Los criminales de la ficción nunca saben retirarse a tiempo. Por lo general los conocemos cuando están a punto de dar ese último golpe, el que les permitirá juntar los fondos para comenzar un negocio, o para mudarse a una choza en el Caribe y allí ver el amanecer y el atardecer por el resto de sus vidas.

Los protagonistas de La Casa de Papel tenían todo para retirarse: el complicadísimo plan desarrollado en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre de España terminó en victoria (más allá de algún fallecimiento) y cada uno de los pillos con careta de Dalí se embolsó una cantidad obscena de dinero. La suficiente como para que dos de ellos se mudaran a una choza en el Caribe y vieran el amanecer y el atardecer por el resto de sus vidas. O al menos por un par de años.

Sin embargo, las circunstancias obligarán al Profesor y los suyos a volver el anonimato y concretar una nueva hazaña delictiva. ¿Qué los llevó a tomar ese riesgo? La realidad indica que la serie tuvo el mayor rating para una ficción de habla no inglesa en la historia de Netflix y ganó un Emmy Internacional como “mejor drama”. Los realizadores se toparon con una cantidad importante de billetes (no tanta como del famoso botín) y sus creaciones debieron ponerse los overoles rojos para dar ese último golpe.

En la ficción, el motivo del regreso es un pelín más honorable. Un integrante de la banda original es tomado prisionero y sometido a terribles torturas. Esto lo sabemos no solamente porque se muestran las torturas, sino porque sus compañeros señalan todo el tiempo lo mal que debe estar pasando. En una serie con atracadores simpáticos, bonitos y que parecen ser los héroes de la historia, el guion necesita recordarle al público que hay personas peores que ellos.

Este elemento, que no terminaba de convencer en el asalto anterior, tampoco funciona en esta oportunidad. Antes teníamos las fábricas de billetes como símbolo omnipresente de cierto capitalismo salvaje, mientras que se aclaraba que no habría víctimas del robo, ya que lo que finalmente se llevaban eran billetes nuevecitos, que jamás habían pertenecido a persona alguna.

Ahora contamos solamente con las palizas al capturado, una inspectora que quiere hacer su trabajo (pero que está vinculada con las torturas) y un pueblo que se pone del lado de los atracadores quizás porque tienen bonitos uniformes.

Hablando de oro

En esta Era de Oro de la Televisión, está claro que La Casa de Papel no es una obra destinada al mejor de los recuerdos, por más que el gran Stephen King y su mascota (una perrita conocida como la Cosa del Mal) sean fanáticos de la serie y el escritor haya pedido en Twitter que aceleren la cuarta parte. “No me estoy poniendo más joven”.

Claro que existen razones para el éxito obtenido, como la novedad de estirar una narrativa (la del robo al banco) generalmente resuelta en poco más de una hora y media. O el ritmo que hacía que el público hiciera atracones con los primeros episodios.

Esta tercera parte, que en realidad es una fracción de la segunda temporada, repite algunas luces y algunas sombras de lo que pudimos ver en 2017 y 2018. La primera gran novedad llega con un presupuesto aumentado, que merecería que fuera rebautizada La Casa de Papel Internacional, al menos en su arranque.

Los cacos desperdigados por el mundo son la excusa perfecta para mostrar sitios paradisíacos, alejados del bullicio y la extradición. Claro que la alegría dura poco y se pondrá en marcha un complicadísimo plan que los dejará encerrados en un edificio público español. A esta altura yo creo que lo disfrutan.

Alrededor del plan está el gancho, pero también la flojera de la historia. Son simpáticos los nervios de no saber cómo hará el grupete para zafar de las fuerzas del orden, pero se vuelve cansador que la respuesta siempre sea “porque un mes atrás, el Profesor les dijo que eso podía pasar y los obligó a ensayar la forma correcta de salir ilesos”.

Para peor, justo antes de que el público conozca la respuesta, los protagonistas ensayan la misma cara de cordero a punto de ser degollado, como si no recordaran que el Profesor los tuvo ensayando durante semanas.

El manejo de los rehenes, por último, recuerda demasiado lo ocurrido en episodios anteriores con menos efectividad. Y Arturito Román aparece mucho menos tiempo del que merece ese personaje que tanto amamos odiar. U odiamos amar.

Año nuevo, caras nuevas

Gracias a la magia de los flashbacks, podremos disfrutar de uno de los personajes más interesantes de las dos primeras partes, aunque cierto revisionismo de parte de los guionistas evite mencionar los peores aspectos de su personalidad. Aunque la trama también se enriquece con un par de incorporaciones.

Najwa Nimri es la inspectora Alicia Sierra, encargada del operativo desde las afueras del Banco de España, en donde se encuentran las reservas de oro de la nación. Esta mujer de armas tomar no tiene intenciones de cambiar de bando, como hiciera la última encargada de un operativo relacionado con esta gavilla.

El otro personaje que le da una disfrutable nalgada a estos ocho episodios es Palermo, interpretado por Rodrigo de la Serna. Llamado a cubrir la vacante de loose cannon dejada por Berlín, el actor argentino parece disfrutar demasiado de su papel, que incluye un montón de puteadas proferidas con el mejor acento rioplatense.

La fórmula es la misma, aunque por momentos pareciera como si este plan se fuera a concretar en menos tiempo, algo que quizás le hubiera venido bien al conjunto. Sin embargo, para cuando quedan solamente diez minutos del último episodio y todo está patas para arriba, uno se convence de que no habrá un cierre, sino tan solo un compás de espera hasta la cuarta parte.

Que seguramente repita esquemas, siga fórmulas y no cambie la manera en que se concibe la televisión, pero traiga explosiones, un par de giros interesantes, alguna muerte y al menos una ocasión más de escuchar “Bella Ciao”. A veces solo queremos ver el mundo explotar con “Bella Ciao” de fondo.