“Para mí fue uno de los momentos más gloriosos de la paleoornitología uruguaya”, dice Washington Jones, uno de los cuatro investigadores uruguayos que, junto al brasileño Herculano Alvarenga, publicaron el artículo “Las últimas aves del terror (Aves, Phorusrhacidae): nueva evidencia del Pleistoceno tardío de Uruguay” en la última edición de la revista científica internacional; Paläontologische Zeitschrift. No se refiere al artículo en sí, sino a cuando le tocó comunicar a la comunidad de expertos sobre aves prehistóricas las investigaciones que estaban realizando en ese momento sobre dos restos fósiles encontrados en Soriano que ahora dieron lugar al artículo publicado. Uno tiende a pensar que la ciencia trabaja de forma tan objetiva que no deja lugar para los egos personales y las descalificaciones hacia el trabajo de cualquiera que desafíe viejas presunciones. Pero la ciencia es una construcción humana colectiva y, como en muchas construcciones humanas, hay quienes prefieren tener la última palabra a tener la palabra correcta, incluso cuando el tema tratado es tan específico como determinar cuándo dejaron de vivir los fororracos, un grupo de aves prehistóricas no voladoras que, como tenían grandes garras y picos y cazaban, se conocen como “aves del terror”.

Reconstruir el árbol de la vida del planeta es una tarea que presenta grandes dificultades, incluso en el presente. Si bien los avances en la secuenciación del ADN permiten determinar parentescos que maravillan a los taxonimistas de hoy en día, cuando uno va hacia atrás depende del caprichoso registro que yace sepultado bajo nuestros pies, en la forma de fósiles. El registro fósil presenta grandes dificultades, porque las circunstancias que hacen que los restos de un animal se fosilicen y perduren por miles o millones de años son, por lo general, una sorprendente excepción. Así y todo, los paleontólogos, auxiliados por otros científicos, han logrado determinar que la vida en el planeta tiene al menos unos 3.800 millones de años. Sin embargo, a diferencia del libro de entradas de un hotel, es prácticamente imposible establecer la secuencia completa de quienes vivieron en este planeta desde entonces y hasta el día de hoy. En el caso de las aves del terror, podría decirse que los registros más antiguos ubican su aparición en el Eoceno, entre hace 56 y 36,9 millones de años.

El tema de cuándo se extinguieron es más controvertido. Por eso la gloria sentida por Washington Jones cuando se dirigió a sus colegas. Con una risa pintada en el rostro, Jones lo recuerda así: “En el congreso internacional de paleoornitología que se realizó en Diamante, Entre Ríos, en 2016, presentamos un avance sobre esta investigación que estábamos haciendo sobre los fororrácidos del Pleistoceno. Y fue un gran desafío, porque había que presentarlo en inglés y no sólo estaban los expertos mundiales del tema, sino que además estaban los argentinos, que fueron muy críticos con nuestro trabajo sobre el ave del terror de la Cantera Casil de 2009”.

Un canario en entredicho

Por “el ave del terror de la Cantera Casil” Jones se refiere a un fósil diminuto, la porción distal de un tarsometatarso derecho de un ave que se encontró en la Cantera Casil, ubicada en el departamento de Canelones, y que en 2009 motivó la publicación de un artículo de Herculano Alvarenga et al en que se afirmaba que pertenecía a un ave del terror. El asunto es que si se aceptaba que el fósil pertenecía a un ave del terror, dado que el sedimento en el que se encontró está datado en unos 17.000 años, había que extender por varios millones de años el biochron o biocronograma de esa familia de aves, es decir, extender el período de tiempo geológico en que vivieron. Jones continúa con el recuerdo de aquella jornada gloriosa: “Los argentinos decían que el de Cantera Casil no era un fósil de un fororrácido, sino que era de un ñandú o una cigüeña. Entonces para mí era difícil presentar el trabajo, no sólo porque tenía que hacerlo en inglés sino además ante un público que podría ser, más que crítico, hasta hostil”.

Es que el trabajo que ahora publican en una revista arbitrada internacional –lo que quiere decir que se ha dado a conocer a la comunidad científica de todas partes como una investigación que siguió procedimientos aceptados para fundamentar lo que afirma– se basa en el análisis de dos pequeños fósiles que formaban parte de la colección del Museo Paleontológico Alejandro Berro de la ciudad de Mercedes. Jones habla con pasión de cada uno de ellos: “Uno fue encontrado en el arroyo Perico Flaco, Soriano, po Alejando Berro en la década de 1940 Es prácticamente idéntico al tarsome tatarso que se encontró en la Cantera Casil, salvo que puede verse que tiene una depresión donde vendría anclado el dedo 1 de la pata de estos bichos” Y esa depresión no es un mero detalle que el paleontólogo mencione por su obsesión por las aves prehistóricas, sino que es bastante relevante en esa lucha por la credibilidad que tiene con sus colegas de la vecina orilla: “Ese dedo 1 echa por tierra algunos comentarios ma lintencionados de científicos, más que nada argentinos, que cuando dijimos en 2009 que el fósil de Casil pertenecía a un ave del terror, nos decían que era de un rheído, o sea, un pariente de ñandú, que tienen tres dedos nada más Esta depresión confirma claramente que estas aves tenían cuatro dedos y que por lo tanto no se trataba de un ñandú sino de otra cosa”.

Nueva evidencia

Sin embargo, el fósil que le permitiría a estos investigadores cantar victoria sobre la suspicacia argenta es otro. También descansa en el museo de Mercedes y lleva escrito con marcador indeleble el numero que lo identifica en la colección: 2.024. Jones sigue con su relato: “También fue colectado por Alejandro Berro en la década del 30 del siglo pasado en la Cañada Curupí, también en Soriano. Se trata de una porción proximal del húmero, la parte que articula con la fúrucla, la clavícula de las aves. Y ese hueso tiene características típicas de un ave no voladora”. Es casi como si el 2.024 fuera lo que Jones necesitaba para cantar “¡Bingo!”: “Por su tamaño, medidas y forma, es idéntico a algunas especies de psilopterus, y por lo tanto pertenece al grupo de los psilopterinos”, exclama, y como intuye que me falta información, prosigue: “Dentro de la estirpe de los fororrácidos, los psilopterinos son los más chicos de todos, y al mismo tiempo son lo más basales; es el grupo de aves del terror del que se conocen los fósiles más antiguos, con un poco más de 30 millones de años”.

Es así que, demostrando la existencia de las aves del terror en un período más moderno de lo que se pensaba (el Pleistoceno tardío) Jones, junto con Andrés Rinderknetch (del Museo Nacional de Historia Natural), Felipe Montenegro y Martín Ubilla (de la Facultad de Ciencias) y Herculano Alvarenga (del Museu de História Natural de Taubaté, Brasil) también encontraron que los últimos sobrevivientes de la familia de estas aves eran del tipo más antiguo. “Eso puede tener una explicación”, dice Jones: “Las especies más grandes, que son derivados y aparecieron después, son casi gigantes para lo que es un ave. No pueden volar, tienen alas muy chicas, garras muy desarrolladas, cráneos y picos enormes, y eso podés verlo como una especialización evolutiva. Son depredadores muy grandes, corredores y no voladores, y al ser aves tan especializadas, capaz que en algún momento tuvieron que ‘pagar’ esa especialización. Los psilopterinos, que son más chicos, con proporciones de alas más similares a las de un ave voladora, podrían haberse adaptado mejor a cambios en el ambiente”. Lo que dice el paleontólogo no es nuevo: ya pasó, por ejemplo, con las mulitas, que dieron lugar a los gigantescos glioptodontes y luego los sobrevivieron. En un mundo obsesionado por lo grande, las mulitas y aves del terror nos recuerdan que ser pequeño tiene sus ventajas. Sin embargo, por más que el húmero de unos 96.000 años del ave del terror de la Cañada Curupí perteneciera al grupo más pequeño de estas aves, su impacto fue enorme.

“Cuando lo mostré se hizo un silencio impresionante en la sala”, describe Jones, y por eso recuerda el momento como una de las mayores glorias de la paleoornitología uruguaya. “El húmero es claramente de un ave que volaba poco o que no volaba. Y al compararlo con fotos y dibujos clásicos que se conocen desde hace décadas de psilopterinos que se encontraron en Argentina y en otras partes, es prácticamente igual. Entonces, cuando lo mostré acompañado de una comparativa, se terminó la discusión: había aves del terror en el Pleistoceno tardío”, rememora del momento en que comunicó a sus colegas que las aves del terror vivieron en la era que antecede a la actual, el Holoceno, hace entre unos 126.000 y 11.784 años. Y si había aves del terror en un tiempo tan reciente, las implicancias son enormes. “Cuando terminó la charla pensé que venía la andanada de observaciones de todos los argentinos que nos criticaron y que se piensan que son los unos en el tema de las aves del terror, pero se hizo un gran silencio, quedaron como boquiabiertos”, dice Jones. La única pregunta vino de un experto en fororrácidos francés: “Me dijo, emocionado, que entonces, con esa edad, podrían haber convivido con los seres humanos. Evidentemente esperaba que yo desarrollara una respuesta, pero pese a mi nombre, hablar inglés no es lo mío, y contesté apenas: ‘Perhaps’ [“tal vez” en inglés]”. Rinderknetch, también autor del trabajo y que estaba presente en el congreso, se sorprendió por lo breve de la respuesta, pero para Jones la posible convivencia entre las aves del terror y los pobladores humanos sudamericanos no era tan importante. “Con lo del húmero como que ya había ganado el campeonato. Presentí que la discusión sobre los fororrácidos en el Pleistoceno había quedado bien asentada, así que no quería entrar en polémicas por más nada”, dice, con su humor particular. “Si luego de eso me hubieran ido a buscar en avión para venirme a casa, lo hacía encantado. Mi cruzada personal era revertir las críticas de que no había fororracos en el Pleistoceno tardío en Uruguay. Lo de la coexistencia con los humanos o lo de su valor en la cadena trófica como predadores ya es otra discusión”, sentencia.

Y es que en el paper publicado, los investigadores sugieren que las aves del terror son predadores o carroñeros que hay que ubicar en el mapa sudamericano de los animales que necesariamente debían depredar a la megafauna, mamíferos enormes como los toxodontes, las macrauqueñas, los perezosos gigantes o los gliptodontes que se extinguieron hace unos 10.000 años. “Los fororracos del Pleistoceno podrían llegar a tener el tamaño de una cigüeña grande, entre cuatro y cinco kilos”, razona Jones, y prosigue: “El carancho gigante que investigamos con Rinderknetch podría llegar a tener entre cuatro y siete kilos. También hay evidencia fósil de una especie de cóndor en nuestro país para el Pleistoceno, y recientemente un colega argentino afirmó que también habría unos teratornípidos, que son un grupo de buitres enormes. Lo que sugerimos es que había muchos más depredadores y carroñeros de lo que se pensaba hace unos años sobre ese período. Entonces uno puede imaginarse la cantidad de bichos y los tamaños que podrían haber tenido con toda esa carne de la megafauna disponible para comer”.

¿Quedarán nuevos fósiles y especies de aves del terror por descubrir? Jones cree que sí. Pero aclara: “Andrés siempre dice que para buscar fósiles de especies nuevas, en lugar de ir al campo hay que ir a los museos”. Cuando le pregunto si, dado que el momento cumbre de la paleoornitología nacional se dio en la charla sobre el húmero de la cañada de Curupí, y que esa pieza está catalogada con el número 2.024, le jugó a ese número a la quiniela, Jones ríe y contesta amablemente: “No soy de jugar. Prefiero apostar a la paleontología, que es como jugar a una especie de lotería. Por lo menos la adicción a la paleontología no te saca dinero... no te lo da tampoco, pero es mejor que perder todos los meses 50 o 100 pesos jugando a la quiniela”, dice y uno se va con la convicción de que a investigadores como Washington Jones, Andrés Rinderknetch, Felipe Montenegro, Martín Ubilla y Herculano Alvarenga hay que apostarles unas cuantas fichas.