“Los zapatos de seguridad aguantan una semana, porque el químico se los come hasta que queda a la vista la punta de acero”, cuenta Fabián Quiroga. Y las mascarillas que se usan, calcula, no deben servir para nada, dice este trabajador rural que desde hace más de 20 días está internado en una habitación del tercer piso del Sanatorio del Banco de Seguros del Estado.

Quiroga, de 34 años, está acostado en la cama del sanatorio en pijama y por debajo luce una camiseta de Peñarol. Busca en el celular una foto para mostrar lo pequeñas que son las mascarillas. Desde la cama de al lado, un hombre que está internado con la pelvis fracturada –una yegua se le cayó encima– dice que él también trabajó aplicando químicos y la máscara que usaba tenía una parte como si fuera un casco y, por delante, dos filtros que salían como trompas. Nada que ver con la que Quiroga muestra en su celular. Además, según cuenta, las mascarillas provocan mucha transpiración, y como la tarea hay que hacerla rápido porque se cobra por hectárea, se la terminaba sacando.

Fabián Quiroga es maquinista de oficio y se desempeñaba como conductor de un tractor en un establecimiento rural ubicado cerca de la localidad coloniense de Ombúes de Lavalle. Pero sucedió que el tractorero que estaba en su lugar antes que él volvió y recuperó su puesto.

Entonces, ante la inminente posibilidad de quedarse sin trabajo, Quiroga tuvo que ponerse la mochila y salir al monte de eucaliptos para aplicar herbicida: una mezcla de glifosato y sulfato de amonio, entre otras sustancias, todas ellas de alta toxicidad. No tenía el carné de aplicador que otorga la Dirección Nacional de Servicios Agrícolas del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca a quienes desempeñan esa tarea. Pese a ello, Quiroga consideró mejor salir a “caminar el campo” que quedarse en su casa sin cobrar. Le pagaban entre 1.100 y 1.500 pesos libres por día, por una jornada que empezaba a las 6.00 y terminaba a las 13.00, sin descansos, para cubrir cierta cantidad de héctareas aplicando el herbicida con la mochila.

Como maquinista ya había estado en contacto con los plaguicidas, porque en la empresa estaba encargado de preparar el producto y había aprendido a mezclar las partes según le habían enseñado. Pero los problemas comenzaron cuando empezó a trabajar como aplicador. Vestido con un mameluco de tela no impermeable –el mismo que utilizaban sus compañeros de tareas–, al rociar el producto este entró casi de inmediato en contacto con su piel y eso le generó una severa reacción alérgica. El primer día que trabajó tuvo que suspender la tarea porque comenzó a sentir las quemaduras. Volvió a trabajar al día siguiente y la situación se agravó aun más. Acudió en primera instancia a la policlínica de Ombúes de Lavalle, desde donde lo enviaron al Hospital de Carmelo y de ahí inmediatamente fue derivado a Montevideo.

Una de las doctoras que lo atendió en el Sanatario del Banco de Seguros le dijo que si hubiera llegado dos horas más tarde podría haber muerto, porque la alergia habría llegado hasta las vías respiratorias. “Lo que me pasó a mí no se lo deseo a nadie, es como si me hubieran sumergido en un balde de ácido. Sentís que te quemás por dentro”, cuenta Quiroga. Primero tuvo hinchazones en varias partes del cuerpo y después, a causa de las quemaduras, la piel se le empezó a pelar en brazos, piernas, espalda y abdomen. A pesar de que ya pasaron tres semanas del episodio, aún se pueden ver con nitidez las manchas y la piel levantada.

Nebulosa legal

En la puerta del sanatorio, Hugo de los Santos, dirigente del Sindicato de Obreros Industriales de la Madera y Afines (SOIMA), contó a la diaria que Fabián Quiroga no estaba afiliado al sindicato, pero igualmente decidieron hacer una volanteada en la esquina del sanatorio y dieron cuenta de la situación a varios medios de prensa. “Nos enteramos del caso de casualidad, por un compañero del Sindicato Único de la Construcción y Anexos (SUNCA) de la zona. El SOIMA quiere que el caso se divulgue porque tenemos la convicción de que el problema está subregistrado, porque la gente no denuncia. Si este hombre se hubiera muerto, nadie se hubiera enterado de nada”, afirmó De los Santos.

“El problema en la industria forestal”, amplió el dirigente sindical, “es que es una pirámide de subcontratos”.

Quiroga trabajaba para Letinagro SA, pero la empresa “madre” es Forestal Oriental, es decir, UPM. Para el sindicato, la estructura de subcontratos, con trabajadores que muchas veces trabajan a destajo, no permite saber cuántos trabajadores hay ni dónde se encuentran. Por lo tanto, es imposible conocer las condiciones de trabajo, si están adecuadamente capacitados y si las reglamentaciones laborales se cumplen. La idea de avanzar en la elaboración de un registro de empresas subcontratistas se diluyó hace largo tiempo, a fines de 2004, y desde entonces no se ha retomado el tema.

El objetivo del sindicato, según De los Santos, es replantear en la Inspección General del Trabajo la confección de un registro de subcontratistas, con la finalidad de poder saber cuántos trabajadores se desempeñan, y en qué empresas, para poder intervenir directamente en su capacitación.

Óscar Andrade, secretario general del SUNCA, estaba presente en la volanteada. Ni el SOIMA ni el SUNCA manejan estadísticas de accidentes en el sector, pero estiman que existe un subregistro dado que la gente tiende a no denunciar.

Quiroga cuenta que durante estos días que ha estado internado fue visitado por un representante de UPM y también por un técnico prevencionista, pero él está desconforme porque nadie le ofreció una solución ni tampoco una compensación. Sabe que cuando vuelva a Ombués de Lavalle no tendrá empleo, ya que tiene claro que no puede trabajar más en contacto con agroquímicos.