Entre los acontecimientos nacionales de 2019 se destaca, sin duda, la decisión electoral que le puso fin a 15 años de gobiernos del Frente Amplio (FA) con mayorías parlamentarias propias. Este cambio causa diversas incertidumbres, indignaciones y esperanzas. Muchos temen que haya bruscos retrocesos y que reaparezcan viejos problemas del país, que creían superados para siempre. Otros confían en que cesarán con rapidez problemas más recientes, a los que consideran responsabilidad directa y exclusiva de los gobiernos frenteamplistas.

La carga de expectativas y recelos es comparable, en algunos sentidos, con la que había en 2005, cuando Tabaré Vázquez comenzó su primera presidencia (aunque, en aquel momento, el impacto de la crisis previa disminuía el número de quienes esperaban algo mucho peor). Como entonces, habrá nuevos y difíciles desafíos para quienes pasen del oficialismo a la oposición, y viceversa. Sin embargo, y más allá de las analogías formales, la famosa “alternancia” implica mucho más que un sano ejercicio republicano. Hay mucho en juego, y quien lo niegue muestra un alarmante déficit de lucidez o de sinceridad.

La retórica de las campañas electorales apela, en ocasiones, a la bella ilusión de que cualquier conflicto social se puede resolver, sin perjuicios para la gente de bien, si hay buena voluntad y sentido común, pero eso no significa lo mismo para todos. El “sentido común” de una sociedad no es inmutable y está en permanente disputa.

Cuál es el equilibrio deseable entre intereses contrapuestos plantea una cuestión ideológica, que a menudo se quiere presentar como un tema técnico, o incluso como consecuencia de algún “orden natural” o sobrehumano.

Cuál es el equilibrio deseable entre intereses contrapuestos plantea una cuestión ideológica, que a menudo se quiere presentar como un tema técnico, o incluso como consecuencia de algún “orden natural” o sobrehumano. Cómo llegar al equilibrio deseado entre intereses contrapuestos (y persuadir a la mayor cantidad de personas posibles de que eso es lo más conveniente) es una cuestión política.

El precio del dólar, por ejemplo, se puede ver como un resultado más de ofertas y demandas, en el que no es bueno que el Estado incida. También se puede procurar llevarlo a determinados niveles, beneficiosos para unos (por ejemplo, los exportadores) y perjudiciales para otros (por ejemplo, los endeudados en la moneda estadounidense). O se puede definir dentro de qué límites resulta tolerable que ese precio fluctúe, y tratar de “corregirlo” si los sobrepasa. Por supuesto, en cada caso los gobernantes buscarán convencer a la sociedad de que su opción es la mejor, y los opositores sostendrán que es la peor. Lo mismo pasa con la intervención del Estado en los Consejos de Salarios, y con mil otros asuntos.

La disputa ideológica, a su vez, puede tener el objetivo de construir o el de destruir. Cómo va a desarrollarse durante los próximos cinco años es una incertidumbre más, en el marco de una convivencia social brutalizada y de un sistema partidario que –por el afán de llegar al gobierno en unos casos, y de conservarlo en otros– ha perdido puntos de referencia, e incluso señas de identidad. No es una mera cuestión de modales, y de cómo se resuelva dependerán, en gran medida, los costos y beneficios sociales del cambio, ahora y en 2024.