El Código del Proceso Penal (CPP) que entró en vigencia en nuestro país el 1° de noviembre de 2017 implicó, entre otras modificaciones estructurales, la consolidación de ciertos estándares elementales de derechos humanos en materia de justicia y castigo. Este diseño, que bien puede ser caracterizado como una síntesis técnica de distintas fuentes legislativas –con sus fortalezas y debilidades – constituye uno de los grandes hitos legales de la historia reciente. Entre otras razones de peso, podemos tímidamente indicar: la priorización de las instancias orales y las ventajas en celeridad que esa opción implica, la división funcional de poderes entre los actores del proceso, la implementación de medidas alternativas al encierro, la gestión estratégica de los asuntos judiciales y especialmente (o por todo lo anterior): la consolidación de la transparencia y las garantías reales en la relación entre el Estado, la violencia institucional, y los ciudadanos que cometen delitos.

Es esperable que estas opciones legislativas, estructuralmente contenidas en un código, despierten la reacción de quienes consideran que el abordaje de los problemas de “inseguridad” ciudadana consiste en neutralizar, por la vía de trámites secretos, a cantidades indiscriminadas de sujetos. Las coordenadas y el sentido que instala la nueva regulación entran en contradicción con algunas lógicas punitivas, que advirtiendo estas limitaciones, buscan acelerar el repliegue por la vía de la introducción de excepciones procesales, o la más tosca de aumentar la pena mínima de ciertos delitos. Estos gestos revelan que la nueva racionalidad penal se limita, justamente, al grito autorreferencial de considerar un “fracaso” cualquier salida alternativa a la prisión, o cualquier dosis insuficiente de encierro, especialmente en materia de medidas cautelares y penas fijadas a partir de instrumentos como el proceso abreviado.

Pero los procesos de reformas institucionales son más complejos, y no se agotan en la sanción de un código. Ninguna conquista legislativa que irrumpe en el ordenamiento jurídico tiene su legitimidad asegurada si no existe una auténtica lucha en las prácticas concretas para su aplicación, y una comunicación atractiva orientada a mostrar sus virtudes. El proceso de reforma es un work-inprogress permanente, que además de operar hacia adentro del propio sistema, y en relación a los actores y los organismos involucrados, tiene que lograr cumplir con el objetivo de acercar la cuestión penal a la discusión pública, o al menos, explicar a la ciudadanía que una justicia bajo estos esquemas es más eficiente y deseable que un trámite secreto para encerrar personas sin grandes posibilidades de objeción y defensa.

La posibilidad de vencer la apariencia corporativa de estos planteos –como asunto de abogados o de personas interesadas en la producción sobre estas problemáticas– es un auténtico desafío. La defensa del CPP es una tarea que involucra consecuencias cuya importancia se asemeja a cualquier otra conquista legislativa en materia de derechos. En este caso, la carga de argumentar que este sistema es mejor siempre se traslada a quienes se oponen al sentido punitivo más burdo que, con bríos de pragmatismo y tecnicismo, aterriza en los ojos de la opinión pública como la posibilidad excluyente de salvar a los ciudadanos honestos.

Los problemas de este tipo de defensa aumentan cuando desde las filas del propio gobierno se exige la implementación de “cambios urgentes” frente a un código que es sindicado como “responsable” del aumento de los delitos. La tensión entre las distintas visiones y percepciones sobre la lucha contra la delincuencia, la superposición de agendas y reformas legislativas, impactan considerablemente en los cambios que, desde el Ministerio del Interior o desde la propia oposición, se proyectan en la lógica del CPP.

Veamos algunos de estos cambios propuestos por el propio ministro del Interior, recogidos en ocasión de las últimas interpelaciones parlamentarias, y posteriormente sintetizados en un proyecto de ley presentado el pasado 15 de mayo en el Parlamento.

Puntualmente, y en primer lugar, se amplía el permiso de la Policía para “realizar las diligencias necesarias para cumplir con los fines de este Código”, eliminando la referencia expresa que supeditaba esas diligencias a las instrucciones de los fiscales. La nueva redacción, en su lugar, menciona que todas las diligencias deberán ajustarse a las “disposiciones legales vigentes”, instalando un permiso difuso para habilitar procedimientos e intervenciones con un mayor margen de autonomía funcional. Posteriormente, se amplía la identificación de los testigos y la recepción de sus declaraciones, eliminando inexplicablemente el giro sobre el carácter voluntario de las mismas, y las limitaciones a los casos de auxilio a las víctimas o flagrancia. Asimismo, se incorpora el permiso expreso de registrar a personas respecto a las cuales existan “indicios” de que hayan cometido delitos. Por último, y no menos importante, se amplían las condiciones de procedencia del interrogatorio en sede policial, siendo que estas actuaciones estaban de regla –y salvo las excepciones, que también se mantienen– limitadas a la constatación de la identidad del imputado. La eliminación deliberada de esa calificación puede operar como punto de apoyo para prácticas de recolección de evidencia con escaso control de la propia defensa.

Es sencillo constatar que estas intervenciones apuntan directamente a la economía de las libertades, o mejor dicho, a la obtención de un permiso para arrestar personas con el menor costo de evidencia y controversia posible (es decir, volver para atrás y eliminar las garantías conquistadas). En segundo lugar, las modificaciones apuntan a encasillar la prisión preventiva como respuesta preceptiva para reincidentes o reiterantes, incorporando una nómina específica de delitos. Nuevamente, esa interpretación se encuentra consolidada en el propio código, y supone, desde el primer día, una contradicción difícil de resolver en relación al elenco de principios que estructuran el sistema acusatorio. El tercer ajuste propuesto implica, nuevamente, restringir la libertad anticipada a partir de la pena pactada en un proceso abreviado. El efecto de una solución de este tipo podría ser demoledor para la utilidad procesal de este instituto.

Por otra parte, algunos jerarcas oficiales siguen utilizando, inexplicablemente, la retórica inquisitiva del viejo código desaprovechando algunas oportunidades interesantes para instalar en la discusión pública los términos claros que organizan el nuevo sistema acusatorio. En esa línea, también ha incurrido en algunos errores elementales, como señalar que el “procesamiento sin prisión” implica una “renuncia a la persecución penal”1. Precisamente, la superposición discursiva e institucional de penas y medidas cautelares ha sido uno de los puntos nucleares abordados en la reforma impulsada por el nuevo CPP. Estas referencias comunicacionales no contribuyen a la distribución de información oficial de calidad para la ciudadanía, y transmiten el mensaje falso de que un “procesamiento sin prisión” implica la inexistencia de una investigación o de una posible sanción penal.

En efecto, y como es sencillo deducir, ninguna de las modificaciones proyectadas se aparta de la regulación de la economía de las libertades y el principio de subsidiariedad de la prisión preventiva en el sistema acusatorio. La contrarreforma se pone en marcha, suma voceros variopintos, y apunta justamente a la propia racionalidad del sistema, sugiriendo excepciones a algunos de los institutos que organizan la lógica de un proceso penal moderno y democrático, o pretendiendo reforzar las interpretaciones más disfuncionales que, en términos acusatorios, pueden producirse a partir del texto legislativo vigente.

* Los autores son integrantes del Colectivo de Pensamiento Penal.