En estos últimos tiempos las tandas televisivas se han visto pobladas de avisos comerciales de jabones y antisépticos, que manifiestan que tienen la capacidad de eliminar los microorganismos (y particularmente, las bacterias) de cualquier ambiente. En casi todos los casos, se expresa la cifra mágica de 99,9% para representar el poder exterminador de estos productos. También es usual que los avisos se acompañen de imágenes que representan a las bacterias como organismos monstruosos con un poder de daño letal, amenazando a los seres por excelencia más expuestos y susceptibles: los niños.
Estas estrategias publicitarias se basan en un mensaje peligroso para la salud, ya que intentan transmitir que es saludable vivir en ambientes con la menor cantidad posible de microorganismos, y si fuera posible, estériles. Sin embargo, existen suficientes evidencias que muestran que no es sano vivir en ambientes sometidos a un uso excesivo de agentes antimicrobianos.
Los seres humanos hemos coevolucionado con los microorganismos a través de relaciones de equilibrio, que sostienen un mantenimiento normal de nuestras funciones vitales. Recientemente se ha establecido que el organismo humano convive con una población microbiana asociada (compuesta mayoritariamente por bacterias), más numerosa que la cantidad de células propias de nuestro cuerpo. Estas comunidades se denominan “microbiotas” o “biotas bacterianas”, si nos referimos a las bacterias en particular. Este término sustituye al de “flora”, originado en épocas en que las bacterias se incluían en el “reino vegetal”. Hoy se sabe que componen por sí mismas uno de los tres dominios que incluyen las distintas formas de vida del planeta.
Existen microbiotas nativas en distintas partes del cuerpo, por ejemplo, en la boca, tracto respiratorio superior y vagina, que contribuyen con el mantenimiento de la salud del individuo y la prevención de diversas patologías. Estas comunidades de bacterias protegen al organismo de la colonización de patógenos al competir por la adaptación a los ambientes, con actividad antimicrobiana directa o al estimular distintos mecanismos de defensa del hospedero.
Sin embargo, la comunidad bacteriana más numerosa por lejos es la que habita el tracto digestivo y, en particular, el intestino grueso. Un gramo de contenido intestinal en el colon contiene aproximadamente 100.000 millones de bacterias, cantidad que equivale a más de diez veces la población humana sobre la Tierra.
Es importante atender y entender las etapas de adquisición de estas poblaciones bacterianas por parte de los individuos, particularmente en los neonatos y niños en sus primeros años de vida. Se considera que los tres primeros años representan el período durante el cual el niño adquiere y prácticamente define la composición de su microbiota. En este proceso, intervienen distintos factores como el parto, la lactancia, el contacto con la madre, una interacción adecuada con un ambiente no sobreexpuesto a antisépticos, la alimentación y el control sobre la sobredosificación de medicamentos, principalmente antibióticos, entre otros.
Son múltiples los beneficios que el establecimiento de una comunidad microbiana “normal” confieren al individuo en esta etapa de la vida, en particular en el desarrollo y maduración del sistema inmune. Actualmente, se asume que los microorganismos con los que interactúa el niño en sus primeras etapas “educan” al sistema inmune, enseñándole a responder adecuadamente frente a patógenos y reduciendo la incidencia de procesos patológicos como las alergias.
Cuanto más se investiga, más sorprendentes son los efectos que nuestras bacterias ejercen sobre la salud, de acuerdo a la acepción más amplia de la palabra. A la función tradicionalmente atribuida de posibilitar la correcta digestión de los alimentos, hoy se reconoce la influencia de la microbiota, en especial aquella alojada en el intestino, en diversas esferas de la vida. Entre otras funciones, además de las ya citadas, se pueden mencionar el buen estado de las mucosas, el correcto desarrollo del sistema inmune, la síntesis de importantes compuestos como ácido fólico, biotina o vitamina K, control del colesterol y participación en mecanismos de prevención del cáncer. Por medio de distintas estrategias experimentales, también se ha vinculado la obesidad con determinados patrones de composición de las microbiotas intestinales.
En los últimos años, se ha identificado una nueva área sobre la que la microbiota nativa puede influir: la salud mental. Numerosas evidencias experimentales, tanto en modelos animales como en seres humanos, confirman la existencia de un eje “microbiota-intestino-cerebro”, cuyo equilibrio puede influir de manera significativa sobre la salud mental del individuo. Estos estudios vinculan la alteración de la microbiota (“disbiosis”) con desórdenes como ansiedad o depresión. Aún resta por dilucidar los mecanismos microbianos, inmunológicos y neurológicos que regulan esta relación.
Estos hallazgos han abierto un fascinante campo de investigación, que enlaza disciplinas como la microbiología, la inmunología y las neurociencias, dirigido a proponer alternativas de modulación de la microbiota para la mejora de trastornos neurocomportamentales. Esto incluye la administración de probióticos, el transplante fecal, estrategias nutricionales y aproximaciones farmacológicas.
El Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable tiene una vasta trayectoria en los campos de la microbiología y las neurociencias, dos de sus principales áreas de investigación científica. Sobre esta base, diversos grupos del Instituto, en colaboración con investigadores de la región, se han propuesto comenzar a trabajar en este fascinante campo de las ciencias biológicas en forma multidisciplinaria.