En el arranque del segundo capítulo de la primera temporada de Friends, Mónica les dice a los muchachos que para las mujeres el beso es tan importante como el sexo. Chandler retruca que para ellos besarse es como el comediante de stand up que hay que tolerar antes de ver a Pink Floyd. Este es sólo un mero ejemplo de cómo en la cultura popular estaba más que instalada la idea de que la banda inglesa fue la cúspide del rock, no sólo por sus conciertos sino también por sus discos, que elevaron el estatus del género al de arte, superando el entretenimiento de la trilogía que se completaba con sexo y drogas.

Menciono a Pink Floyd porque –vamos, no hace falta aclararlo– 99,99% de las personas que hoy de noche se encaminarán hacia el estadio Centenario no van por Roger Waters sino por la banda que integró –el músico también lo sabe, y por eso la mayoría de los temas que toca son de Floyd–. Pero hasta qué punto es plausible todo lo que se dice del legendario grupo y cuáles son los motivos para asegurarlo es un tema que da para largo –incluso mucho más largo que varios de los extensos temas de la banda–.

Ya de pique, es de rigor separar los tantos. Hay dos Pink Floyd. El primero, psicodélico, experimental y oscuro –pero con grandes momentos de resplandor pop–, comandado por Syd Barrett; y está el otro, más famoso, más masivo y más oscuro, que se fue gestando mientras Barrett perdía peso creativo dentro del grupo y ganaba la locura en su cabeza –básicamente, luego del primer disco–. Ese Floyd es el que se volcó al rock progresivo y se ganó el lugar de banda de culto superior que expandió los límites del rock en general, incluso los alcanzados por The Beatles.

“Rock progresivo” es un sintagma que suena importante, pero en el caso concreto de Pink Floyd se refiere a que ciertas premisas básicas de la música pop –extensión y estructura de versos y estribillos, por ejemplo– se las pasaban por el lado oscuro –y no precisamente el de la luna–. Pero esta rebeldía que rompe con parámetros concretos dista de acercarse a la complejidad del jazz más elitista y ni que hablar del de la música clásica, géneros a los que algunos entusiastas los quieren emparentar. En media sinfonía de Beethoven sigue habiendo más música que en cualquier banda de rock –y no es que haya algo de malo en esto–. Pero, también hay que escribirlo: en media canción de Floyd hay más música que en toda la discografía de The Ramones, por ejemplo –aclaración ídem–.

Dominio astronómico

Syd Barrett (guitarra y voz principal), Roger Waters (bajo y voz), Richard Wright (piano, órgano, sintetizador y voz) y Nick Mason (batería) eran los integrantes del grupo cuando se formó, en 1965, y fue bautizado por el primero gracias a los bluseros –estadounidenses, obviamente– Pink Anderson y Floyd Council –antes tenían el anodino nombre de Tea Set–, aunque estaban lejos de ser una banda de rhythm and blues ortodoxo como fueron The Rolling Stones en sus primeros tiempos. Antes de editar su disco debut, los liderados por Barrett se destacaban en el circuito under de Inglaterra interpretando largas versiones de temas como “Louie Louie” con solos estrambóticos y sintetizadores, acompañados por la proyección de diapositivas y juegos de luces para incentivar el viaje.

A mediados de 1967 –el año de la psicodelia– parieron su primer álbum, The Piper at the Gates of Dawn, con todos los temas –excepto dos– compuestos por Barrett. Voz radial, un pitido intermitente –de señal interestelar–, guitarras eléctricas crecientes, atmósfera sobrecargada, mucha reverberación y distorsión, y voces alejadas. “Jupiter and Saturn, / Oberon there on the run / Titanian, Neptune, Titan, / Stars can frighten”, cantaban Wright y Barrett. Son todos los ingredientes del guiso musical que se etiquetó como “rock espacial”, un viaje mucho más volado que cualquier cosa que se había hecho hasta ese momento –incluyendo Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, de The Beatles, editado unos meses antes–, y que tuvo enorme influencia –tanto el tema como todo el disco– en la psicodelia británica. De hecho, una canción como “2000 Light Years From Home”, del disco Their Satanic Majesties Request –el único intento de psicodelia por parte de los Stones–, de fines de 1967, tiene una atmósfera clarísimamente influenciada por aquel primer Pink Floyd.

Pero sin dudas el tema –o debería escribir “la pieza”– del álbum debut de Floyd es “Interstellar Overdrive”: diez minutos de pura proeza instrumental que arranca con el riff bordonero, chispeante y amenazante de Barrett que da paso a un torbellino psicodélico que al escucharlo nos mete en una experiencia lo más parecida a estar de ácido sin estar de ácido, con ese final en el que el riff vuelve pero difuso, mareado por el paneo estéreo. El álbum termina con una de las creaciones más hermosas de Barrett, “Bike”, que a su vez es una de las pocas canciones de amor clásicas del grupo, con una melodía bastante pop, que obviamente termina con una sinfonía de ruidos de bicicletas, timbres, relojes y demás.

Foto del artículo 'Un repaso de la trayectoria de Roger Waters'

Tomate el palo

Los viajes musicales de Barrett empezaron a resonar en su cabeza, acompañados por las drogas alucinógenas, y arrancó a tener un comportamiento errático en los toques. Fue así que a fines de 1967, para tapar los baches guitarreros de su líder, se incorporó un tal David Gilmour, de 21 años, dueño de un sustain y un sentido para la melodía que darían que hablar. Ambos guitarristas llegaron a convivir en el grupo unos meses, hasta que Barrett ya era una mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizón en el viaje a Venus, y tomaron la polémica decisión de invitarlo a retirarse. Esta acción quedaría rebotando en la cabeza de los demás miembros de Pink Floyd con el eco de la culpa, y, años después, cuando abrazaron la fama y el éxito, los llevó a plasmarla en un disco en forma de homenaje.

“Es terriblemente considerado de tu parte pensar en mí ahí / Y te estoy muy agradecido por dejar en claro / que no estoy ahí”, cantaba Barrett en “Jugband Blues”, la que cierra el segundo disco de Floyd, A Saucerful of Secrets (1968), y la única compuesta por él, una descarnada despedida. “Y me pregunto quién podría estar escribiendo esta canción”, decía más adelante, sabiendo que nadie en el grupo que lideró iba a componer temas como los suyos. Waters tomaría el poder creativo secundado por Gilmour, y alguna que otra cosa se les ocurriría.

El lado oscuro

Con la partida de Barrett, Waters se convirtió en el líder del grupo, aunque las composiciones pasaron a ser colectivas. En los discos que siguieron al primero, Pink Floyd abandonó paulatinamente la psicodelia viajera y ruidosa para abrazar el largo rock progresivo, que llegó a su cenit con Atom Heart Mother –el que tiene una vaca en la portada; la tapa más uruguaya de un disco inglés–, que resaltaba por el primer lado del vinilo: una suite homónima de seis partes que en total dura 23 minutos, en los que no falta una ampulosa sección orquestal con vientos y coro y en los que no pocos ven como un gran mojón de “rock sinfónico”. La cuarta parte de la suite, “Funky Dung”, era una muestra de lo que vendría y una de las marcas de Floyd, con el melodioso y blusero solo de Gilmour que brilla sobre el órgano de Richard Wright. El disco terminaba con un experimento, “Alan’s Psychedelic Breakfast”, tres secciones musicales que suenan mientras Alan Styles, ayudante de la banda, prepara su desayuno y se lo come (busquen el tema en Youtube: en el minuto 5 van a escuchar la masticada de tostada más irritante de la historia del rock).

Pero fue en 1973, con el lanzamiento de The Dark Side of the Moon, cuando Pink Floyd se dejó de experimentos largos, de viajes seudosinfónicos y de desayunos continentales, y se mandó su primera obra monumental, de la que a esta altura del campeonato poco se puede decir que no se haya dicho. No es un ejercicio fácil para una nota de sábado –ni de cualquier otro día– argumentar cuáles son los trazos que conforman la oscura tela de la música de Pink Floyd, más allá de alguna preponderancia de tonos menores, de arpegios obsesivos, de ciertas texturas instrumentales o de coros lúgubres; pero quizás por oposición se pueda explicar. A diferencia de otras bandas de rock inglesas igual de inmensas y populares, como Led Zeppelin o los Stones, en la música de Floyd hay una total ausencia de feeling sexual, de ese groove que viene del blues –y de toda la música negra– y se marca en el ritmo como una pulsión vital, lo que le da el marco perfecto para las letras, en las que, justamente, no hay nada parecido a si-te-agarro-nena-vas-a-ver, sino que se intenta escarbar en el infinito y oscuro terreno de la existencia, algo que tiene más que ver con la búsqueda filosófica –en el sentido muy amplio, claro está, porque ni Gilmour ni Waters son Bertrand Russell– que con la exacerbación de los placeres.

El mejor ejemplo de lo anterior es la canción incluida en The Dark Side of the Moon que versa sobre aquello que ustedes pierden mientras leen esta nota: “Time”: “Cansado de tirarte al sol, / te quedás en casa mirando la lluvia. / Sos joven, la vida es larga y / hoy hay tiempo para matar. / Y un día te das cuenta / de que tenés diez años detrás. / Nadie te dijo cuándo correr, / llegaste tarde al disparo de salida”. Cuánto optimismo, ¿no?

No se necesita demasiado para mostrar la oscuridad de las letras de Floyd. “Y si tu cabeza también explota con oscuros presagios, / te veré en el lado oscuro de la luna”, canta Waters en “Brain Damage”. “No hay un lado oscuro de la luna; en realidad, es toda oscura”, dijo el portero de los estudios Abbey Road al final del disco.

Balada para un loco

Con The Dark Side of the Moon Pink Floyd llegó a la masividad –sigue siendo uno de los discos más vendidos de la historia– y mientras grababan su siguiente álbum, Wish You Were Here (1975), los visitó un muchacho gordo y completamente rapado. Los integrantes del grupo –como lo expresaron en varias entrevistas– pensaron que era algún empleado del estudio y no su antiguo líder, Syd Barrett. “Recuerda cuando eras joven / brillabas como el sol. / Sigue brillante, diamante loco”, dice “Shine On You Crazy Diamond”, la que abre el disco, un claro homenaje a Barrett que está separado en dos partes que suman 26 minutos, la obra más larga de Floyd, pero la que parece más corta, dada su calidad. En ella sobresale más que nada la guitarra de Gilmour, desde el célebre arpegio de cuatro notas del principio hasta la improvisación en la que se deja llevar hasta el punto de cometer algún pifie (escuchen el minuto 8.17 de la primera parte).

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Wish You Were Here es el disco más guitarrero de Floyd. El trabajo creativo todavía seguía compartido, tanto en composición como en protagonismo vocal (se dividía entre Waters y Gilmour –ambas voces son bastante distintas: la del guitarrista es más cálida y menos rudimentaria que la del bajista–), y es quizá el mejor disco del grupo, llegando a lo más oscuro de lo oscuro con “Welcome to the Machine” y mostrando una pizca de luminosidad en la canción que da nombre al disco, una balada acústica también en honor a Barrett que no puede faltar en ningún fogón angloparlante.

Tu negro murallón

En el álbum doble The Wall (1979) Waters terminó de tomar el control compositivo del grupo y se mandó su tour de force, en el que plasmó todas sus obsesiones. Son 80 minutos divididos en 26 temas. No es que sean piezas cortas: en realidad es una muy larga. Es el disco de rock conceptual por excelencia, en el sentido más completo del término. Partiendo desde el arte del disco, la conexión estética y sonora entre las canciones, siguiendo por su unidad temática que la guía y le da un camino narrativo básico (en estos tiempos de aleatoriedad histérica, escuchar The Wall en modo random es un sacrilegio) y terminando con una película y un show en vivo con toda la parafernalia inherente a las canciones.

La guerra y la opresión (del sistema educativo, de nuestra cabeza y nuestras madres) van colocando los ladrillos para ese muro metafórico que nos aísla. The Wall suele ser emparentado al discutible género “ópera rock”, ya que en la música se introducen elementos sonoros que teatralizan lo que se canta o se dice (el pueblo clamando por la caída del muro y a su vez el ruido de los ladrillos cayendo en “The Trial”), y, musicalmente, hay un pastiche de estilos acorde a los textos (lo marcial en “Bring the Boys Back Home”, por ejemplo).

The Wall es probablemente el disco más conocido de Floyd, o al menos lo es la canción “Another Brick in the Wall Part 2” –no en vano es la que usaron para publicitar el show de Montevideo–, por sus características radiales que son atípicas para la obra del grupo. El grito inicial, la duración estándar, la base rítmica disco –era el género que explotaba en aquella época en el mundo anglosajón junto con el punk–, el solo melódico de Gilmour y el ya legendario coro de niños fueron los condimentos que lograron que la canción trepara al número uno en el Reino Unido (la única vez que una canción de Floyd llegó a ese puesto, lógicamente, dado que no es una banda de hits optimistas de tres minutos y medio para escuchar mientras planchamos la ropa alegremente).

Por lo tanto, es entendible que “Another Brick in the Wall Part 2” sea el “hit” de Floyd, dado que es la canción musicalmente más amable de casi toda la discografía del grupo y contiene el núcleo del concepto del álbum, pero su popularidad es totalmente injusta con el conjunto de la obra –como suele pasar–. El tema es un detalle de algo más grande y hermoso, como el lunar en la mejilla de Marilyn Monroe. Para empezar, su primera parte –“Another Brick in the Wall Part 1”, obvio– es más calma, oscura y amenazante, como el ajuste de los cables antes de que explote la bomba, y está marcada por la guerra –el padre de Waters murió en 1944, durante la Segunda Guerra Mundial, en la batalla de Anzio–. “Papá voló a través del océano, / dejando tan sólo un recuerdo, / una foto en el álbum familiar. / Papá, ¿qué más dejaste para mí? / Después de todo, / no fue más que un ladrillo en el muro”. Este tema gana mucho más al escucharlo con el que le sigue, “The Happiest Days Of Our Lives”, que es la antesala perfecta para llegar a la archiconocida parte dos, con los inquietantes rulos de batería (es de Perogrullo escribir esto, pero es a lo que nos llevan estos tiempos de hiperfragmentación y déficit atencional).

Solo no tan bien se lame

The Final Cut (1983), con sus referencias a Margaret Thatcher y la Guerra de Las Malvinas, fue compuesto enteramente por Waters, pero fue el último disco de Pink Floyd en el que participó, ya que arrancó una batalla contra Gilmour y los demás por el control creativo, que terminó perdiendo. Luego vino lo de siempre: juicios por el nombre del grupo y todo eso, que Waters también perdió, por lo que los restantes integrantes siguieron lanzando discos como Pink Floyd y el bajista largó su carrera solista, en la que, por más que hubo algún chispazo, nunca llegó a la luminosa oscuridad de la época dorada de Floyd.

En 1992 editó Amused to Death, un disco que cuenta con la participación de nada menos que Jeff Beck –Waters nunca fue tonto a la hora de elegir violeros– y cuyo tema homónimo está levemente basado en el libro Divertirse hasta morir (1985), de Neil Postman, uno de los textos más lucidos y fascinantes de ecología de los medios de comunicación, que parte de la premisa de que “la gente llegará a amar su opresión y adorar las tecnologías que anulen su capacidad de pensar”, como profetizó Aldous Huxley en su legendaria novela Un mundo feliz (1932).

25 años después de aquel disco, es decir, en 2017, Waters editó el disco Is This the Life We Really Want?, con bastante aroma a Pink Floyd. En el tema que le da nombre toca, como de costumbre, la democracia, el miedo que nos guía y afines. Ese álbum es el que lo trae a Sudamérica y por eso tocará un par de sus canciones, pero lo demás será puro y duro Pink Floyd. 21.00 es la hora pactada para derribar el muro y encontrarnos en el lado oscuro de la luna.

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