Las dificultades que han surgido para que Uruguay lleve adelante su decisión soberana sobre la producción y comercialización de marihuana pueden superarse. Sobran razones para este pronóstico, y basta con mencionar dos de ellas.

En primer lugar, no se trata de un camino que se le haya ocurrido recorrer a unos pocos compatriotas ingenuos, sino de uno que está planteado desde hace años en numerosos foros internacionales, con apoyo de fuerzas poderosas que asumen el fracaso y los efectos contraproducentes de la “guerra contra las drogas” lanzada, en 1971, por el entonces presidente estadounidense Richard Nixon. La misma alternativa es impulsada en otros lugares del mundo, incluyendo una parte creciente de Estados Unidos, y los primeros en transitar un nuevo camino siempre afrontan más obstáculos y riesgos, pero eso no impide que las sociedades cambien.

En segundo lugar, la vigencia de ciertas disposiciones de la Reserva Federal estadounidense o internacionales, invocadas por algunos grandes bancos, sólo es una muestra de que en este caso, como pasa muy a menudo, las leyes van detrás de los cambios sociales. Esas normas fueron, obviamente, intentos de combatir actividades que en su momento sólo podían ser delictivas, pero que en el nuevo marco, establecido por decisiones democráticas legítimas en Uruguay y en otros lugares, ya no lo son. En estas nuevas condiciones no hay “lavado de dinero”, sino transacciones con dinero limpio desde su origen, procedente de actos legales y sumamente (quizá por demás) reguladas y controladas, desde la siembra al consumo.

Es posible que jueguen en algún caso factores ideológicos, ya que en todas partes hay personas incapaces de distinguir la diferencia entre lo que les parece mal y lo que no debe permitirse. Así sucede ante muchos cambios relacionados con la llamada “agenda de derechos”, pero es evidente que legalidad y moral son – salvo para los fundamentalistas, no sólo islámicos– conceptos sustancialmente distintos: por eso es posible amasar, a la vista de todos y sin consecuencias penales, grandes fortunas con negocios muchísimo más condenables y dañinos que el del cannabis.

Sin embargo, no hace falta tener una especial inclinación hacia las teorías conspirativas para pensar que no se trata sólo de resistencias ideológicas. Los grandes bancos manejan mucho dinero sospechando –por lo menos– que proviene del crimen organizado, y es imaginable que en algún caso hagan un poco de fuerza para defender los intereses de poderosos clientes, que podrían ser hasta accionistas.

Muy por debajo de las pulseadas internacionales, y en escala casi aldeana, están algunas disputas domésticas, en las que intervienen también factores ideológicos, además de cuestiones políticas de imagen y prestigio. Cuanto más incidan estos intereses, menores serán las posibilidades de que el sistema institucional uruguayo coopere con la búsqueda de soluciones, a fin de defender la soberanía nacional y de minimizar los perjuicios para los actores locales, mientras el mundo se adecua a la nueva realidad. Sería triste que, en vez de reivindicar nuestro derecho a probar rumbos, retrocediéramos a la mediocre seguridad de esperar por decisiones ajenas y seguir la corriente.