Salvo generaciones muy jóvenes, la mayoría vivimos casi toda nuestra vida en los tiempos del broadcasting, en los que quien tenía el poder emitía sus contenidos al público en general, que sólo disponía de receptores (aparatos para escuchar o ver, pero jamás para emitir o interactuar). Internet –en su fase inicial– amplió la base de personas que podían publicar contenidos (en la época de las primeras páginas web y más con tarde la aparición de los blogs) pero salvo por los comentarios, las personas sólo tenían en sus PC receptores de esa emisión masiva, sin interacción posible.
En los portales de prensa y en los sitios de empresas e instituciones de gobierno, el público en general (en el más profundo sentido de ambas palabras) accedía a informarse, siendo receptor de un contenido generalista y abierto a todo aquel que llegara en su búsqueda.
El concepto de audiencias –público en general– está muy impregnado en nuestra forma de actuar, ya que asumimos que el destinatario de un contenido escucha, accede. La segmentación estaba en lo atractivo que podía ser un contenido para un grupo o entre quienes se promocionaba el mensaje.
Por eso, cuando aparecieron las primeras posibilidades de dejar comentarios en una página web, no había diálogo ni escucha por parte de quien publicaba. El poder seguía concentrado, y muchas veces se borraban comentarios para mantener ese status quo de broadcasting en la web.
Con el correo electrónico las comunicaciones eran personales, y a lo sumo el spam era otra forma de broadcasting –democratizado–, pero cuando aparecieron los foros, la web se abrió al intercambio entre pares. De manera asincrónica, con grandes dificultades, pero mucho más abierta.
Los primeros foros en la web fueron una trinchera de creación, discusión y desarrollo de ideas. Se construían comunidades en torno a un tema, y la trayectoria de publicaciones de cada usuario definía la reputación y en consecuencia la confianza que jerarquizaba cada participación.
Al menos por estas latitudes, fueron pocos los intentos de las empresas, los medios de prensa y las instituciones públicas de participar activamente en esos foros. Eran encuentros entre personas con nicknames de una era del anonimato previo a Facebook.
La publicidad por aquellos años eran los banners: el mismo broadcasting publicitario de siempre llevaba el mensaje a donde estaba la gente, aunque sin saber muy bien quiénes estaban ni qué querían realmente. Todo eso seguía siendo una web 1.0, su primera versión.
Facebook nos pidió nombre y apellido, dejamos el anonimato hasta que los adolescentes descubrieron que no todo querían compartirlo con todos (pues ese “todos” incluía a sus padres). Comenzamos a dejar trazas de quiénes somos y qué decimos. Intercambiamos contenidos y nos hipersegmentaron con toda esa información.
La hipersegmentación es la creación de muchos subconjuntos de usuarios para destinarles mensajes específicos. Las empresas comenzaron a ver en la web la posibilidad de personalizar contenidos y abandonar la comunicación única y general. Pero no es tan fácil: la publicidad tradicional se mantiene viva.
Ya en la última década explotaron las redes sociales, la interacción entre pares se volvió la moneda corriente, mientras empresas, gobierno y medios de prensa intentaban ser escuchados.
Pero no siempre han logrado comprender las nuevas reglas.
En las redes sociales, lo que importa es el contenido, la reputación y la comunidad. La clave es la interacción, y no alcanza con ser leído, se debe dialogar. Esto implica la exposición, la crítica y el reclamo público. Se vuelve difícil lavar los trapos sucios en casa.
Los políticos y gobernantes se ven expuestos, pues la comunicación no es la misma en redes que en un acto masivo, en el que la gente iba a escuchar y a lo sumo se expresaba en un aplauso o chiflido que sólo tenía sentido como parte de la masa.
Las instituciones son desafiadas, cuestionadas y denunciadas en la red. La queja deja de ser un trámite oscurecido por la burocracia, lejos de los ojos del resto de la ciudadanía. La capacidad de amplificación de la red cambia los centros de poder y exige respuestas.
Las empresas que deberían conocer a sus clientes, estudiar a sus prospectos y aprovechar la hipersegmentación para hacer propuestas de valor únicas para cada persona se sienten débiles ante tanta exigencia, tanto requerimiento de detalle y tanto pedido de personalización. Los medios de prensa, expertos en la selección, análisis y difusión de contenidos, se encuentran con que la noticia (como novedad y relevancia) ya no tiene sentido en el esquema de broadcasting, y el trabajo de periodistas y comunicadores es cuestionado sin mayor sustento.
¿Qué hacemos con este atropello de gente común, escondida en cuentas anónimas? ¿Qué hacemos con tanta demanda, tanto grito, tanto poder desparramado? ¿Qué hacemos con estos límites difusos de la verdad y la razón? ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Qué reglas nuevas debemos elaborar? Esas y muchas otras son las preguntas que empresas, gobiernos, políticos, periodistas, académicos, artistas y otros tantos se hacen día a día tratando de entender cómo funciona la nueva internet, cómo se debe actuar y qué se puede obtener.
Hace mucho tiempo escribía un artículo en el que describía las redes como una oreja grandota (“The Twitter Experience”, España, 2012), pues estoy convencido que la clave está en escuchar, para poder entender, conocer, interactuar y finalmente aportar valor.
Cuando creemos tener todas las repuestas, cuando sólo decimos nuestra verdad, cuando no aceptamos que otros nos cuestionen, cuando no aprovechamos el conocimiento de la comunidad, cuando no establecemos lazos, le estamos errando feo.
Quien quiera entender la web 2.0 y jugar bajo las nuevas reglas debe dar algunos pasos en este nuevo sentido: construir comunidades, escuchar y participar (en ese orden).