El Frente Amplio (FA) comenzó a recorrer el camino hacia la definición de su candidato presidencial para el año que viene. Un camino largo, en el que ni siquiera se ha definido todavía quiénes competirán en elecciones internas por esa candidatura, ni con qué apoyos internos contarán (suponiendo que, como todo lo indica, habrá competencia en vez de un solo aspirante, como ocurrió en algunas ocasiones anteriores). Por el momento sólo hay una danza preliminar de nombres, y esto obviamente implica desgaste para los involucrados, pero no tiene por qué ser gratis la posibilidad de encabezar las listas del mayor partido del país, y a las personas que no quieran verse envueltas en controversias les basta con rechazar el ofrecimiento para seguir viviendo tranquilas. Hay problemas más importantes: entre ellos, la definición de qué quiere hacer el FA para ganar en 2019.

La pregunta puede parecer superficial, pero resulta pertinente. El problema electoral del oficialismo es, según las encuestas disponibles (olvidemos por un momento que las encuestas en Uruguay han perdido puntería), que un porcentaje importante de la ciudadanía, potencialmente afín al FA, no manifiesta la decisión de votarlo y tampoco la de apoyar a otros partidos. Es bastante improbable, sin embargo, que se pueda entusiasmar a todas esas personas de la misma manera, porque da la impresión de que están desilusionadas por distintos motivos.

Hay entre los indecisos quienes quieren definiciones más audaces para avanzar hacia el socialismo, pero es indudable que otros, con mayor o menor conocimiento de causa, están desconformes porque les parece que el sistema educativo da muy malos resultados, que la inseguridad es alarmante o que se les cobran impuestos muy altos para mantener a los pobres. Y es imposible negar, entre los diversos malestares, aquellos causados por el caso de Raúl Sendic y la forma en que el FA lo manejó.

Existen varias maneras de afrontar dificultades electorales como las mencionadas. Una de ellas, que ha ganado terreno en las últimas campañas, enfoca el asunto con criterios publicitarios: analiza la demanda y a partir de ella construye una oferta que pueda satisfacerla, descartando cualquier iniciativa o gesto que pueda caerle mal a aquellos a quienes se busca captar. En el otro extremo está el procedimiento de los viejos “partidos de ideas”: un esfuerzo racionalista que primero define una propuesta para el país y luego se empeña en convencer a los votantes de que la apoyen, aunque no sea la que en principio querían escuchar.

Como indica el sentido común –y muy especialmente el que predomina en nuestra sociedad–, lo deseable está en algún punto intermedio, que le permita al frenteamplismo tener éxito entre los indecisos sin desdibujar su identidad ni sus proyectos de largo plazo. Pero está muy claro, o debería estarlo, que definir de qué modo se quieren ganar las elecciones nacionales no es lo mismo que escoger una candidatura, y que de ningún modo es lo mismo que dirimir un nuevo capítulo de la disputa interna entre sectores y líderes.