Hay ciertos fenómenos impresionantes que no los ves así no más, yendo al Solís o comprando el paquete de DirecTV. Pero igual te cambian la vida. Son fenómenos que tienen más que ver con esa física llamada cuántica (que es la que sostiene que el experimento sin el observador se hace el nunca visto). Si tenés ganas de vivenciarlos, estos milagros del mundo material, habrás de poner atención. En Montevideo hay, cómo no.

Un ejemplo de fenómeno sonoro en nuestra ciudad es el que se produce en Avenida Brasil a metros de la rambla, como yendo para el Kibón. Allí te encontrás con un círculo medio masón, que en realidad es una placita llamada “Tiradentes”, en homenaje a un político y odontólogo brasileño. Este rincón orbicular tiene la peculiaridad de que si te parás en su centro, y decís algo, tu voz hace como un eco bárbaro, un flor de reverb. Ubicado en ese punto exacto, hacés “Aaaah”, y sonás a “¡Amuooohnmaamhhnmh!”. Pero te movés dos centímetros y volvés a sonar como sonás en todas partes. Como sin ganas. Chaucha. En ese punto exacto te sentís Frank Sinatra, o locutor de Montecarlo a sus órdenes. O la Reina de Sumatra, si estás dotada de una voz femenina. Pero fuera de él sos la misma quejosa persona necesitada de que alguien la escuche.

Pero hay otro punto de la ciudad que contiene en sí otro fenómeno muy particular. Te cuento: agarrás Fernández Crespo como yendo pa’l Palacio. Pero atenti: a tu ritmo, no al ritmo en que se arrastra todo en esa avenida. Es bravo zafar de la digestión urbana que se produce en esa arteria, lo sé, por eso tenés que estar con la atención plena. Los autos, los bondis, las gentes, las santerías, los panchos con papitas pay, los abitabs, el frescor, el tovien, el humo de los cigarros de los que se la fuman afuera. Todo va hacia allá, p’aquel lado, como moscas a la lamparita, o espermatozoides al óvulo. Y a una celeridad de laxante, de “no llego” (siempre yorugua, claro, no bonaerense, que es el doble de rápido). Hasta los más veteranos que salen del BPS arrancan como chijete hacia la corriente. Las palomas de allí se mueren de hambre. El pulso fernandezcrespiano te toma de rehén, y si no te subís a un línea G o similar (que vienen hasta las del fraile), o metés viraje en alguna intersección, nos vemo’ en la de los Mártires. Yo nunca he visto a nadie caminar a su propio ritmo por Fernández Crespo. Es como si por ahí la ciudad evacuara todo lo que le sobra en la zona céntrica. Como un caño colector directo a los que hacen las leyes. Y se ve que aquellos que te dije se prenden un incienso para no oler ese aroma tan residual, tan populoso, porque yo estuve ahí adentro y huele a cedro.

Pero tu velocidad modifica el paisaje. Desde Einstein lo sabemos: si le ganás a la luz, te vas a sentir más joven (andá a ganarle a la luz, claro). Es probable que el mismo Albert haya experimentado este fenómeno que te estoy describiendo (quién te dice, paseando por ahí con Vaz, en los tiempos en que la calle aún se llamaba Sierra).

La hora propicia para vivenciar este fenómeno es la tardecita de un día hábil (que son los días en que andamos más abombados, paradójicamente). Respirá hondo y atendé a tu propia velocidad. Tu ritmo cardíaco irá amainando hasta dejar de ser pura imitación y pase a tener un son propio. De a poco te vas despegando como chicle del trajinar de los transeúntes y los transistores, y vas sintiendo eso tan digno de Rocha: la llevada tranqui. Te van a empujar, te van a insultar, pero deberás pasar por ello para experimentar esto tan increíble que te va a pasar: cuando agarrás tu propio ritmo y lo seguís, a la altura del puente de Galicia, justo antes de una carpintería donde venden mesas con telarañas de regalo, aparece algo invisible para el ciudadano preocupado porque no llega. Vas deteniendo el paso, entrecerrando los ojos, abriendo el pecho, y en ese pedacito de pared se pinta un timbre. Sin nombre ni número de puerta. Gastado pero que todavía funciona. Lo tocás como si fueras ET diciendo “mi casa”. Con ternura pero convencido. Como el Che curando un leproso. Y de repente, delante de ti, hacia lo alto, se despliega una escalerita de madera que huele a madreselvas. Con un altillo en la punta. Allí te abre un grupo de gente amiga: el Flaco Tito, Dionisio Díaz, Delmira, Guyunusa, Mateo, Fosforito, el chueco Maciel, Arístides querido... el Negro Ansina (que va porque ceba y no se le lava). Y tantos otros. Están ahí sólo para escucharte:

—Que el sueldo no me da.

—Ajá.

—Que estoy cansado de que mi padre me diga lo que tengo que hacer.

—Mhmm.

—Que mi novio es un imbécil, con lo que me preocupo yo por él.

—Entendemos.

—Que este gobierno traidor… ¡Y la oposición, peor!

—Comprendemos —te expresan.

Y cuando ven que ya te cansaste de protestar, te acompañan hasta la puerta. Vos los mirás como el gato de Shrek, con cara de perro castigado que se encontró con un vagabundo que le da leche. Ellos se inclinan con la expresión “ahora deberás seguir tú”. Y te empujan p’abajo.

Ya estás recargado. Al fin alguien que te escucha. Era hora. Podés volver a zambullirte en el caño, nomás.