Robin Hood nunca existió. Pese a estar recogido en numerosas ficciones, el personaje y su historia –su nombre de nacimiento como Robert de Locksley o Loxley, su participación en las Cruzadas, su talento con el arco, el fraile Tuck, Pequeño Juan, el malvado sheriff de Nottingham– es todo un invento. Sin embargo, y como muchas de las leyendas más populares, su origen evidentemente se relaciona con una serie de bandidos reales que durante varios siglos asolaron bosques de Europa y, en los mejores casos, practicaron aquello de “robar a los ricos para darles a los pobres” (aunque la mayoría de las veces los pobres eran los mismos bandidos ladrones).

Entre los variados ejemplos que alimentaron la leyenda de Robin Hood, destacan Ghino di Tacco –un ladrón histórico italiano tan famoso en su época que el mismísimo Dante lo recogió como personaje en La divina comedia– e incluso el suizo Guillermo Tell (del que quizá haya heredado la increíble puntería, aunque Tell usaba ballesta y su propia existencia esté también puesta en duda). Asimismo, no faltan los oscuros personajes históricos –nobles británicos proscriptos, bandidos rurales– que, más acá o más allá, podrían haber sido Hood en tal o cual momento (la lista de posibilidades abarca una docena de personas llamadas Hood o similar, ubicadas en Locksley o en sus inmediaciones por más de cuatro siglos) sin que se llegue nunca a la certeza de que alguno de ellos haya sido fuente real de la leyenda. Y a toda la lista anterior, entonces, podemos sumar un nuevo candidato: el flamenco Jan de Lichte.

Nacido en Bélgica e hijo de una familia muy pobre, Jan se hizo a las armas muy joven tratando de escapar de la miseria, pero en el Ejército tuvo una carrera corta y agitada (aunque llegó a participar activamente en la Guerra de Sucesión Austríaca), por lo que se volvió rápidamente un desertor. Una vez fugado, se vinculó con un grupo de forajidos y gitanos –aunque no consta registro de que efectivamente haya pasado a liderarlos– y pronto comenzó a dedicarse a asaltar los caminos de la convulsionada Flandes, por aquel entonces (1740 aproximadamente) en manos de los Habsburgo austríacos.

Su fama real proviene de razones bastante menos románticas de lo que uno podría esperar: luego de matar accidentalmente a una víctima en un asalto, el bueno de Jan descubrió que los robos salían bastante mejor si simplemente eliminaba a cualquiera que se pusiera en su camino, por lo que pronto se transformó en el más sanguinario de los bandidos. Su fama de asesino trascendió al grupo y lo llevó a ser buscado por la Justicia real, que terminó por darle captura y lo ejecutó cuando todavía no había llegado a cumplir 25 años.

Pero claro, pronto el diablo metió la cola, o, mejor dicho, la ficción hizo uso de sus mañas. El escritor Louis Paul Boon, considerado una de las mayores plumas flamencas, escribió entre 1957 y 1961 un díptico sobre el personaje (La banda de Jan de Lichte y El hijo de Jan de Lichte) en el que por fin se le atribuyeron los rasgos característicos robinhoodescos que lo volvieron un personaje atractivo e identificable. La primera de estas dos novelas es la que toma como base la serie que hoy nos compete, producida en 2018 pero estrenada por Netflix los primeros días de este año.

La historia real está bastante representada. Jan de Lichte (un muy adecuado Matteo Simoni) regresa a su Flandes natal escapando del Ejército luego de cometer un crimen, y pronto se vincula con el numeroso grupo de descastados que lidera su viejo amigo Tincke (Stef Aerts). El grupo es numeroso, dado que el alcalde local proscribe a cualquiera por cualquier cosa, para luego obligarlo a trabajar en condiciones de casi esclavitud en la construcción con la que está obsesionado: una carretera que traiga “progreso” a la zona. Aunque en un principio Jan sólo piensa en escapar de todo y viajar a América, pronto las temibles condiciones de la gente –“su” gente– lo llevan a liderar el grupo de bandidos, lo que generará no pocos roces con Tincke, y a dejar de robar a los miserables para concentrar sus golpes en lo más alto de esta perversa sociedad. Pero el recién llegado alguacil local, Baru (Tom Van Dyck) –el mejor personaje de la serie–, será su más feroz contrincante, un hombre inteligente que no coincide con los modos del alcalde pero que (en un principio) busca hacer justicia.

Creada por Christophe Dirickx y Benjamin Sprengers, la serie se desarrolla en diez contundentes episodios en los que la más tradicional acción aventurera –tiros, intrigas, peleas con espadas– se da la mano con un fresco bastante duro y difícil de tragar de lo que significaba vivir en ese tiempo y lugar. Como ficción histórica su reconstrucción es impecable, y narrativamente está sembrada de sorpresas e inesperados giros en su trama, que te mantienen siempre al borde del asiento (aunque es cierto que la facilidad con la que los personajes se recuperan de disparos, cuchilladas o palizas que los dejan al borde de la muerte pronto le resta bastante verosimilitud a la cosa).

Esta primera temporada se pasa volando y cierra perfectamente. Ahora resta saber si Netflix o la producción original belga se deciden a adaptar la segunda novela de Boon, con sus personajes unos 20 años mayores.

Ah, a raíz del éxito de las mentadas novelas, cuando Boon falleció, en 1979, se buscó rendirle homenaje con una estatua, pero no dedicada a él sino a su creación literaria más exitosa. Lamentablemente, no eran pocos en Bélgica los que recordaban el pasado del real Jan van Lichte y la dichosa estatua estuvo de aquí para allá sin destino, hasta que por fin en Amberes aceptaron ubicarla. Lo hicieron nada menos que frente al Palacio de Justicia, en una suerte de gran ironía final.