Las discusiones sobre política económica están ocupando un espacio creciente en la campaña electoral, pero lo hacen de un modo bastante extraño y quizá contraproducente, con énfasis que no se relacionan con los problemas centrales y discursos que escamotean la discusión franca de las verdaderas disyuntivas.

Según el relato de la oposición, parece que la cuestión más importante fuera el aumento del déficit fiscal, debido a gastos estatales excesivos e ineficientes, y que por lo tanto se tratara, ante todo y con la mayor urgencia, de reducir ese déficit frenando el despilfarro (eso es lo primero que se afirma, tras la introducción, en el programa de gobierno del Partido Nacional). Sin embargo, no hace falta ser un experto para comprender que, si bien es muy deseable mejorar la calidad del gasto público, el equilibro fiscal no conduce por sí mismo a que aumente y mejore la producción, a que se exporte más ni a que la población viva mejor (y mucho menos a que las potencias mundiales abandonen el proteccionismo y las guerras comerciales).

Además, basta con ver los datos más básicos acerca del desembolso estatal para entender, por ejemplo, cuánto pesan en él los pagos de jubilaciones y pensiones, que de todos modos están muy lejos de permitirle una vida digna a la enorme mayoría de quienes las reciben, y cuyo único componente “excesivo” de importancia es el vinculado con los beneficios que mantiene la franja superior de los retirados militares.

Esos datos revelan también que es pura mitología la narrativa sobre el costo de las políticas del Ministerio de Desarrollo Social. Su magnitud es muy escasa, aunque se haya llegado al desatino de señalarlas como culpables del desequilibrio en las cuentas públicas y el peso de los impuestos sobre el “país productivo”, presuntamente desangrado para regalarles dinero a legiones de parásitos y asegurarse de que voten por el oficialismo.

“Hasta ahora, los discursos de campaña escamotean la discusión franca de las verdaderas disyuntivas económicas”.

En la misma línea de argumentación, el movimiento Un Solo Uruguay tiene por lo menos el mérito de decir, con todas las letras, que su objetivo es aumentar las ganancias de determinados sectores empresariales privados, a los que identifican como únicos representantes verdaderos del “país productivo”, mediante la reducción del Estado y de los impuestos. Esa demanda se apoya de modo transparente en postulados ideológicos sobre las bondades del libre mercado, la privatización, la desregulación y la apertura comercial (salvo, por supuesto, cuando se trata de que el Estado auxilie a quienes tanto lo denigran). Los “autoconvocados” pueden permitirse una sinceridad brutal porque no se presentan a las elecciones; en cambio, quienes compiten por los votos de la ciudadanía se ven obligados a no explicar por completo sus propuestas.

Mientras tanto, el oficialismo dedica esfuerzos mayores a cuestionar los planteamientos de la oposición que a desarrollar los propios. Hace un tiempo carecía casi por completo de un relato convincente; ahora avanza en la construcción de uno más centrado en los riesgos de retroceder que en un rumbo de avance. Seguimos lejos de un debate políticamente claro acerca de la economía.