La situación de Venezuela es crítica desde hace años, y hace ya cuatro meses que adquirió una configuración tan insólita como peligrosa.

Juan Guaidó afirma que es el “presidente encargado” y lo reconoce como tal un grupo de países que incluye a Estados Unidos, a gran parte de los integrantes de la Unión Europea y a casi todos los miembros del Grupo de Lima. Sin embargo, a todos los efectos prácticos relevantes, el gobierno sigue siendo el encabezado por el presidente Nicolás Maduro, sin que se pueda decir que operen con independencia otros poderes.

La Asamblea Nacional (Parlamento) elegida en 2015 tiene mayoría opositora, pero no puede legislar, y sus tareas han sido asumidas –al igual que las de otras instituciones estatales– por la Asamblea Nacional Constituyente elegida en 2017, totalmente alineada con Maduro (sin que se sepa cuánto ha avanzado en su cometido específico de redactar un proyecto de nueva Constitución, ni hasta cuándo continuará actuando). El Poder Judicial no ha dado indicios de autonomía con respecto al Ejecutivo en estos años de crisis.

Guaidó carece de mando real, pero se ha movido con libertad en su rol de desafiante, incluso para salir de Venezuela y volver a su territorio. Esta semana proclamó que contaba con el respaldo militar necesario para derrocar al “usurpador” Maduro, y convocó a movilizaciones callejeras para precipitar un desenlace, pero eso no produjo ningún cambio apreciable en la relación de fuerzas. No hubo nada parecido al comienzo de un conflicto bélico o de un levantamiento popular que pusiera en peligro el poder del chavismo, y tampoco este ha tomado medidas contra el “presidente encargado” por llamar a la insurrección.

Esta especie de empate catastrófico no se mantiene a raíz de una paridad de fuerzas armadas, ni de un reparto del control territorial, como ha sido típico en los casos de “doble poder” dentro de un país. Lo sostiene una compleja trama de factores locales e internacionales, en cuyo trasfondo hay disputas estratégicas por el control de recursos económicos y por posiciones de poder geopolítico.

Ninguno de los dos bandos venezolanos muestra en los hechos voluntad de lograr una salida negociada ni ha sido capaz de imponerse; pero es un hecho que en estas circunstancias, y en el marco de graves problemas económicos y sociales, la sufrida población de Venezuela camina desde hace demasiado tiempo al borde de un precipicio, y que en cualquier momento puede desencadenarse una tragedia, por decisiones conscientes o errores de cálculo dentro o fuera del país caribeño.

Gran parte del conflicto se desarrolla en el terreno de la comunicación, con múltiples manipulaciones para instalar un relato hegemónico. Todos deberíamos tener eso muy presente, antes de apresurarnos a sacar conclusiones cuando se nos muestran imágenes impactantes o presuntos datos terribles, de origen a menudo nebuloso. Esta responsabilidad recae muy especialmente sobre quienes nos dedicamos al periodismo, y no parece que se esté actuando con la debida prudencia. Bien se dice, desde hace siglos, que la primera víctima de la guerra es la verdad.