El diario El País dedicó su editorial del jueves a sostener que el debate sobre la ley integral para personas trans, aprobada en la madrugada de ayer, “muestra lo que funciona mal de nuestro sistema político” (no en general, sino sólo “desde hace tres períodos”) y “puede tener consecuencias nefastas a futuro”. Para ello, tomó como referencia la portada de la diaria del miércoles. Corresponde devolverle la gentileza.

El País opina que nuestro titular en esa portada, “El derecho a ser”, mostró “un error básico que tiene mucha gente bien intencionada sobre cómo funciona un sistema liberal democrático”. Según el editorial, ignoramos que “las leyes y hasta la Constitución no crean derechos”, sino que “simplemente los reconocen como algo preexistente”. Esta premisa fuertemente ideológica, que El País considera “algo que no es materia de discusión, salvo entre quienes tienen una formación marxista” y “desconocen la calidad suprema de la libertad personal”, merece algunos comentarios.

No hace falta ser marxista para entender que la idea de derechos humanos anteriores a su definición mediante normas, o sea, previos a la organización política de las sociedades, es una ficción teórica. En la historia real de la humanidad, es evidente que no hay derechos antes de que se desarrolle, en el marco de las relaciones sociales, el Derecho, que expresa en cada época, y en cada territorio, el predominio de intereses individuales y colectivos. Esa es la simple razón de que, en el trayecto desde el Paleolítico hasta nuestros días, hayan variado mucho las nociones sobre qué derechos tiene cualquier ser humano, con idas y venidas que correspondieron a relaciones sociales cambiantes.

La ley aprobada esta semana es una expresión de cambios sociales. Los padecimientos de las personas trans han sido numerosos e indignantes durante décadas. Antes, la ley no asumía que fuera necesario afrontar y corregir expresamente esas inequidades e iniquidades; ahora sí. El problema ha sido tan extremo que realmente corresponde hablar de un “derecho a ser”: antes (no antes de 2005, sino antes de que la conciencia sobre el problema ganara peso en la sociedad uruguaya) parecía que ni siquiera correspondiera registrar la existencia legítima de estas personas, sus necesidades y dificultades en los aspectos más básicos de la vida social, como si fueran invisibles o aberraciones de las que debíamos apartar la vista.

El editorial de El País cuenta una fábula sobre “el camino racional” para legislar, mediante una cooperación desinteresada entre parlamentarios que podría dejar “a todos contentos”. Afirma falsamente que se aprobó sin cambios el proyecto original, y concluye que, cuando “un sector grande de la sociedad se siente avasallado por un grupo de activistas”, comienzan a generarse reacciones que llevan a “fenómenos políticos como los que vemos en países vecinos”. Aquí no queremos avasallar a nadie, y nos apasiona defender la libertad, pero nos damos cuenta de que los cambios más necesarios implican conflictos, y asumimos el mandato de que “los más infelices sean los más privilegiados”.