Hay algo en nuestra personalidad que nos caracteriza como pueblo. Un algo que solemos solapar prudentemente pero que nos identifica tanto o más que nuestra presunta amabilidad o nuestra evidente pachorrez. Y es la capacidad que tenemos los uruguayos de expeler nuestros residuos digestivos en la autoridad. O dicho de otra manera: en la jerarquía. Lo extraño es que, aunque los de hoy día somos genéticamente europeos, la nación charrúa ya era identificada como “los patoteros del fondo del bondi” (Gustamante, Félis, “Apogeo y decadencia de la fila india en el Uruguay”, Ediciones Aburridas pero sin faltas, 1938). Todos los profesores atestiguan que los charrúas conformaban la clase más indisciplinada de esa generación de nativos sudacas. Como no tenían una organización política constituida, no resultaba de utilidad coimear a sus principales dirigentes. Como no actuaba ningún tipo de sacerdote, ni creían en algo como un mesías o un dios, los reyes católicos se vieron imposibilitados de utilizar la estrategia que tan bien les vino en la conquista de otras civilizaciones, que consistía en hacerles creer que esos verdes y virulentos visitantes eran representantes de una deidad más poderosa que la suya. O era la suya propia encolerizada. Según cuentan allegados, Isabel y Fernando pasaron las de Caín desguazándose las coronas buscando un método para dominar a nuestros indígenas. Que así les salió Juana de loca. Recién Don Fructuoso en 1831 fue el primer dirigente sagaz en desechar la estrategia de la imposición y el autoritarismo y utilizar sus conocimientos de marketing civilizatorio para invitar calurosamente a los últimos charrúas a un gran asado. Sin compartirles que el asado eran ellos mismos, claro.

Toda la historia de los orientales fue una historia de insolentes incontrolables. Nunca quisimos saber de nada con la imposición. Para manipularnos, bastaba con hacernos caer en la más chota (recordemos que Rivera llevaba la verdeamarela abajo, sabía del driblin al ras). Artigas con Buenos Aires jamás un “sí señor”, todo eran quejas y derechos de autonomía y toda esa sarta de sediciosidades. Ya Felipe V nos había notado demasiado despistados, muy voladitos, muy hippies y así fue que mandó a Zabala a que nos orientara un poco con una buena fundación. De ahí lo de “Orientales”, según titulaba la orden del Rey. Y así entramos al siglo XX con cara de voy-si-quiero: “que no le vayan a ganar a Brasil”, nos decían en el 50, “que bastante les costó armar su fiestita y…”, pum, se la ahogamos. “Bueno, ahora sigan esforzándose que vienen bien”, y kataplúm: tremenda crisis económica que llega hasta nuestros días y todos durmiendo en los laureles caducos del Maracaná, como si no hubiera nada más por hacer.

Yo pregunto, por ejemplo: ¿Hace cuánto no volteamos un presidente? ¡Pero por Platón! Que no estoy proponiendo que lo volteemos. Bastante venido a menos lo tenemos al oncólogo que por falta de alternativas interesantes tuvo que volver a Suárez y Reyes con la de años y plenarios que tiene encima. Yo contentazo de que Tabaré aguante ahí, al firme, con la percha atada en la espalda con cinta pato, y ese hablar tan cajita de música de la abuela. Yo orgullosazo estoy de vivir en un país con semejante estabilidad política. Y seguiré defendiendo en cada oportunidad que me dé la vida la necesidad de gozar de más estabilidad aun, hasta quedar todos estabilizaditos que no podamos ni movernos igual de lo estable que estamos. De paso, que sirva también como merecido homenaje a Clemente. Pero no nos hagamos los demócratas. Que todos sabemos que si no lo volteamos al presidente (con las ganas que tienen algunos) es porque no queremos hacernos los que les copiamos a los arrogantes de al lado. Como Argentina voltió a De la Rúa, y Paraguay a Lugo y ahora Brasil a Dilma, nosotros no, nos ponemos como el hermano menor que se casa y tiene la misma pareja desde hace años porque en su familia ya se instauró la filosofía de que es más evolucionado el andar solteros y con hijos bastardos. Así está el Mercosur. Repito, ENTIÉNDASEME: no estoy diciendo “demos un golpe”, o “hagamos lo que hacen nuestras naciones hermanas mayores”. No. Estoy argumentando por qué es claro que el uruguayo no es de hacer lo que le dicen, lo que le mandan. Por el contrario: es decirle a un uruguayo que no lo haga, que va y te lo hace.

Por eso es mi deber como columnista (deber casi inconsciente, lo llevo en mi genoma) denunciar públicamente a mi editor, el Señor Marcos Morón, autor de ese panteón de los desatentos llamado “El Faro del Fin del Mundo”, porque este señor ha tenido la osadía de JAMÁS pedirme que escriba sobre NADA en particular. Ni siquiera en contra del editor de la Revista Galería (siendo tarea tan necesaria), ni para serruchar al editor de cultura de la Revista Lento y lograr ser él quien se encargue de esa sección (porque el humor llega un momento que te paspa y ese ascenso se lo tiene merecido). Pero no, muy sueltito de lápiz este Señor Morón continúa sin decirme qué escribir. Así que como buen representante del uruguayo medio que soy, irrespetuaré a mi jerarquía más próxima escribiendo todo lo que NO se me dijo que escribiera. Por eso, a continuación quiero ser enfático y no me tiembla el pulso al manifestar:

—que en este país los milicos mataron gente.

—que el Proyecto Tabárez ha propuesto varias cosas interesantes para el fútbol uruguayo.

—que los Beatles tenían buen punch con su público.

—que Trump podría llegar a representar cierto tipo de peligro para la seguridad internacional.

—que los recientes atentados en Londres fueron actos terroristas (eso ya lo había inferido la Scotland Yard pero me animo a apoyar esa hipótesis).

—y que desconfío que la hermana de la coneja se haya cuidado debidamente aquella noche en el depósito sucio.

Y la dejo por ahí porque soy rebelde pero con códigos. Pero no me busquen, ya lo saben. Venir a NO decirme a mí lo que tengo que escribir. Faltaba más.