El rol de los militares es un elemento clave para esclarecer el tipo de golpe que se llevó adelante en Bolivia. El éxodo del poder de Evo Morales no fue ni es el resultado de un plan del poder militar para derrocarlo. La renuncia se motiva, en primer lugar, por un levantamiento masivo de sectores urbanos y de clase media que paralizó al país. La maniobra de Morales para desconocer el referéndum de 2016 y las irregularidades del proceso electoral del 20 de octubre decantaron una movilización social radicalizada y un motín policial. El 10 de noviembre, el jefe del mando militar, Williams Kaliman, envió una carta en la que le “sugirió” a Morales que dimitiera, a modo de evitar, o al menos apaciguar, la violencia que se desataba en las calles. Acorde a la sucesión de los hechos, la renuncia se produjo inmediatamente después de este pedido, lo que permite inferir que resultó efecto y desenlace de la sugerencia de las Fuerzas Armadas.

Para buena parte de la sociedad boliviana y de miembros de la comunidad internacional lo que sucede en Bolivia es producto de una “revolución popular”. Pero la situación es, a todas luces, más compleja que la que se expresa en el binomio “revolución-golpe”. Si el concepto es lo que se hace de él, una misma situación y una misma realidad pueden derivar en una atribución de clasificaciones diferentes, con significados claramente antagónicos. En este contexto, se hace necesario analizar las relaciones entre civiles y militares más allá de la coyuntura.

Estado es Patria

Tras las dictaduras de Hugo Banzer (1971-1978) y Luis García Meza (1980-1981), el modelo burocrático-autoritario boliviano comenzó a agotarse. Las prácticas represivas, el desprestigio de las cúpulas militares y la fragmentación corporativa condujeron al ocaso de la Junta Militar que entregó el poder en 1982. La postransición democrática obligó a las Fuerzas Armadas a mostrar una imagen institucionalista y de respeto a la Constitución. Sin embargo, esta imagen no estuvo acompañada de una clase política dirigente que asumiera una conducción civil adecuada, y limitó el proceso de democratización boliviano a un “pacto de coexistencia pragmática civil-militar”, en palabras del militar y sociólogo Juan Ramón Quintana.

En 1985, en el marco de un contexto político conocido como Pacto por la Democracia, el general de brigada César López cuestionó abiertamente la Doctrina de Seguridad Nacional, que comprometía a los militares a la lucha contra el narcotráfico, el terrorismo y la subversión. Antes de la llegada de Morales al poder, las filas armadas comenzaron a reconocer que las amenazas a la seguridad boliviana estaban interpeladas por la pobreza, la corrupción, la desigualdad y la debilidad de las instituciones. Para 1985, la doctrina había cambiado. El enemigo de Bolivia había pasado a ser la injusticia social.

Con el correr de los años democráticos, las Fuerzas Armadas viraron su foco a mantener el orden interno y conservar cierta autonomía para tutelar la institucionalidad y la democracia boliviana bajo el principio de “Estado es Patria”. Dos momentos críticos precedieron al triunfo electoral de Evo Morales en 2006. En el año 2003 se produjo el llamado “octubre negro”. Se trató de una violenta represión de los militares frente a la insurrección popular que llevó al enjuiciamiento del entonces presidente, Gonzalo Sánchez de Lozada, y el Alto Mando militar. En 2005, el desplazamiento de Carlos Mesa del gobierno a partir de una poderosa insurrección popular que exigía la nacionalización del gas volvió a mostrar a las Fuerzas Armadas en el centro de la escena. Este último evento dividió a los militares entre un mando más tradicionalista y los sectores ligados al Movimiento al Socialismo (MAS), la base operativa y política de Evo. Cuando Morales asumió la presidencia, buena parte de los militares jóvenes respondía directamente a él. La llegada de Evo en 2006 encaminó un proyecto para recuperar la tradición nacionalista, al declarar a las Fuerzas Armadas “socialistas, antiimperialistas y anticapitalistas” y convertirlas en una pieza central de su proyecto político.

“Patria o muerte. ¡Venceremos!”

La incorporación de un paradigma de “seguridad integral” como parte del proceso de cambio encarado por Evo Morales condujo a un aumento de las funciones de las Fuerzas Armadas. Para el primer ministro de Defensa de la era evista, Walker San Miguel, la visión clásica de seguridad ya no se acomodaba al proyecto boliviano, sino que estaba siendo reemplazada por una visión multidimensional, que hacía foco en la integración y el desarrollo.

A diferencia de otros países de la región, la política de defensa boliviana compromete explícitamente a los militares en tareas de seguridad tanto externa como interna. Es la propia Constitución, vigente desde 2009, la que les asigna a las Fuerzas Armadas la misión de “defender y conservar la independencia, seguridad y estabilidad del Estado, su honor y su soberanía; asegurar el imperio de la Constitución, garantizar la estabilidad del gobierno legalmente constituido y participar en el desarrollo integral del país” (artículo 244). Se entiende, entonces, que la extensión del rol de las Fuerzas Armadas (más allá del que tienen tradicionalmente) les permite abarcar aspectos internos relacionados con la estabilidad política y el desarrollo. El Plan Nacional de Desarrollo decretado en 2007 reafirma un rol en el que la política de defensa tiene “el objeto de restablecer y fortalecer las capacidades institucionales”.

En 2010, el documento “Bases para la discusión de la Doctrina de Seguridad y Defensa del Estado Plurinacional de Bolivia” fijó entre sus objetivos la “seguridad y defensa integral”, es decir, la protección del territorio y su población, así como la defensa de sus recursos naturales de carácter estratégico ante amenazas de índole externa e interna. Otro elemento de gran acercamiento de Evo a las Fuerzas Armadas fue la reivindicación marítima de la soberanía, objetivo destacado en la Política de Defensa del Estado. Desde ese momento, el proceso de modernización y equipamiento de la institución castrense comenzó a crecer de manera exponencial. El presupuesto, directamente relacionado con el Producto Interno Bruto, se mantuvo entre 1,5% y 1,9% entre 2008 y 2018.

La transformación no sólo fue constitucional, sino que también atrajo medidas simbólicas: la incorporación de la wiphala a los uniformes y el nuevo lema, “Patria o muerte. ¡Venceremos!”. A esto se sumó un mayor financiamiento, el otorgamiento de cargos civiles en la administración pública nacional y la creación de la Escuela Antiimperialista. Además, para mantener su relación libre de rivalidades, Evo reconoció públicamente que los militares no habían sido los culpables de los cruentos actos de la dictadura, justificándolos con el argumento de que se habían limitado a obedecer órdenes civiles e imperialistas.

Es una trampa

La gran expansión de la misión de los militares en Bolivia ha llevado al involucramiento en políticas sociales, la retención de una importante cuota de poder y un alto nivel de autonomía para la planificación presupuestaria, así como al diseño de planes y el control del gasto, lo que ha debilitado la supervisión civil de las actividades militares. La identificación de las Fuerzas Armadas con estas medidas también permitió la protección de los intereses de la institución y la relegitimación del rol castrense.

No es curioso que un país con déficits estructurales, una burocracia debilitada y un Estado que no alcanza a colmar las necesidades sociales en todo el territorio emplee sus Fuerzas Armadas para cubrir sus necesidades institucionales. Sin embargo, la lógica del MAS ha consistido en un estilo de liderazgo personalista y el otorgamiento de autonomía y poder a cambio de lealtad y apoyo político. En un continente de instituciones y partidos políticos débiles, este tipo de relación puede resultar peligrosa. Se genera una situación de gran dependencia, que deteriora la calidad de la institucionalización del control civil y limita a los gobiernos a la contención del poder militar. El rol del Ministerio de Defensa es prueba de esta pasividad: es un organismo que es menos relevante que el Comando Conjunto Militar y que tampoco somete jerárquicamente al comandante en jefe de las Fuerzas Armadas (depende del presidente y ejerce un poder paralelo al del ministro de Defensa). Ante la ausencia de una burocracia especializada, la planificación y la gestión han quedado en las manos de los propios militares.

Fue el proyecto político de Evo el que llevó a los uniformados a alcanzar altos niveles de relevancia, pero terminó condicionando aquella dimensión política y democrática donde hizo más transformaciones. Al fin y al cabo, la necesidad de evitar rivalidades, la construcción de relaciones personales cercanas, la pobre implementación de mecanismos efectivos de supervisión y la limitación a la contención se sumaron al exabrupto legal y constitucional de quien construyó este esquema y lo condujeron directamente hacia una trampa.

Cuando el gobierno de facto tomó el poder, las Fuerzas Armadas se volvieron corresponsables más por omisión que por acción. Su involucramiento ha sido posterior, tutelando la transición –cuanto menos peligrosa– del gobierno interino. Mientras tanto, Bolivia y su democracia interrumpida agonizan.

Agostina Dasso es licenciada en Estudios Internacionales por la Universidad Torcuato Di Tella. Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.