En su primer día de oficina la novata comete una infidencia involuntaria en el ascensor y la estrella consagrada, bellísima pero casi cuarentona, recibe un irreversible golpe de sinceridad: está muy vieja para ese papel soñado en Hollywood, Tarantino no la quiere. Si desde Sunset Boulevard hasta ¿Qué pasó con Baby Jane? la industria del cine se viene encargando de decirnos lo frágil que puede ser un artista, la serie francesa 10 % cuenta, con más carga de comedia que de drama, la de vueltas que tiene que dar un representante para amortiguar esos egos expuestos a presiones más fuertes que un primer plano.

Cédric Klapisch hizo el casting, dirigió los dos primeros episodios y supervisó los siguientes como director artístico. En el capítulo uno el cameo, justamente, es de una de sus actrices fetiche, Cécile de France, quien fue parte de la “trilogía de estudiantes Erasmus” que junto a los entonces poco conocidos Romain Duris y Audrey Tautou comenzó con la película Piso compartido, filmada en Barcelona en el año 2000.

Klapisch ha dicho que se dudó bastante sobre el interés que podía tener una agencia de representantes como historia para una serie de televisión. Pero la confluencia de roles –un poco psicólogos, otro poco coachs, asesores de vestuario, distractores y resuélvelo-todo– van mostrando hasta qué grado el lazo entre intérprete y agente puede estrecharse. En ese sentido, la última frontera la encarna una madura Monica Belluci, que busca a un hombre común y corriente (y echa mano a lo que tiene cerca).

La oficina de ASK, la firma que los agrupa, queda en el último piso de un edificio ubicado en una avenida, pero no se abusa de París como set evidente hasta que la trama no lo pide a gritos.

En el correr de las tres temporadas que rodó France 2 y emite Netflix van creciendo las mezquindades de escritorio y los affaires personales de estos profesionales de la negociación, que por diferentes vías tratan de ganarse el porcentaje del título (y codician las cremas, joyas y vestidos que les mandan de regalo a sus clientes). Mientras tanto, la serie avanza sobre tópicos como la decrepitud y la vida útil de un actor, el riesgo del apego al personaje (o directamente la locura, con un salvaje Jean Dujardin que se niega a bañarse y come conejos sin pelar), se goza con las apariciones estelares y los clichés, como mostrar a Béatrice Dalle peleando a muerte con un director porque no quiere hacer una toma desnuda o revelar los celos de Nathalie Baye con su hija y colega; tira migajas de críticas, jugando con que Ben Stiller, que nunca aparece, no soporta tener menos diálogo que su coestrella, e inventa relaciones incontrastables, como la que una representante veterana supuestamente vivió con Chet Baker.

En el in crescendo de enredos, cumple las premisas de cualquier telenovela, con hijos ocultos y romances inconvenientes, hasta que el absurdo hace acordar a la serie argentina Los Simuladores, cuando los agentes prácticamente olvidan la competencia interna para lograr que Isabelle Huppert, pintada como toda una workaholic, cumpla sus contratos de filmación. Todo antes que pagar una multa millonaria y perder la comisión.