El flamante –valga el guiño– título de Topito es una reedición de un cuento de la cordobesa María Teresa Andruetto, con ilustraciones de la también argentina Gabriela Burin, cuya primera edición data de 2008. Es, por supuesto, bienvenido en la medida en que acerca a nuestras librerías a una autora enorme, interesante y que no defrauda con su trabajo con la palabra.
“En un teatro se declaró un incendio entre bastidores. El payaso salió para dar la noticia al público. Pero este creyó que se trataba de un chiste y aplaudió con ganas”. Ese minirrelato del filósofo danés Søren Kierkegaard es resumen y catáfora del cuento todo: en la primera página sabemos exactamente lo que va a pasar. Pero, claro, el transcurso de la acción y cómo las autoras la llevan a palabra e imagen son otro cantar.
Una noche invernal monocroma ofrece el escenario en el que, en medio de la oscuridad, se distingue una única luz: la del teatro ardiente. Hay un doble juego lingüístico y cromático en la gradación del incendio: el rojo comienza a aparecer de a poco hasta invadir la página desde los vestidos flamígeros de plumas de las señoras de la ciudad. Por un lado, el crescendo trágico lo escenifica la ilustración; por otro, el desenlace inevitable se precipita en el ritmo dado por la rima y la alternancia de palabras que se repiten insistentes.
En El incendio no hay sorpresa, no puede decirse siquiera que haya suspenso. Hay, sí, expectación: el lector se ve enfrentado, como en una pesadilla, a un hecho que va a ocurrir sin que se pueda evitar porque no se atiende a las advertencias. La ironía trágica viene de la mano de un payaso que es encargado de dar la voz de alarma. Pero nadie le cree, claro, por ser quien es y por lo que representa: el payaso está allí para hacer reír, no para anunciar verdades. Hay, entonces, a lo largo del cuento, una tensión en torno a la verdad y la mentira, a la realidad y la ficción, y a la validez del discurso (del anuncio, en este caso) según quién sea el que hable. No es casual, evidentemente, que se incendie un teatro y no un edificio cualquiera: el templo de la representación, de la posibilidad de instaurar mundos de ficción.
Capítulo aparte es lo que Andruetto hace con las palabras para presentar este asunto. Una rima que alterna -ante y -ar en la primera mitad del libro, con palabras que se repiten en combinaciones diversas, que insisten en aparecer, dan una atmósfera entre opresiva y juguetona, que causa una inquietud en ascenso. Con la fórmula “érase una vez”, presenta la ciudad, el teatro y, finalmente, el incendio, al tiempo que, en la ilustración, el rojo va tomando la página y se disputa centímetros con el gris. Exactamente en la mitad, una frase rompe la rima por primera vez: “Pero nadie le creyó”, y marca el punto de inflexión del relato. La rima se desordena y el incendio se desata. El payaso insiste, una y otra vez, y siempre es ignorado por el público, esas “señoras comedidas” que “lo veían delirar” y “lo aplaudían generosas, atrevidas y gustosas”, hasta que “se volaron con el fuego”. Todo el texto es una fiesta de adjetivos que marcan los momentos de la narración: las señoras rimbombantes y elegantes terminan siendo distinguidas, rimbombantes y homicidas.
El incendio es un cuento terrible que funciona como una canción macabra. Aunque el tono es trágico, no está exento de una cuota de humor y es un deleite para todo aquel que se divierta jugando a degustar las palabras.
El incendio, de María Teresa Andruetto y Gabriela Burin. Topito, 2019, $ 350.