Debemos estar viviendo esos momentos en la historia que los futuros historiadores considerarán un punto de inflexión, un punto de transición hacia distintas formas de organización económica y social. Desafortunadamente, en la historia humana un “momento” puede durar un largo tiempo, tanto que pueden pasar décadas antes de que sea evidente la forma final que adoptan estos nuevos arreglos, y mientras tanto, puede haber muchos coletazos del sistema vigente.

Lo que es claro es que el orden establecido –definido como capitalismo financiero neoliberal global– ya no es capaz de cumplir con sus promesas de crecimiento y estabilidad, sino que genera más inequidad e inseguridad en todo el mundo. En términos marxistas, las relaciones de propiedad mediante las cuales se organiza la producción se han convertido en una traba para el desarrollo de las fuerzas productivas, y generan más y más alienación. Esto podría explicar por qué el sistema también está perdiendo legitimidad en la mayoría de los países, bajo ataques de derecha y de izquierda.

No hay duda de que hay signos incipientes de cambio. Pero ese cambio puede ir en distintas direcciones, no todas ellas progresistas o incluso deseables. Por eso es importante lograr un impulso social y político hacia trayectorias alternativas que se centren en resultados más equitativos, justos, democráticos y ecológicamente viables para la mayoría de la humanidad.

La pregunta “¿Cuál es tu alternativa?” es familiar para la mayoría de los progresistas, y muy a menudo estamos a la defensiva o somos autocríticos sobre nuestra supuesta falta de alternativas. En realidad, hay muchas propuestas alternativas económicamente viables y socialmente deseables en diferentes contextos. El problema no es que no existan, sino que no sean políticamente viables, y quizá que no estén ampliamente difundidas. Pero ciertamente la alternativa no consiste en una teoría que abarque todo y en la cual puedan subsumirse todas las demás, ya que hay varias buenas razones para ser escéptico acerca de las “grandes teorías”. Es posible pensar, en cambio, en un marco amplio sobre el cual pueda acordarse, incluso entre gente que no necesariamente se identifique a sí misma como de “izquierda” pero que no esté satisfecha con la organización económica, tanto a nivel nacional como internacional.

Mucha de la discusión actual sobre estrategias económicas para el capitalismo global está enmarcada por la crisis financiera de 2007-2008 y sus repercusiones. Pero no necesitamos una crisis real para darnos cuenta de que la estrategia del pasado para el crecimiento y el desarrollo ha fallado en la mayoría de los países. Incluso durante el boom previo a la crisis, el patrón de crecimiento tenía muchas limitaciones, paradojas y fragilidades inherentes. Todo el mundo sabe ahora que el boom económico era insustentable, basado en prácticas especulativas que fueron habilitadas y promovidas por la desregulación financiera. También utilizó de forma depredadora los recursos naturales, y fue profundamente inequitativo.

Reestructurando las relaciones económicas

A nivel global, ahora la mayoría reconoce la necesidad de reformar el sistema financiero internacional, que ha fallado en cumplir con dos requisitos obvios: prevenir la inestabilidad y las crisis, y transferir recursos de las economías ricas a las pobres. No sólo experimentamos mucha mayor volatilidad y propensión a colapsos financieros en los mercados emergentes y ahora también en los países industrializados, sino que incluso los períodos de expansión económica estuvieron basados en el subsidio global de los pobres a los ricos.

En las economías nacionales, este sistema ha estimulado la prociclicidad: ha promovido las burbujas y el fervor especulativo más que la inversión productiva real para el crecimiento futuro. Ha vuelto a los sistemas financieros nacionales opacos e imposibles de regular. Ha permitido la proliferación de transacciones paralelas mediante paraísos fiscales y ha flexibilizado los controles domésticos.

Dados estos problemas, no hay otra alternativa que la regulación estatal sistemática y el control del sistema financiero. Ya que los actores privados inevitablemente intentarán evadir la regulación, debe protegerse el corazón del sistema financiero –los bancos–, y esto sólo es posible mediante la propiedad social. Por lo tanto, es inevitable algún grado de socialización de la banca (y no sólo de los riesgos inherentes a las finanzas). En los países en desarrollo esto también es importante porque permite el control público sobre la dirección del crédito, sin el cual ningún país se ha industrializado.

El modelo orientado obsesivamente hacia las exportaciones, que ha dominado la estrategia de crecimiento en las últimas décadas, debe ser reconsiderado. No es sólo un giro deseable, sino que se ha vuelto una necesidad, dado el hecho obvio de que Estados Unidos y la Unión Europea ya no serán los motores del crecimiento del mundo en un futuro cercano. Esto significa que tanto los países desarrollados como los países en desarrollo deben buscar redireccionar sus exportaciones hacia otros países, y, sobre todo, redirigir sus economías hacia una mayor demanda interna. Esto puede darse no sólo mediante estrategias redistributivas directas, sino también mediante gasto público para proveer más bienes y servicios básicos.

Por tanto, la política fiscal y el gasto público deben estar en el centro. Los llamados al fin de la austeridad se están extendiendo en el mundo desarrollado y pronto encontrarán su contraparte en los países en desarrollo. Claramente, los estímulos fiscales son hoy esenciales para lidiar con los efectos económicos adversos de la crisis actual y para evitar que caigan la actividad económica y el empleo. El gasto público también es necesario para promover inversión que enfrente los efectos del cambio climático y promueva tecnologías verdes. El gasto público es central para avanzar en proyectos de desarrollo y para cumplir con la promesa de alcanzar estándares de vida mínimamente aceptables para todos.

Derechos sociales y económicos

La política social –la responsabilidad pública de garantizar a los ciudadanos sus derechos sociales y económicos– contribuye positivamente al crecimiento y al desarrollo. Esto significa especialmente la provisión de servicios de cuidado universales y de buena calidad, solventados por el Estado y reconocidos apropiadamente en términos de remuneración y de condiciones de trabajo. Esto ayuda también a reducir las desigualdades de género y otras desigualdades sociales generadas por la imposición de trabajo de cuidado no pago, y tiene fuertes efectos multiplicadores que posibilitan un incremento del empleo y potencian la actividad económica.

Global y nacionalmente, debemos reducir las inequidades en ingresos y riqueza, y sobre todo en el consumo de recursos naturales. Esto es incluso más complicado de lo que podemos imaginar, porque los patrones insustentables de producción y consumo están profundamente arraigados en los países más ricos, mientras que los países en desarrollo aspiran a alcanzarlos. Pero varios millones de ciudadanos del mundo en desarrollo todavía tienen un acceso insuficiente o inadecuado a las condiciones más básicas para una vida decente, como electricidad, transporte y comunicaciones, salud, nutrición y educación. Asegurar la provisión universal en el sur global inevitablemente requerirá un mayor uso per cápita de los recursos naturales.

Tanto la sustentabilidad como la equidad requieren, por tanto, la reducción del excesivo uso de los recursos por parte de los ricos, especialmente en los países desarrollados pero también entre las elites en el mundo en desarrollo. Esto significa que las políticas fiscales redistributivas y otras políticas económicas deben estar especialmente orientadas a reducir las inequidades en el consumo de recursos, a nivel global y nacional. En los países, por ejemplo, el gasto social puede ser financiado por impuestos que penalicen el uso ineficiente y excesivo de los recursos.

Esto requiere nuevos patrones de demanda y de producción. Es por eso que es tan importante desarrollar nuevas formas de medir el progreso genuino, el bienestar y la calidad de vida. Los objetivos de crecimiento basados en el Producto Interno Bruto (PIB), que todavía dominan el pensamiento de los hacedores de política, no sólo nos distraen de otros objetivos importantes, sino que pueden ser contraproducentes.

Por ejemplo, un sistema de transporte urbano privatizado, caótico, contaminante y desagradable que incluye muchos vehículos y congestiona las calles genera más PIB que un sistema público de transporte seguro, eficiente y barato que reduce la congestión y genera un ambiente agradable para vivir y trabajar. No es suficiente hablar de tecnologías más verdes y limpias para producir bienes que están basados en un viejo patrón de consumo. En cambio, debemos pensar creativamente sobre el consumo en sí, y determinar qué bienes y servicios son más necesarios y deseables para nuestras sociedades.

Esto no puede quedar librado a las fuerzas del mercado, ya que el efecto y el poder de la publicidad seguirá creando necesidades y fomentando el consumo y la producción insustentables. Pero la intervención pública en el mercado no puede consistir en respuestas instintivas a condiciones de corto plazo que están cambiando constantemente. En cambio, la planificación –no en el sentido de la planificación detallada, sino el pensamiento estratégico sobre los requerimientos sociales y los objetivos para el futuro– es absolutamente esencial. Las políticas fiscales y monetarias, así como otras formas de intervención, deben ser utilizadas para redirigir el consumo y la producción hacia esos objetivos sociales, para generar cambios en las aspiraciones socialmente creadas y en las necesidades materiales, y para reorganizar la vida económica para hacerla menos depredadora y más sustentable.

Dado que la intervención del Estado en la actividad económica es hoy un imperativo, deberíamos estar pensando en formas de hacer esa participación más democrática en nuestros países e internacionalmente. Se utilizan grandes montos de dinero público para proveer auxilio financiero y estímulos fiscales; de qué manera se hace esto tiene fuertes implicancias en la distribución, el acceso a los recursos y las condiciones de vida de la gente común, que paga con sus impuestos estas políticas. Por tanto, es esencial diseñar una arquitectura económica global para funcionar más democráticamente. Y es incluso más importante que los estados a lo largo del mundo, cuando formulen e implementen políticas económicas, sean más abiertos y receptivos a las necesidades de la mayoría de los ciudadanos.

Las instituciones globales vinculadas al comercio internacional, la inversión y la producción tienen que cambiar y volverse no sólo más democráticas en su estructura sino más democráticas genuinamente, orientadas a las necesidades de la gente. Esto es particularmente así en el caso de la difusión del conocimiento, hoy privatizado y concentrado gracias a que se han privilegiado los derechos de propiedad intelectual.

Estas propuestas pueden parecer una hazaña, pero la humanidad está llena de historias de cambios abruptos de trayectorias pasadas y transformaciones que llegan cuando no son esperadas y de orígenes impredecibles. Lo que puede ser creado e implementado por acción de la humanidad puede ser también deshecho para construir alternativas mejores. Este puede ser el tiempo de una mayor aceptación social de estas ideas y de generación de pensamiento para afinarlas y adaptarlas a contextos particulares.

Jayati Ghosh | Economista india, profesora en la Universidad Jawaharlal Nehru, Nueva Delhi. Columnista de The Guardian y The Asian Age, entre otros medios.

Esta columna fue publicada originalmente en Red Pepper. Traducción y adaptación: Natalia Uval.