorio o pareja.

El comportamiento agonístico incluye todos los despliegues que realizan los animales desde que se encuentran hasta que el conflicto se resuelve. Ocurre en todos los animales y cumple funciones adaptativas, como distribuir recursos, seleccionar pareja y crear jerarquías sociales. Consta de tres etapas: una primera de evaluación, en la que se analiza el riesgo, la capacidad de lucha propia y ajena y la chance de ganar; una segunda, que es la agresión; y una tercera de posconflicto, en la que quedan establecidos los roles de dominante y subordinado. La etapa de agresión determina quién se queda con el recurso y puede reemplazarse por amenazas y agresión ritualizada, que no causa daño físico.

Los mecanismos que controlan la agresión se estudian desde hace tiempo y el conocimiento al respecto ha avanzado con el uso de modelos experimentales. Como las bases neurales de las conductas sociales están conservadas en la evolución, podemos utilizar cerebros más sencillos que el humano. Esto facilita la búsqueda de los mecanismos básicos involucrados en la agresión. Un aspecto a destacar en estos estudios es que la agresión presenta diferencias sexuales. Por ello existen varias líneas de investigación que se centran en las hormonas. La testosterona, por ejemplo, es la más asociada a esta conducta. Los primeros descubrimientos que lo sugieren se realizaron en 1849, al observar que los gallos castrados no presentaban agresión. El comportamiento volvía cuando se les reimplantaban los testículos.

Desde entonces, un gran número de estudios en distintos tipos de animales confirmaron que la testosterona está directamente relacionada con la agresión, pero no es la única hormona. Hay animales que presentan agresión fuera de la época reproductiva, cuando los testículos no producen testosterona. El cerebro también produce otras hormonas, andrógenos y estrógenos, que serían las que controlan la agresión fuera del período reproductivo. Se sabe que, además, hay neurotransmisores y neuromoduladores implicados en esta conducta.

El papel de las hormonas masculinas no está tan claro en los humanos; si bien existen muchos estudios que asocian a la testosterona con la agresión, otros la relacionan con el efecto ganador. Este fenómeno es un aumento en la agresividad que surge, por ejemplo, cuando se gana una competencia, y que facilita ganar la siguiente. Existen otros factores que modulan el comportamiento agresivo en humanos, como la vasopresina y la oxitocina, aunque lo hacen en forma diferente en hombres y mujeres. Además, todos estos efectos dependen del contexto fisiológico y social.

La violencia se postula como una forma aberrante de agresión, que difiere de la agresión adaptativa o “normal”. En la violencia no existe una evaluación previa, se ataca sin importar quién sea el contrincante, a los puntos vulnerables, con la intención de causar el mayor daño posible. Tampoco responde a las señales de rendición de quien pierde la pelea, como sí ocurre en la agresión normal. Para estudiar este tipo de comportamiento, es más difícil conseguir modelos animales. Esta agresión descontrolada es la que expresamos los seres humanos y que causa tantos daños. La investigación en seres humanos está limitada por problemas éticos y metodológicos, y se hace imprescindible encontrar modelos experimentales apropiados para estudiar este tema.

Esta nota empieza con una escena que se repite con frecuencia en la estación experimental de la Unidad Bases Neurales de la Conducta (UBNC) del IIBCE. Los contendientes son ejemplares de Gymnotus omarorum, un pez eléctrico de descarga débil, que vive en arroyos y lagunas de Uruguay. Este pez utiliza la descarga eléctrica como un sentido y, al mismo tiempo, como una forma de comunicación. Es altamente agresivo. Desarrolla una agresión territorial entre machos, entre hembras, y entre machos y hembras.

Durante la mayor parte del año, esta agresión no depende de hormonas producidas por testículos y ovarios. Cuando la lucha ocurre en un territorio mayor, la agresión desplegada es del tipo adaptativo, pero si se reduce al territorio, se parece a la violencia. Estas características lo hacen un modelo especialmente ventajoso para estudiar los mecanismos neurales que subyacen a la agresión y la violencia.

El equipo multidisciplinario de la UBNC aborda este problema utilizando distintas herramientas: conductuales, farmacológicas, electrofisiológicas, ecológicas, técnicas de biología molecular y genómicas. Los avances que obtenemos nos acercan un poco más a entender cómo el cerebro humano controla estos comportamientos.