El lunes el presidente Tabaré Vázquez decidió que correspondía destituir al comandante en jefe del Ejército, José González, y a otros cinco generales de alto rango, por su inexcusable omisión cuando, como integrantes de tribunales de honor del Ejército, tomaron conocimiento de datos sobre graves crímenes del terrorismo de Estado y no los pusieron en conocimiento del sistema judicial. Es indispensable valorar la trascendencia de lo sucedido, y hay en especial tres hechos cuya importancia no puede ser ignorada.

El primero es que estos altos oficiales del Ejército siguen viviendo en un mundo ideológico aparte, tenebroso y antidemocrático. Un mundo en el que, como dijo el miércoles el ex comandante en jefe Guido Manini Ríos –destituido por Vázquez 20 días antes– para un militar es peor pasar a situación de reforma y ser privado del uso del uniforme que ser condenado por 28 homicidios especialmente agravados. Un mundo en el que esos delitos de lesa humanidad no están probados, y el juicio de los camaradas de armas resulta mucho más relevante que la actuación de fiscales y jueces a quienes se ve, con desprecio, como meros instrumentos del odio a las Fuerzas Armadas (esa es, probablemente, parte de la explicación de que los represores José Nino Gavazzo y Jorge Silveira hayan dicho ante el Tribunal de Honor lo que habían callado o negado ante el Poder Judicial). Un mundo en el que los intereses corporativos de la institución militar son cruciales y hay que defenderlos, aun a costa de proteger a los responsables de las peores atrocidades.

En ese mundo, desde la salida de la dictadura, el poder político no ha ingresado con la contundencia debida para sanearlo y cambiar profundamente las reglas de juego, incluyendo los criterios y prácticas de la formación militar. Esto nos lleva al segundo hecho que es ineludible registrar: después de varias décadas en las que muchos insistieron sobre los terribles riesgos que, presuntamente, implicaba contrariar al Ejército, fueron destituidos en pocos días siete de sus principales mandos, y no pasó absolutamente nada peligroso para la estabilidad institucional.

Por último, pero no con menor importancia, se produjeron violaciones del pacto de silencio mantenido y amparado para “proteger” a las Fuerzas Armadas. Una de las muchas cosas que vale la pena investigar acerca de esta historia es la motivación de quienes, por fin, empezaron a reconocer lo que negaban, así como la de quien le proporcionó al periodista Leonardo Haberkorn las actas del Tribunal de Honor. Pero muchísimo más importante es profundizar en la investigación del terrorismo de Estado, aprovechando las nuevas grietas en el encubrimiento y proveyendo recursos adecuados, que hasta hoy faltan.

También está la cuestión de las responsabilidades dentro del Poder Ejecutivo, sobre las cuales, por supuesto, es necesario que haya verdad y justicia. Pero quien piense que eso es lo central incurre en el tipo de despiste señalado por un viejo proverbio que se le atribuye a Confucio: “Cuando el sabio señala la luna, el necio mira el dedo”.