El francés Jacques Tardi, uno de los mejores historietistas vivos, publicó a fines del siglo pasado una novela gráfica imprescindible: La guerra de las trincheras. Allí reunió los relatos que su abuelo le había contado hacia el final de su vida sobre la experiencia de haber combatido en la Primera Guerra Mundial, y las reconstruyó en un fuertísimo alegato antimilitarista. Anécdotas mínimas, personajes anónimos que van rotando, destinos desgraciados, momentos absurdamente cómicos: todo había salido de boca de aquel pariente y Tardi lo trasladó a una historieta.

¿A cuento de qué viene esto? A que es algo muy similar a lo que hace Sam Mendes en 1917, película para la que asume por primera vez en su carrera el rol de guionista (en conjunto con Krysty Wilson-Cairns), tomando las historias que su abuelo, el cabo Albert H Mendes, le contó sobre el final de su vida y que publicó en The Autobiography of Alfred H Mendes 1897-1991. A diferencia de Tardi, que unía las anécdotas en un solo testimonio amorfo y no en un relato aristotélicamente clásico, Mendes le dio la estructura de un guion cinematográfico, más específicamente, una película (bélica, lógicamente) de aventuras.

Es una trampa

Nuestros protagonistas son el cabo Blake, joven, todavía algo ingenuo, y el cabo Schofield, más curtido, desencantado y poco optimista ante lo que les espera, encarnados por Dean-Charles Chapman y George MacKay (quien de haber participado en cualquiera de Harry Potter hubiera integrado sin duda el clan de los Weasley), respectivamente.

Un día como cualquier otro estos soldados reciben una misión prácticamente suicida: el batallón D está marchando hacia una trampa y si ellos dos no lo alcanzan antes de la mañana del día siguiente, 1.600 hombres –incluido el hermano de Blake– serán masacrados por un destacamento alemán.

No hay otra historia que esta, pero no se precisa más. La película se apega a un esquema sencillo –ir de un punto A a un punto B con peripecias en el medio– y aprovecha apenas las pocas pausas o descansos en sus momentos de acción para reconstruir la vida en el frente a partir de mínimas anécdotas que van contando los soldados protagonistas (y en las que se escucha sin duda alguna la voz de Mendes abuelo). También los protagonistas son pintados con pequeños gestos, comentarios o actitudes, y ambos actores están muy bien, especialmente MacKay (otro ignorado en esta estación de premios: si pensamos que Leonardo DiCaprio se llevó un Oscar por sufrir como un condenado –más un oso–, este debería arrasar en esta temporada de reconocimientos). Además, la vida en la guerra se describe mediante los mínimos actores secundarios que los soldados van encontrando (que, dado el prestigio de Sam Mendes, son un quién es quién de la industria británica: Colin Firth, Andrew McCarthy, Mark Strong, Benedict Cumberbatch, Richard Madden, entre otros, que en algunos casos aparecen escasos segundos).

A puro sentido

La experiencia de 1917 es sensorial antes que nada, es cinematográfica a pleno. Mendes apuesta a dos recursos para lograr que nos hundamos hasta las cejas en barro, muerte y sangre.

El primero es el falso plano secuencia que acompaña a los soldados de la primera escena hasta la última. Por supuesto que no es en una sola toma, ni Mendes trata de que así lo parezca (difícilmente sería así, cuando el relato incluye una pausa de varias horas). Más allá de cualquier alarde técnico, su función es plenamente narrativa: transmitir la tensión, el nervio, la sensación de que la muerte acecha detrás de cualquier árbol, ruina o trinchera. Es compartir con esos dos desgraciados cabos la carrera que no para y que, si lo hace, será con una tragedia. Y vaya si lo consigue.

El segundo recurso ha sido uno por demás criticado. 1917, dicen algunos, se parece en muchos momentos a un videojuego, más precisamente a un first person shooter, esos en los que el jugador sólo ve el extremo de su arma mientras avanza a los tiros. Allí, donde muchos ven un demérito, hay una parte fundamental de la experiencia. Nada consigue que uno quede más inmerso en lo que está viendo que un videojuego, y Mendes ha logrado lo inesperado: la misma sensación de que el espectador es una parte involucrada, buscando enemigos en la mira del rifle, esperando el infortunado disparo que termine con nuestra misión.

En sintonía con todo esto, tanto la fotografía del siempre inspirado Roger Deakins como la música de Thomas Newman, con momentos épicos o de ensueño, como la salida del río y el canto que guía entre la muerte, apuntan al mismo objetivo: llevarnos en andas durante un viaje único e inolvidable.

Mucho menos recorrida que la Segunda Guerra Mundial o Vietnam –haciendo un poco de memoria, recuerdo Senderos de gloria, de Stanley Kubrick (1957), la magnífica Joyeux Noël, de Christian Carion (2005), y Capitaine Conan, de Bertrand Tavernier (1996)–, la reconstrucción fílmica de la Gran Guerra recibe un gran aporte con 1917. Es un relato llamado a ganar merecidamente todos los premios que obtenga, una gigantesca experiencia –para ver en cine, más allá de las frases–, una aventura que eriza y emociona al espectador. Un gran aporte al género bélico a la altura de Rescatando al soldado Ryan o Dunkirk.