En las páginas 4 y 5 de esta edición sintetizamos el contenido de los discursos pronunciados durante la última década por sucesivos presidentes de la Asociación Rural del Uruguay (ARU), en el cierre de las exposiciones rurales que se hacen cada año en el Prado. Si el período abarcado hubiera sido mayor, la semejanza esencial de los mensajes no habría disminuido. Desde los tiempos fundacionales del hacendado vasco Domingo Ordoñana, a fines del siglo XIX, la ARU ha mantenido una visión del país y del mundo llamativamente invariable (y se precia de ello).

“Somos moradores de una patria agropecuaria. El campo es el alma y es el cuerpo, el pasado, el presente y el futuro de la vigorosa vida nacional. El campo es el manantial del que surge la riqueza principal, la fortaleza de pasto que defiende la soberanía y asegura la independencia del Estado oriental. Es tan esencial nuestra identidad rural que saladeros y curtiembres, barracas y graserías y todas las industrias y comercios que dan vida a Montevideo y a sus pequeñas villas son tan sólo familia adoptiva del producto rural y su materia prima, el agro es la columna vertebral del trabajo y del empleo en Uruguay”, decía Ordoñana en 1871. Hasta hoy, la ARU expresa lo mismo: es la riqueza del campo, que tiene dueños, lo que le da viabilidad a la existencia de Uruguay; el resto es “familia adoptiva”, siempre fastidiosa y demandante. A menudo lastre y traba.

“La riqueza se genera con el trabajo de las empresas privadas, quienes son las que generan recursos genuinos, con las empresas estatales al servicio del sector productivo y no viceversa”, dijo este año Pablo Zerbino, actual presidente de la ARU. Es sugestivo el pronombre, no “que” sino “quienes”. Quizá porque en realidad se está pensando en los empresarios como personificación de “el campo”, generoso y parasitado por ingratos.

La ARU nunca está ni estará plenamente satisfecha. Cuando le va muy bien, señala que le debería ir aun mejor; en beneficio de todos, alega, porque todos vivimos de ella aunque no lo reconozcamos. Pero algo parece olvidársele siempre: no son “las empresas privadas” las que trabajan.

“¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas? / En los libros aparecen los nombres de los reyes. / ¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?”, escribió Bertolt Brecht. “El joven Alejandro conquistó la India / ¿Él solo? / César derrotó a los galos. / ¿No llevaba siquiera cocinero?”.

La ARU se autodefine como una organización sin fines de lucro, pero es, por supuesto, todo lo contrario. Desde la primera página de su sitio en internet proclama, con mayor sinceridad, un ideal de sociedad: “Libre empresa, economía de mercado y sana competencia”. A esa trinidad no se la adora en forma desinteresada.

Si la sinceridad fuera total, mencionaría también un pilar que sostiene su poder: el derecho de herencia como extensión intocable de la propiedad privada. Sin ese factor, inconciliable con una auténtica igualdad de oportunidades, se desvanecería la presunta identidad histórica entre el campo y sus dueños. Quedaría a la vista que no hay selectas dinastías de “productores” de las que todos los demás dependemos. Estaría más claro quiénes frenan el progreso. Y quiénes viven de quiénes.